domingo, 13 de marzo de 2011

El terremoto y la Cábala

El guarismo 11  tal vez  contenga un signo apocalíptico.
En el corto espacio de una década,  comenzado el 11 de septiembre de 2001,  fueron  desgarradas  las Torres Gemelas en Nueva York, dos edificios paralelos  que vistos de lejos  formaban un 11. Otro día, con esa tremebunda conclusión del número árabe,  sucedieron los atentados de los trenes de Atocha en Madrid, y ahora, un viernes 11 de marzo, se  produjo el terremoto de Japón con su espantoso tsunami.
Visto bajo esa amarga premisa,  los dos dígitos se nos presentan de   susto.
 En el Evangelio de San Juan, Jesús habla sobre el número espeluznante: “¿No tiene el día doce horas? El que camina de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo. Pero el que camina de noche, tropieza, porque no hay luz en él”. El Nazareno  llamó a unos al comienzo del día, volvió a llamar a otros a la “tercera hora, y fueron llamados otros a la sexta y la novena, y los últimos a la undécima hora o sea la hora 11 ¡La hora “11”!  ¡La última hora!
Para los entendidos  en los misterios del ocultismo, el culto a Osiris, la Cábala y el  libro de Thot, las doctrinas secretas son reales, “lo visible  es una manifestación  de lo invisible”.
Ese principio,  verdadero para todos los fenómenos de la Naturaleza, nos indica la diferencia entre la ciencia de los antiguos y la moderna.
¿Es una coincidencia? Tal vez sí, aunque a lo largo de la historia humana ese número aparece en intervalos fatales.
El terremoto de Japón con la espantosa secuela del tsunami, puede dejar más de 10.000 muertos y unas plantas nucleares en peligro de contaminar cientos de kilómetros terrestres y un inmenso espacio del Océano Pacífico.
Eso no es ocultismo, es bien real. El terremoto de fuerza 9.0 en la escala de Richter del 26 de diciembre de 2004 de Sumatra, mató a más de 150.000 personas  - la cuarta parte de ellos niños y decenas de turistas extranjeros-, lo que  nos explica la fragilidad de la existencia en el planeta Tierra.
Todos los millones de  seres vivos apiñados a esa insignificante  esfera azul, somos cual mota de polvo, y cualquier mal soplo de viento,  frío, o un estornudo en la profundidad del magma de  sus entrañas, nos hace desaparecer en un santiamén.
Existimos por una casualidad, un milagro esplendoroso e incomprensible: tanto, que si los dinosaurios no hubieran sido exterminados por un potente meteorito, la raza humana no estaría aquí.
 El maremoto sobre  las islas de Japón es la prueba cruel de lo dicho. No es la primera vez. En 1815, en la isla Indonesia de Sumbawa, una montaña llamada Tambora, estalló súbitamente  matando a 100.000 personas en la explosión y en los continuos tsunamis relacionados.
Tambora fue la mayor detonación volcánica de los últimos diez mil años, equivalente a 60.000 bombas atómicas del tamaño de la de Hiroshima.
El poeta inglés Lord Byron se hallaba  en 1815 por aquellas islas paradisíacas, y escribió:
“Yo tuve un sueño, que no era un sueño. / El luminoso sol se había extinguido y las estrellas vagaban sin rumbo…”
Esas palabras -reales, no ficticias-  reflejan  el brutal y despiadado manotazo sufrido en las costas de la nación del Sol  Naciente.




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