![gold menorah jerusalem.jpg](http://www.deisrael.com/modules/My_eGallery/gallery/Imagenes_de_Jeru.magenes_de_Jerusalem/thumb/gold%20menorah%20jerusalem.jpg)
En una página Wolfgang susurra: “¿Conoces el país donde florecen los limoneros? En oscuros ramajes las naranjas de oro centellean”.
La aeronave - galerón cruzando el aire brioso - a comenzando a tantear el asfalto entre cercanos huertos de viñedos y almendrales en flor.
Dejando el aeropuerto Ben Gurión, nos encaminamos a Tel Aviv zigzagueando las colinas de Judea. El hotel Dan Panorama es nuestro lugar de parada y fonda.
Una vez más volvemos a cruzar los fértiles ejidos sembrados de pueblecitos umbríos imbuidos de una parquedad mística, cuyo terruño incrusta el entramado místico de las tres principales religiones monoteístas.
El andariego, cristiano tradicional, siente de alguna forma que estos surcos, piedras y ramajes le pertenecen desde el mismo comienzo de la inmortalidad.
A lo lejos, se eleva la perenne Jerusalén seducida.
En el libro del Talmud, posterior al recopilado en Babilonia, y reunido en Cesarea, Tiberiades y Séforis - antigua capital romana de Galilea - se puede leer en idílico ardor humano:
“Diez medidas de belleza descendieron sobre el mundo; nueve recibió Jerusalén y una, el resto del planeta.
Diez medidas de dolor descendieron sobre el mundo; nueve recibió
Jerusalén y una, el resto del planeta”.
No es extraño que el síndrome de esa ciudad, tan universal como la luminiscencia y el viento, sea el soplo de una pasión germinada en millones de almas a través de los siglos, a partir del lejano día en que David lanza una piedra sobre la cabeza de Goliat, lo derriba, es nombrado rey, y comienza una historia apasionante de sublime locura, sufrimiento sin fin, ternura a raudales y evocación trágica.
Entrada la noche, en ese intervalo tornasolado e impreciso, cuando la metrópoli mil veces predestinada se cubre de un color policromado resaltante de su piedra caliza tan característica en los edificios, damos un corto paseo en solitario, y en esa placidez, ante un cielo limpio, sosegado, volvimos a enfrentarnos con el embrujo místico de una urbe que atrapa al agnóstico más indiferente.
En la revolcada maleta - compañera de expatriaciones - viene una guía de Israel y Palestina - antigua edición francesa - y un libro de George Steiner que, de tanto uso, sus páginas se han vuelto color ocre, sufre algunas hendiduras y pareciera que cualquier mal siroco las va a levantar de mi regazo para convertirlas en un remolino de hojas sueltas.
“Errata, examen de una vida”, nos ha dicho lo que sabemos del pueblo mosaico, ayudándonos a comprender lo paradójico de una raza cuya esperanza y resignación, es el vivencial enunciado de la existencia de un anhelo colectivo cuyo nombre es Yahvé, el Dios al que nuestra alma peregrina y desvalida, implora.
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