El 3 de febrero del presente año 2020, falleció George Steiner, uno de los
pensadores más desprendidos, penetrante humanista y filólogo reconocido, cuyos
textos ayudaron a encauzar el deslumbrador arte de comprender los matices de la existencia, y a nosotros en lo particular, a tener una cierta idea de Europa.
Conocimos al
autor de “Errata, el examen de una vida” en Oviedo, al recibir el Premio
Príncipe de Asturias en Comunicación y Humanidades, y siendo allí en donde le
escuchamos explicar que, “bajo las
circunstancias actuales, algunos problemas son más grandes que nuestros
cerebros.” Dicho por él, nos
condesciende asumirlo sin la menor indecisión.
Esa expresión incrustada en la noción
objetiva, nos exige preguntas
encaminadas hacia las leyes de la existencia, tema que con tanta grandeza ayudó a conocer
John Hodgdon Bradley en su libro “El desfile de la vida” - publicado en Argentina en 1945 - y a la par,
los apoyos de Stephen
Hawking con “Breves
respuestas a las grandes preguntas”; otro de Amin Maalouf en “Naufragio
de las civilizaciones”, y Eduardo Punset situándonos
“Cara a cara con la vida, la mente y el Universo”.
Debido a Steiner, sabemos que desde los tiempos de las cavernas los humanos solamente aprendimos a enterrar a
nuestros muertos, añadiendo a ese entorno una angustia doliente: “La
certeza de que no hay otra existencia
tras la muerte”.
Él quizás
podrá saberlo ahora tras haber cruzado
el umbral del tiempo imperecedero.
A partir de los
dibujos en la cueva de Altamira, o "El arte de la guerra" del
maestro Sun Tzu, hasta llegar a la revolución del lenguaje y el sentido de la
literatura, parece haber pasado una eternidad, aunque solamente el período
necesario para ir de la quijada de asno al desmembrar el átomo.
Aún así, y al
ser todo un enigma, deberíamos estar preparados para un traslado acompañado de
un nuevo Dante, con la grandiosidad de ver y escuchar, en un lenguaje
conmovedor, el renacer de una nueva existencia
desde el principio del tiempo ido.
Siempre la
humanidad ha estado asustada, al ignorar cómo empezó la vida, dónde, ni exactamente cuándo.
Creamos
poesía, música, prosa, el amor excelso,
alabamos al Creador, levantamos cohetes a la oscuridad del espacio y clonamos
seres vivos; glorificamos las Pirámides,
el Partenón y el Faro de Alejandría; moldeamos en mármol “La Venus de Milo” y,
en un toque de inspiración sublime, nacieron
“El Paraíso perdido”, “Hojas de
hierba” y la partitura “El himno a la
alegría".
Y aunque aún no hemos aprendido a formar un
valor en donde imperase el respeto a la existencia, eso
quizás llegará.
La
inteligencia, y lo dice Steiner en
“Extraterritorial”, es un ardor que se
escapa de las barreras de la definición, y aún así lo seguimos indagando para mejorar
nuestras humanidades.
Se conoce bien
la potencialidad del cada ser, ese pretérito enfrentamiento contra los
elementos y los quebrantamientos del espíritu,
recordándosenos, aún en las peores circunstancias, que los valores eternos nos hacen levantarnos
sobre nuestros propios errores y mirar
el horizonte reparador con extraordinaria esperanza.
Somos ideas.
El ímpetu es un ardor que se escapa de las barreras de la definición. Y
ahí se hallaba Steiner para recordarnos
que los acaecimientos, siendo más
grandes que los sentidos, poseemos la certeza de que nuestro raciocinio
sabrá abrirse su propio
camino.
No hay vuelta de ruta y quizás conforte saberlo, ya que siendo así, y siguiendo la senda contra los quebrantamientos
de las dudas perdurables, la presencia
humana, mientras siga pisando la tierra, será una dádiva prodigiosa.