Existe en nuestro interior un individuo arrullado por alones de lluvia, y el alma rezuma humedad. En el lejano terruño, collado recóndito al norte de Hispania, llueve tan continuo que las miradas de los niños son ánforas, y las gotas de escarcha la nana que los hace adormecerse al runrún del sonsonete.
“Duérmete hijo del alma que viene el coco, y se lleva a los niños que duermen poco”.
La abuela, apretujada a los años, se adormecía antes que el pequeñuelo lo hiciera entre vapores del puchero repleto de berzas ensalzadas con hojas de tomillo y pistilos de azafrán.
Fuera de la casona de piedra, lejos de los visillos ensortijados de la opaca ventana, sobre el campo sembrado de robles, castaños, hayas, pinos y eucaliptos, el agua se aletargaba entre los cuencos de los duros troncos, esperando la luz cansina de la alborada.
La niebla se esparce en el aprisco mientras dentro del hogar solariego, el calor de la lumbre incita a una dúctil duermevela o a la lectura de añejos libros deshilachados acumulados sobre la hornacina donde el niño juega a dormirse. Lo miro, y sus ojillos parecen lucecillas o luciérnagas que parpadean.
Ojeo, intentando conjurar la alucinación del sueño, una antología de Joseph Brodsky con el título “No vendrá el diluvió tras nosotros”. Fuera, en el patio, campos labrantíos, y en la raya de la montaña el agua sigue amasando la tierra.
Releo a pedazos la “Gran elegía a John Donne”: “La cama se ha dormido; se ha dormido mesa, ganchos, pestillos, alfombras, ropero, aparador, la vela y las cortinas”.
Uno sobrevive de mengua, soledad, abandono o desaliento. La causa tal vez sea lo de menos; lo es sin duda ese concepto afligido y punzante llamado indiferencia. Se ha escrito a lo largo de la historia tanta filosofía, poesía y novela que si la amontonáramos y levantáramos una escalera, llegaríamos a las mismas puertas del nirvana para preguntarle a Dios si en verdad es Él o una taxativa invención de la angustiada quimera humana.
Por supuesto, no habrá respuesta: hace añales, antes de que el hombre estuviera solo, que los dioses ya no hablan con la raza humana; a despecho de tan hiriente verdad, hay que leer a Brodsky.
Pura bagatela, y aún así hermosa. Si muere el mar, ¿por qué no lo vamos a hacer nosotros? Estamos, igual al yermo de la existencia, hechos de salitre, guijarros, arena fina, caracolas, algas, promontorios solitarios y horizonte ancho e inmenso.
Primero fue la palabra matizada de espíritu en el Génesis.
“Yo Soy el que soy”, hablaba Jehová en el primer pasaje de la Biblia, y es que siendo Dios omnipresente, todo se convierte en vocablo humano cuando se expresa en las páginas de los libros.
En opinión de Terrence Deacon, no hay diferencia entre el origen del lenguaje y el de la vida: “Esta sólo es posible cuando se proyecta el pasado en el presente.”
Fuera de una duda razonable, la subsistencia toda, aunque sea insignificante como la del escribidor, hay que contarla, exponerla, gritarla en papiro o barro cocido, sobre la palma de una mano o taladrada en la mirada del ser que uno ama.
Si así sucede, la muerte se volverá simplemente un cambio de luz tenue.
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