Partiendo de Punta Arena, lugar en que la bruma se hace espesa, hasta Arica, tierra apretada al desierto de Atacama, y subiendo al altiplano que ofrece al viajero nanas de nieve, pasando por Temuco, el reluciente Valparaíso y la maravilla que es la ciudad de Santiago, han sido poetas los baquianos que marcaron nuestra querencia a esa tierra rasgada durante varias semanas a razón de extensas protestas, las mismas que asolaron Bolivia haciendo dimitir al presidente Evo Morales, y tienen a Venezuela bajo una represión social denigrante.
Puedo
decir que conocí la ternura con los poetas chilenos. Carlos Acuña me ofreció el
primer ramo de albahaca; René Ojeda abrió una escuela pequeña dentro de mi
corazón, un aula transparente donde sólo
se aprendía a sumar sonrisas y a dibujar
el nombre cristalino de la amada ida.
Después
llegaron Salvador Reyes con
mástiles sonoros en puertos cubiertos de
nostalgias y vino macerado; Alberto
Rojas Jiménez entre los pedazos
de una canción de Daniel de la Vega,
mientras Violeta Parra tejía, con sus manos de campesina araucana, estrofas empujadas con un “run run
que se fue pa´l norte”.
Más
tarde Pablo, el recordado de Isla Negra, recorrió como el céfiro de aquellos
roquedales cara a la furia del Pacifico - que jamás fue sereno, ni claro, ni azul, ni
encendido - , toda la gama de la lírica moderna.
En
su primera etapa juvenil – “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”
- nos devolvió el húmedo sendero del melancolía, y en “Veinte
poemas de amor y una canción desesperada” nos legó el libro que casi hunde toda
la poesía amorosa europea, desde los romances anónimos del siglo XV, pasando
por los resquemores apasionados de Jorge Manrique, Juan de Encina, Baltasar del
Alcázar, Lope de Vega, hasta varar en las “Nanas de la cebolla” o en las faldas
de aquella casada cariñosamente infiel de García Lorca, que todos en algún
momento, cubiertos en barro, nos hemos llevado al río de la pasión desatada.
Neruda
– Neptalí Ricardo Reyes – martirizó,
igual a metal bruñido, cada uno de los resortes de mis vivencias
para que comprendiera más y mejor su tierra de cobre. Y así penetré en el Chile de “La Araucana ” de Alonso de
Ercilla, viendo a un anciano Caupolicán llorar sangre.
Hoy
le digo a Chile - a partir nuestro exilio venezolano en las costas
valencianas del Mediterráneo -, que no desespere:
emergerá de esa vaguada política igual que hizo
siempre cuando se enturbiaban los céfiros impetuosos
subiendo de los batientes enfurecidos de Río Grande.
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