El poeta de
las tierras apretadas a un río Duero con sauces y salgueras en sus orillas, era el
primero en anunciar la primavera en aquella apaciguada Soria barbacana en
la que Antonio Machado enterrara, cerca
del olmo agrietado “y en su mitad podrido”, a su esposa-niña Leonor:
“Yo vi en las
hojas temblando las frescas lluvias de abril…”.
Al costado del mar Caribe del que levantamos
velas a hincarnos en el Mediterráneo, el nicaragüense Rubén Darío - de quien
Jorge Luis Borges dijo que lo había
renovado todo: la materia, el vocabulario, la métrica y la sensibilidad de
ciertas palabras - fraguó una canción de otoño en primavera deseando llorar sin
poder hacerlo. Quien haya bebido de ese
vaso hasta la última gota del estío
sabrá de qué añoranza estamos hablando.
Con la llega de
la primavera salieron las
bicicletas y aparecieron las oscuras golondrinas de Gustavo Adolfo Becquer susurrando aliases de enamorados.
Las muchachas
con pantaloncillos livianos levantan un
gorgoteo de risas conventuales en plazas y bulevares. El piropo o requiebro
volverá, aunque nunca se ha ido. Lloverá
de vez en cuando y habrá una humedad reposada
en los párpados amorosos salpicados de afinidades escondidas.
En nuestra
adolescencia nos envolvía la sembradura de las dudas. Escribíamos
con ahínco. Fueron gacetillas
amasadas en el ímpetu desgranado de un joven abriéndose a un incierto destino
en la redacción del desaparecido diario “Región”, en esa ciudad de Oviedo – tal
mía en la afinidad y ahora tan lejana - en que recibimos afectos a raudales.
La poesía no
era a la sazón un arte en el sentido de la palabra, sino un ramalazo, cierto
hervir interior, una forma de trasformar la saliva de las entrañas y amasar con
ella términos tan potentes como la
luminiscencia y las noches friccionadas en duermevelas.
Entremezclábamos efusiones sin pudor – éste vendría después y nos
destrozaría a rasguños – probándonos a nosotros mismos el entusiasmo
nonato de una telilla en la piel frágil. José
Hierro, el poeta de nuestros desahogos,
lo predijo:
“No fue jamás mejor aquello. / Esto de ahora es
doloroso; / pero el dolor nos hace hombres / y ya ninguno estamos solos. / Alto
fue el precio que pagamos: / miseria y llanto en los ojos, / nuestros mejores
años verdes / y nuestros sueños más hermosos.”
En las tierras bajas,
una copla de Rafael de León increpaba
a los celestinos ejidos:
“¿De dónde vienes tan tarde, / dime, di, de dónde vienes? / ¡Vengo de ver
unos ojos verdes, como el trigo verde!”.
Con estos y más versos nos apoyábamos en los primeros escarceos aquerénciales. No
era nada nuevo y lo supimos, como cualquier hombre o mujer, al dar los
inevitables traspiés al encuentro de las
ternuras ansiadas.
Estamos a
punto de cumplir un puñado décadas de
existencia y, sin error, ha sido un
lapso sereno, si perpetuamos que Europa estaba
sufriendo el conflicto bélico más espantoso que recuerda el planeta, con
50 millones de muertos y un continente
destruido.
Fue una barbarie sin parangón, el principio de Apocalipsis que sigue latente; las
memorias de Stefan Zweig se arremolinaban en nosotros y, al recordarlas hoy, hieren.
Un proverbio
hindú señala: “La vejez comienza cuando el recuerdo es más fuerte que la
esperanza”. Esa certeza nos protege con las palabras de Arturo Uslar
Pietri: “Uno no es joven ni viejo: vive”, y aún así, empezamos a darnos cuenta la
inclinada edad que nos envuelve los años
La muerte es trivial y, sin embargo, el misterio que
comporta no está resuelto: mi propia muerte permanece única. La parca es tan
singular y personal como la vida misma,
y ahí se alza la ciencia, los descubrimientos
alucinantes.
Hace unos meses un laboratorio prolongó la duración
de vida a una mosca de la fruta. En lugar de existir sus normales 80 días, lo
hizo durante 110. Los profesionales genéticos exponen que
igualmente se puede hacer con la raza humana.
Eso es
bienhechor: nos circundarían más primaveras en nuestra alma y los primeros amoríos serían en la ensoñación
más prolongados… si antes pudiéramos borrar de la tierra las ojivas nucleares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario