El poeta, rostro triangular, guarda gestos de campesino, voz de trueno, y todo él es un rayo encendido. Cuando habla, se agrieta la América cobriza, y el viento va a esconderse cabizbajo en las grutas recónditas de los Andes.
Había sucedido el milagro, el esplendoroso acontecimiento.
Allá, donde comienza el Sur y la brújula caía de muerte certera, el poeta teutónico, aquel que cuando hablaba, decía poncho, mascarones espumosos, maíz, piedras heridas, y en cada sílaba amasaba una y mil veces el aullido de “Canto general”, arrancaba de la Tierra a un titán abrasador cimentado de versos, madrigales en flor y caminos serpenteados de yedras.
En ese amanecer, Isla Negra chorreaba oscuridad. Los peces y los mástiles, asustadizos, se hundieron en el océano y la misma luz del alba no se atrevió a romper el horizonte de un color nacarado.
Alguien, ante el cadáver del poeta de todos los abandonados del planeta, se abrió las venas y pintó sobre manto de nácar: “...Hay un mensaje escrito en las paredes / y el pueblo, sólo el pueblo, puede verlo.”
Los primeros en leerlo quedaron ciegos, los párpados se cerraron tras mamparas de hierro y la saliva se helaba mientras hervía. Los más viejos supieron entonces que el poeta de América se moría a la intemperie.
Pablo, el juglar, recorrió envuelto en mortaja azulina, frente a aquellos acantilados cara a la furia del Pacifico toda la gama de la lírica. En su primera etapa juvenil – “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos” - cruzó volando el húmedo sendero vaporoso del romanticismo, y así, en “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” nos legó el libro que casi hunde toda la poesía amorosa europea, desde los romances anónimos del siglo XV, pasando por los resquemores apasionados de Jorge Manrique, Juan de Encina, Baltasar del Alcázar, Lope de Vega, hasta varar en las “Nanas de la cebolla” o en las faldas de aquella casada infiel que todos en algún momento, envuelta en polvo y sudor, nos hemos llevado a la sombra de los cañaverales del río.
Al pie de la tumba lo esperaba esa mañana Gabriela Mistral, la “maestra pequeña y frágil”, cuya obra, de una sexualidad erótica arrebatadora, estaba alzada sobre uvas y vientos. De ella, el poeta bebió hasta el hastío. Era agua fresca para el jolgorio de su espíritu.
Aquel día lejano del adiós perpetuo, el viento en los arrecifes de Isla había huido a los promontorios, mientras sobre Santiago los borceguíes de los militares pisaban el mosto de la libertad para hacer vino de sangre. En el Palacio ya estaba - sombra y miedo - sentado el autócrata.
Hoy todo es evocación, y aún así, escuece el doliente recuerdo.
Chile ya no es la misma, y nosotros – aún sin saberlo por muchos esfuerzos que hagamos – quizás tampoco. En alguna parte del cuerpo hendido escuecen las estribaciones del alma, el aliento tirita y hay carámbanos en las ventanas de la mirada.
Caracas, 10 - 03 -2011
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