domingo, 26 de febrero de 2012

Labrantios verdosos

Monte Sinai
Península del Sinaí







  Lo canta el juglar, y uno va recogiendo la tonada con el arado ineludible atado a la tierra-madre: “Camino de la tarde ya no va nadie, sino polvo y arena que  lleva  el aire”.

Y en ese ritual lánguido, vamos abriendo labrantíos verdosos. Hace añales, mirando estos campos astures del alma, despidiéndonos de ellos, nos volvimos mojón solitario, árbol sin raíces en la comisura de la piel humedecida. Comenzaba el éxodo y tal vez el llanto, pero esto último lo supimos tras un largo espacio de tiempo  en la otra orilla del mar océano.

En el trajín de los saludos, las evocaciones y un  paseo a la majada añorada, la cita impostergable con la lectura ayudaría a templar emociones y  refrescar el espíritu.

Amos Oz es el autor de una obra hondamente personal  y de calidad  literaria portentosa. Nació en Israel, heredad en la  que permanentemente vive, habiendo escrito sus primeras páginas en un kibbutz - “Las tierras del chacal” -  en el que pasó varios años, mientras   pernocta  ahora en las eriales desnudeces de Arad, península del Sinaí.

Comprometido intelectualmente con el proceso de paz de  Oriente Próximo, es la voz de muchos en esos roquedales de zozobra y desaliento.

riente Oo

 El sionismo es un fin. Eso creo entender en “Una historia de amor y oscuridad”, que me acompaña entre las espadañas, los avellanos y el robledal de la orilla del río Ceares en ese Gijón natal nada encariñado con mi expatriación casi perpetua.

Examino que cuando un pueblo asume una alianza con Dios e inquebrantablemente va al encuentro de la Tierra Prometida, aún estando dentro de ella como los pedruscos desparramados del antiguo templo, la realidad asume ribetes de odisea o epopeya  homérica. Acaso también  - y lo doy como un hecho - dolencia ceñida a la piel.

Estas páginas autobiográficas invitan a  mirar la esencia de una familia mientras se oye el eco de sus voces taladradas y tan cerca de nosotros,  como si respiraran a nuestro lado, y así se le escucha decir a la abuela, cual si estuviera  mirando al trasluz de la ventana:

“Si ya no te quedan más  lágrimas, no llores. Ríe”.

Analizando esa portentosa literatura, nos acordamos de algunas escenas de nuestra propia niñez. Veo el mantel de cuadros verdes y azules sobre el suelo, el flan requemado, la ensalada repleta de color. Contemplo a  madre. Hablo, llorisqueo  o le quiero quitar un caballo de cartón a mi hermano más pequeño.

Lo mismo hace  Amos Oz, con la diferencia de  poner en ello  un afán perdurable con el único deseo de que el olvido no forme nido en la trastienda del alma.

Las  piedras en Israel son tiempo congelado. Uno siembra una simiente y, al escarbar,  se tropieza con capiteles, perfiles romanos, ánforas griegas, espadas de cruzados, monolitos inmensos, jarras con nombres y fechas. Hay más ruinas que tierra, por eso los frutos en los árboles tienen sabor a sándalo, incienso, humo de hierba, olores paganos, canela y mirra quemada a los pies del Arca de la Alianza.

Esa es la razón de que cada día – siempre al atardecer -   el judío redima el predio de sus mayores, al saber que  los surcos son el yugo primario entre él y Yahvé. 

Entorno los ojos increpados por el sol cansino de la tarde remontada en la atalaya de Somió. Creo estar  - arcano inalcanzable de la mente efervescente - a las puertas de las murallas  de Jerusalén subiendo hacia el Monte de los Olivos.  Una luna grande, de majada, se posa sobre la ciudad y su luz parece traspasar la sorprendente Cúpula de la Roca.

Esa, y no otra alucinación,  es el portento de la humana  literatura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario