sábado, 25 de febrero de 2012

Smara, ciudad santa





Smara, la ciudad saharaui

El desierto - y el lector de estas columnas lo sabe - formó parte ineludible de mi existencia durante años. Estoy construido de motas de arena, de esa inmensidad que nos ha  moldeado el  carácter, y aunque taciturno, creo ser ahora un poco más tolerante.

 Si cierro los ojos, vuelvo a estar en el Sahara mirando las tierras ocres y resecas  del Atlas. Otra vez el siroco y yo cara a cara. Igual a tantas mañanas límpidas, hablaremos de nuestras cuitas,  de los anhelos dejados en el suelo de la jaima, tienda de piel de camello o cabra, en un recodo del río seco, donde las gacelas, a la caída de la tarde, buscarán la frescura  de las primeras brumas de la noche.

  Ese olor sutil a té verde lo conozco; hasta mi espíritu está impregnado de él. Los años transcurridos no han hecho mella en el olvido, pues como Paul Bowles, amasador de sensaciones en Tánger, yo tampoco me he considerado jamás un excursionista.

El autor de “El cielo protector”  decía que “mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto al otro de la tierra”.

  Esto solía suceder también hace ciclos distantes con los amores de verano, cortos  y duraderos en el recuerdo. En “Cuadernos del Norte” lo matiza Marguerite Yourcenar: “Todo lo que veo me parece un reflejo, todo lo que oigo un lejano eco, y mi alma busca la fuente maravillosa, pues tiene sed de agua pura”.

  Hablaba también de cómo pasan los siglos y el mundo se deteriora, y aún así,  su alma seguía siendo joven; vela entre las estrellas  en la noche de los tiempos.

  Más adelante, sobre un poema  de Juana de Vietinghoff, nos agitamos: “¿Por qué hacer de la vida un deber cuando puede ser una sonrisa?”. No lo será nunca sin el sufrimiento alado en un costado de la piel macerada.  El dolor  es bisagra del mohín jubiloso. Sin uno no existe el otro.

  Pienso en eso y observo en la lejanía del recuerdo la gran cordillera berebere, y sé que he estado allí otras veces; era joven, todo un río desbocado corriendo locamente por las venas y nada parecía que pudiera tener fin. Ahora,  más de media vida después, observo los pliegues de esa montaña con los mismos ojos, aunque parece distinta y ennegrecida.

Ella, Fátima, está igual; yo, cansado. Las esperanzas, antaño efervescentes, son ahora un hilillo tenue que apenas ayuda para ir avanzando, y lo único que ya une a la impresionante mole, es esa vaga sensación de que a  ninguno de los dos  envuelve la  prisa. A eso se le llama vejez; en alguna parte, en otros lugares fuera del Sahara, dolencia interior. Mi boca pronuncia una sola encendida palabra: “Estoy adolorido, pero  he vivido”.

Ahora, igual a esos seres cerúleos de las dunas, volveré a tocar la arena vagamente, sintiendo la misma sensación que  cuando  a la sombra de las murallas de la ciudad santa de Smara, tumbado sobre los surcos, intentaba  conocer el arcano de las estrellas.

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