Con el ir de los años y un poco más de sosiego sobre la propia vida, leemos libros como si intentáramos recuperar el tiempo perdido.
Si bien no recordamos haber dejado de avizorar
un libro comenzando en la infancia, es ahora
cuando conscientemente nos vamos dando cuenta de lo poco sabido. La clásica
frase de Sócrates: “Solo sé que no sé nada; pero procuro saber un poco más”,
tiene en nosotros una realidad certera.
En
una noche cercana - poseemos dos bellas
ediciones de la Colección Austral - volvimos a introducirnos en las hojas de
“La vida de las termes”, ese sorprendente tomo – pasmoso por su actualidad
aún habiendo sido escrito a principios
del siglo pasado - cuyo autor es Mauricio Maeterlinck, el creador de la obra –
obtuvo el Premio Nobel de Literatura en
1911- “L´Oiseau Bleu” (El pájaro
azul).
Del escritor belga nacido en Gante, ya conocíamos en esa misma estructura
“La vida de las hormigas” y “La vida de las abejas”, trabajos de una
naturalidad admirable, comparable a la de cualquier experimentado entomólogo.
Boot
de Condillac, filósofo francés, creador de la escuela sensualista, decía
que “el secreto del escritor está en
saber comprender la armonía”.
Y
en eso pensamos repasando al poco conocido autor ruso Tchinguiz Aitmatov.
Cuando
el invierno era inclemente en las heladas
tierras de los kirguises - el grupo de los turcos mongoles dedicados a
la vida pastoril en la Kirguizia – escribió un
texto corto llamado “Yamilia”, comparable a nuestro parecer con “El prado de Bezhin” o “Kasian, el de las
tierras bellas”, refulgentes cuentos de Iván Turguéniev.
La
obra es la lucha de un amor, una familia y una tierra. Asimismo un poco de
ganado y unas duras tareas agrícolas. Es decir, el camino de la difícil felicidad
humana en los tiempos del Soviet.
En esa época Rusia iba desde los Cárpatos a
los Urales con su tundra repleta de duros pinos, fértiles llanuras hacia el Sur
abrazando los campos semidesérticos con hombres y animales famélicos.
Cuando se alzó el Estado comunista - siendo olvidando el humano de sangre y
huesos -, había comenzado en cierta forma el
desmoronamiento del país, aún quedando a tras las dolorosas luchas entre los boyardos, los
mujik y los siervos.
En
la actualidad los turistas llegados a las ciudades rusas poco sabrán de Yamilia,
Aimatov y quizás sí algo de Iván Turguéniev, Borís Pasternak, Mijaíl Bulgákov,
Anna Ajmátova, Marina Tsvietáieva e Isaak Bábel. Es decir, de aquellas penalidades insondables. Lo enunció
la admirable Ajmátova autora de “Poema
sin héroe”: “Yo he estado siempre con mi pueblo, donde mi pueblo estaba siempre
por desgracia”.
En
esos instantes el amor de Yamilia, igual al de
Antígona - símbolo inequívoco de la mujer hostigada – se alza entre
abedules helados.
Es permisible – y Mauricio Maeterlinck lo cree - que las comejeneras, las ciudades de los
termes, tengan mucho que enseñar a la
raza humana.
Mientras,
hasta que eso llegue, intentemos seguir leyendo libros.
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