viernes, 11 de marzo de 2011

El oficio de Dios

No soy judío sino cristiano añejo, y ejerzo en cierta forma de ello. Mi catolicidad es ancestral: devotos de esa creencia han sido mis antepasados, y a tal razón ese atributo forma parte de mi libre albedrío espiritual.
Hace tiempo, siendo lozano en edad, solía ir a Israel alguna vez, si terciaba y el peculio lo permitía, al estar contenida en esos surcos requemados la razón más característica de mi fe, y ser el judaísmo sustanciación de la creencia hereditaria.
Ninguna otra religión posee tanta fuerza mística. Si a esto se unen los amigos y la extraordinaria literatura que ese pueblo ha sembrado en nosotros, se entenderá el apego hacia los hijos del Talmud, la Cábala o la Torá.
Existe una festividad hebrea hacia la cual siento un enorme apego: el “Yom Kipur” o Día del Perdón, tiempo prodigioso por lo que encierra de humanismo.
La festividad posee un significado cualitativo profundo. Cierto proverbio árabe dice: “El hombre que perdona a sus enemigos haciéndoles bien, se parece al incienso, el cual embalsama el fuego que le consume”.
En los momentos más cruciales de nuestras vidas, uno perdona tan ampliamente como ama. Un día, en uno de mis libros casi olvidados, escribimos estas certeras palabras: “El único oficio de Dios es el de perdonar”. No tiene otro; posiblemente su profunda querencia hacia lo creado, pero lo primero va unido inexorablemente a lo anterior.
Un pueblo que dedica un día para el perdón, merece respeto y admiración. Sé poco de los conceptos hebraicos: a lo máximo, lo arrancado de alguna que otra lectura, pero existe algo en esa antigua convicción, en la forma ancestral de su riquísima liturgia, que envuelve nuestro deteriorado individuismo en una esponja y lo refresca.
Estando una noche en el Kibutz Kfar Guiladia, frontera norte de Israel con el Líbano, unos colonos levantaron una hoguera y alguien rompió el aire gélido con una bella balada popular: “El sol y el mar, / el pan y el mundo, / lo amargo y lo dulce: / dejemos atrás lo que hubo, / vivamos sólo en el canto.”
Una cancioncilla, por insignificante que parezca, puede guardar el bálsamo necesario para sentir la necesidad de seducir a nuestros semejantes, y en ese aspecto el Yom Kipur es, a la manera de la luz, el agua, la querencia y el pan nuestro de cada día, la necesidad de emanar perdón por los resquicios sensitivos del alma.

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