El maestro José Antonio Abreu Anselmi con el genial Gustavo Dudamel
Cada primero de enero, igual a un rito hierático, escucho con delicia por televisión el Concierto de Fin de Año en Viena. Esta vez no podía ser distinto. Y allí estuve, ante la pequeña pantalla que ya es el otro ojo vivencial del ser humano.
Al final, con el público de la Sala Dorada del
Musikverein, palmeo los compases de la
tradicional “Marcha Radetzky” en la batuta
del letón Andris Nelsons. Este año hubo un detalle: desapareció la
huella del compositor nazi Leopold Weninger. La partitura es de Johann Baptist Strauss,
padre.
Es sabido:
el poder de la música es mover los hilos sensibles del alma.
De Mozart a
Giuseppe Verdi, y de éste a Richard Wagner, Puccini, Strauss,
Albéniz, o en la cercanía inmediata a
John Adams, hay un río interminable de sonidos melodiosos que, al decir de
Jean-Philippe Rameau, “hablan el lenguaje del corazón”.
Esa sensación del aliento musical se acrecentó
en el maestro José Antonio Abreu Anselmi,
con el proyecto centrado en la Orquesta
Nacional Juvenil y el Sistema Nacional de Orquestas Sinfónicas Juveniles,
Infantiles y Pre-Infantiles, un tejido que no tuvo en ese tiempo parangón en
ningún lugar de América Latina y tal vez del mundo, al ser una explosión afectiva
que germinó con fuerza inaudita en la niñez más desamparada y abandonada en la heredad
de Simón Bolívar.
Al estar prácticamente
mi persona exilada de Venezuela desde hace unos siete años, poco sé actualmente
de los caminos que ha tomado la Fundación. Fallecido el maestro Abreu y fuera del
país el genial Gustavo Dudamel - máximos exponentes de la esencia musical - el Sistema, ante la gravísima situación
económica y el exilio de tantos jóvenes, se halla resquebrajado y minimizado,
esperando, en algún momento, quizás, renacer de nuevo.
Esa admirable actitud melodiosa germinada hace
cuatro décadas, se convirtió en pasmo universal y ejemplo a seguir en los cuatro
puntos cardinales del planeta, al ser un
método sin parangón, sencillo y a
la vez arduo. Se trató desde el principio de arrancar, con el apoyo de los instrumentos
musicales, el resuello rebelde de la juventud y la niñez abandonada de las garras de la violencia, la droga y la
cruel indiferencia de la apática
sociedad.
Con el trascurrir del tiempo, y tras una labor
intensamente trabajada de enseñanza
sobre el pentagrama de una partitura, un día esplendoroso en el Teatro Teresa
Carreño, escuchamos asombrados y
perplejos, la “Resurrección” de Gustav
Mahler.
Esa tarde sentimos que la exaltación musical no solamente glorifica la figura de una idea ya germinada en la mente del maestro Abreu, sino la portentosa
fidelidad de un hombre excepcional
ante los sempiternos valores de la vida convertidos en asombrosos
sonidos armoniosos.
De todos esos laureles sembrados en medio
planeta con el Sistema Nacional de
Orquestas, nos viene a la memoria una tarde sentado en la platea más elevada del Teatro Campoamor, en la
vetusta ciudad de Oviedo, lugar en que
los amantes asturianos de la ópera
escuchan las obras maestras. Allí vivimos
un momento inolvidable de regocijo como
pocas veces – por no añadir ninguna- tuvimos la dicha de valorar.
Uno perpetúa de numerosas maneras los instantes
impresionables gozados, y solamente un preciso momento bebido hasta el último
sorbo, nos muestra que fue la fulminación más sombrosa
que hemos podido gozar.
Brilló igual a una sinfonía luminaria sobre el mar Caribe tras una tormenta tropical de rayos y amplios
truenos, dejando en el ambiente del teatro ovetense un saborcillo de joropo amoroso anegado de ron.
He tenido
tardes de octubre inenarrables en el Campoamor, en los momentos de la ceremonia
de los “Premios Príncipe de Asturias” – ahora “Princesa”, por Leonor, la
primogénita de los reyes españoles - , y
entre todas se alzó el acto cuando el maestro José Antonio Abreu,
acompañado de varios niños, símbolo inequívoco del maravilloso trabajo
sembrado, recibía de manos del Príncipe de Felipe el bien merecido galardón de
las Artes 2008.
Abreu rompió con los esquemas tradicionales de la
enseñanza musical, le colocó una base social humanística con los niños y niñas de las barriadas
caraqueñas y del interior del país, los más abandonados de toda esperanza, y
hoy el sistema ha sido adoptado por diversos países.
En julio de 2004, tras un encuentro de Sir Simon
Rattle con la juventud musical venezolana, el reconocido maestro le dijo al
país criollo: “Para ustedes es normal tener estos grandes talentos, pero para
nosotros es impactante. Venezuela es el sitio donde está resucitando la música
para la humanidad. Aquí tienen la posibilidad de explotar el significado de las
cosas más sencillas, poder dar el máximo, todo lo mejor posible para crecer.
Este es el regalo más grande”.
Esas palabras las hemos vuelto a sentir escuchando el
día primero de enero el gran concierto
de Viena.
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