sábado, 10 de marzo de 2012

Gabo



Gabriel García Márquez


Gabriel García Márquez llegó a esa edad en que la perennidad se puede acariciar con las manos, imaginar un nirvana nuevo, y sentarse a la diestra de Dios padre a contarle el fundamento del pasmoso realismo mágico, cuando el hacedor del Cosmos, a la hora nona de la creación, se había quedado adormecido.

Estos días Gabo ha cruzado el epicentro de los 85 años, un lapso hecho para la hipocondría herética, pero en él tornado presente esplendido. Lo había dicho su amigo Arturo Uslar Pietri un día en La Alta Florida caraqueña, cuando el autor de “Las lanzas coloradas” cruzó con creces el umbral del tiempo inmemorial:

“Uno no es joven ni viejo, se vive”.

No hay otra verdad más espaciosa cuando de la existencia humana se trata.

García Márquez posee un don prodigioso. Una anochecida, ya remota, en una tasca putera de Barranquilla discutió con su propio alter ego y decidió que su imaginación luciferina (así la retrataría Mario Vargas Llosa) impregnada de puñeteras mentiras y fabulosas irrealidades, sería –a partes iguales - compartida entre él y los excluidos de la tierra que no poseyeran una entelequia que ayudara a desnucar la soledad, los turbiones del alma y el deshielo de los amoríos tempranos en los pastizales de la ciénaga caribeña.

En Bahía de Todos los Santos, terrenal oceánico en el que germinó la irradiación del realismo mágico, el sumo sacerdote de esa religión de árboles creciendo en el aire y mujeres pariendo en cuencos con agua de coco, Jorge Amado -pelo blanco, juntura de babalao-, solía decir al socaire de una taza de café boca abajo, tabaco negro bañado en ron, que si un escritor nace sin el “don” poco valdría esforzarse.

Lo portentoso se siente, relumbra, parpadea y habla en las páginas de Gabo, pero aún así él dice: “No hay una sola línea en ninguno de mis libros que no tenga su origen en un hecho real”. Y cuenta como después de leer “La metamorfosis” de Kafka, gritó fascinado como un poseído:

“¡Carajo! Pero si así hablaba mi abuela Tranquilina Iguarán”.

Y ahí, en Tranquilina, está la mujer, todas las mujeres que han acompañado al costeño y lo han sostenido entre lo imaginario y lo simbólico.

“Cien años de Soledad” es el libro mitológico; “El amor en los tiempos del cólera”, la continuación del primero por otros vericuetos; éste guarda el sabor de la innata literatura y en sus páginas los personajes poseen, si eso cabe, más consistencia propia que los de Macondo.

Y así en el río Magdalena, en cuyos ribazos Simón Bolívar encontró el finito de su lucha y cuyas aguas suben y bajan a la vez, García Márquez clavó un amor como ningún Buendía, con mil años y más sobre la piel cobriza viviera, podría superar.

Fue tan humana esa querencia, que uno, como lector, la acariciaba y salía con la mano cubierta de un sudor calenturiento y húmedo: la sinrazón amorosa sostén primogénito de esa fogosidad, única e imperecedera al trasluz de Fermina Daza.


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