Constantino Cavafis
La frase de Gustave Flaubert - Marguerite Yourcenar lo incluye como
metáfora en sus “Memorias de Adriano - : entre Cristo y Marco Aurelio, instante
en que el hombre estuvo solo y abandonado a su suerte, el único sortilegio
posible era agarrase a los meandros del
alma.
No son fielmente las palabras del autor de “Madame
Bovary”, cuya obra debería leerse aupada con el estudio que sobre ella hace
Vladimir Nabokov, y aún así son exactas.
La raza humana posee
una aprensión de nacimiento: la incomunicación.
¿Y quién la salva? Uno de los
remedios, si intentamos enfrentarnos a
ese infecundo momento, sería la lectura
y escritura. Debido a esos frutos germina en nosotros otro yo iluminado con el
que podemos ejercitar un diálogo que nos puede ayudar a sobrellevar el
retraimiento interior.
Leer… escribir, salir al encuentro de la vida con sus
amuletos esperanzadores.
Jorge Luis
Borges dejó dicho: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me
enorgullecen las que he leído.”
Hace años – era igual a un gorrión sin alas -
comencé a leer sin estar al tanto del poder de las palabras, y a emborronar
cuartillas, renglones reflejo de mis
alucinaciones íntimas. Era el tiempo en que la luminiscencia del anhelo ilusionado se reflejaba en mis ojos con la
fuerza de cristal de cuarzo sobre un paisaje de ensoñación: los prados inclinados
del cementerio de Ciares, en un Gijón
oscuro de la infancia tan palpable en el recuerdo.
Los primeros escritos, incautos, se perdieron
como tantas otras marabuntas. Más tarde
me deshacía de ellos avergonzado. Si de algo me jacto es del poco apego a mis cuartillas, aunque en alguna
parte, entre los dobleces de la piel, hay cicatrices vivenciales que si se
tocan, punzan.
Debemos
percibir los resortes de la existencia
deslizándose sin demasiados morrales
encima. Suelo sollozar a menudo. Más que lágrimas, es un vapor húmedo colgado en los ojos. Sucede ante el infortunio de toda persona, la
indigencia que tanto abunda o una escena de cariño tardío en alguna
envejecida película en blanco y negro marchito.
En este intervalo dejo de escribir y voy a
envolverme en las neblinas encubiertas bajo la piel. La noche es acogedora y
fresca, los ruidos se han disipado. Se está bien allí, con la ventana abierta. La
mente retoca formas, y en ellas, vislumbro
al emperador Adriano, en cuya biografía
novelada la autora de “Opus Nigrum” nos legó un aporte certero del discernimiento del poder político,
Al hombre
lo contemplo viejo, enmohecido. Enterró en la tarde el cuerpo joven de su amado
Antinoo, y llora como un niño asustado en la sombras. Su dolor se desnuda igual
a las hojas en el otoño y siento compasión al verlo afligido.
Recapacito
quejumbroso en lo que puede hacer una
mirada asceta en medio de las oscuridades
al fondo del ventanal. Uno, ser vulnerable,
termina convirtiendo los actos cotidianos en un murmullo, casi en monólogo interior, un
ir descorriendo las cortinas de nuestra pequeña vecindad intentando hallar un
resquicio de esperanza. Dante lo exclamó
siglos después: “Los que entráis aquí perded toda esperanza”. Era el pórtico
del averno y tardamos en saberlo cuando ya era demasiado tarde.
Constantino
Cavafis, el poeta ambulante en “El cuarteto de Alejandría”, lo dijo con sentimiento
helénico: “Un monótono día sigue a otro / idénticamente monótono. Las mismas
cosas / nos ocurrirán una y otra vez, / los mismos momentos van y vienen.”
La noche huele a mazorcas húmedas y hay resortes
adoloridos sobre las manos y en las tapas de los libros que reposan sobre el
tálamo. Es hora de retornar al
obligado duermevela.
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