El edificio Yacobián

  Naguib Mahfuz 
            
              El Cairo


No hay historias chicas en la ardua cognición humana. Cada uno de los eventos, por insignificantes que parezcan, forman un todo. La vida  individualmente refleja el hálito de una esencia, el suspiro de cierta pasión, la congoja de una pena o la incertidumbre de un apego.
Un escritor puede convertirse en referencia universal sin salir jamás del terruño, al llevar dentro de él la  materia primogénita de la existencia con sus malos o buenos  atributos.
 Al rasguear la croniquilla de hoy  dedicada a un inmueble  y sus moradores,  nos vienen a la memoria - dubitativa siempre -   los hechos  de dos autores  egipcios que, sin haber abandonado prácticamente nunca su hogar - uno,  los bulevares de Alejandría, y el otro los callejones del viejo Cairo- nos han dejado una obra imperecedera que ha traspasado las fronteras de la conmoción individual.
El primero de ellos es Konstandinos  Kavafis, el bardo de la  soledad y la angustia en los entretelones de un aliento anhelado   de efebos en flor. En su “Cuarteto de Alejandría”,  Lawrence Durrell se inspiró en el autor de “Ítaca” para el personaje de “el viejo poeta”, siempre escarbando  en el sensual aroma de la disipada ciudad bizantina.
El otro protagonista lo encarna el Premio Nobel  Naguib Mahfuz, creador  de la más inconmensurable historia de El Cairo, ciudad a la  que ha descrito magistralmente, mostrando los variopintos barrios, bazares, zocos  y enraizados cafés.
En esta misma usanza de Mahfuz nos llega  uno de los literatos más conocidos en Oriente Próximo. Su nombre es Alaa Al Aswany, y  la obra  acometida ocupa ya un lugar en la narrativa mediterránea moderna.
Con la novela “El edificio Yacobián”, un relato deslumbrante de una finca en  la urbe de las pirámides, la vida de la ciudad milenaria sale a nuestro encuentro matizando el contraste de unos seres envueltos en la irresoluta realidad que ahoga pasiones y debilidades, sin faltar el idealismo juvenil  ni la rancia podredumbre política.
La populosa metrópoli retratada hasta el ardor por Al Aswany,  es El Cairo sempiterno bañando su espíritu en las aguas pajizas del Nilo.  No obstante,  pudiera ser cualquier otra. El ser humano – sin distinción de credo, lejanía o color de la piel – está construido del mismo efervescente  catalizador tachonado de decepciones,  arbitrariedades, anhelos  y podredumbres.
 Y esto lo subraya cierto  personaje de la novela,   Kamal el Fouli, un político camaleón, reflejo de la realidad en una nación corrompida y depravada  como puede existir en cualquier  país:
“En cuanto tomas el poder – dice sarcásticamente -   la gente se humilla ante ti y puedes hacer con ellos lo que te venga en gana”.
Un inmueble – Yacobián -  se convierte en un cosmos consumado de fogosidades, amores recónditos, libertinajes, resentimientos, afectos, bajezas, abusos desmedidos y anhelantes esperanzas.
La misma  existencia humana  ofreciendo sus intricados aspavientos.