jueves, 19 de abril de 2012

Jerusalen

gold menorah jerusalem.jpg





En el avión, envuelto  en una sensación de  duermevela, leo – o intento hacerlo – “Poemas, poesía y verdad”,  los textos tal vez más amados de Goethe. La noche se ha ido disipando sobre el Mediterráneo y comienzan a divisarse las ocres costas  de Israel.

En una página Wolfgang susurra: “¿Conoces el país donde florecen los limoneros? En oscuros ramajes  las naranjas de oro centellean”.

La aeronave - galerón cruzando el aire brioso -   a  comenzando a tantear el asfalto entre cercanos    huertos de viñedos y almendrales  en flor.

Dejando el aeropuerto Ben Gurión,  nos encaminamos a Tel Aviv zigzagueando  las colinas de Judea.  El hotel Dan Panorama  es nuestro lugar de  parada y fonda.

Una vez más volvemos a cruzar los fértiles ejidos sembrados de pueblecitos  umbríos imbuidos de una parquedad mística, cuyo terruño  incrusta el entramado místico de las tres principales religiones monoteístas.

El andariego, cristiano tradicional, siente de alguna forma que estos surcos, piedras y ramajes le  pertenecen desde el mismo comienzo de la inmortalidad.

A lo lejos,  se eleva  la perenne Jerusalén seducida. 

En el  libro del Talmud, posterior al recopilado en Babilonia, y reunido en Cesarea, Tiberiades y Séforis - antigua capital romana de Galilea -  se puede leer en idílico ardor humano:

“Diez medidas de belleza descendieron sobre el mundo; nueve recibió Jerusalén y una, el resto del planeta.

Diez medidas de dolor descendieron sobre el mundo; nueve recibió

Jerusalén y una, el resto del planeta”.

No es extraño que el síndrome de esa ciudad, tan universal como la luminiscencia y el viento, sea el soplo de una pasión germinada en  millones de almas a través de los siglos, a partir del lejano día en que David lanza una piedra sobre la cabeza de Goliat, lo derriba, es nombrado rey, y comienza una historia apasionante de sublime  locura, sufrimiento sin fin, ternura a raudales y  evocación trágica.

Entrada la noche, en ese intervalo tornasolado e impreciso,   cuando la metrópoli mil veces predestinada se cubre de un color policromado resaltante de su piedra caliza tan característica en los edificios, damos un corto paseo en solitario, y en esa placidez, ante un cielo limpio, sosegado, volvimos a enfrentarnos con el embrujo místico de una urbe que atrapa al agnóstico más indiferente.

En la revolcada maleta -  compañera de expatriaciones -  viene una guía de Israel y Palestina -  antigua edición francesa -  y  un libro de George Steiner que, de tanto uso, sus páginas se han vuelto color ocre,  sufre algunas hendiduras y pareciera que cualquier mal siroco  las va a levantar de  mi regazo para convertirlas   en un remolino de hojas sueltas.

“Errata, examen de una vida”,  nos ha   dicho lo que sabemos del pueblo mosaico,  ayudándonos  a comprender lo paradójico de una raza cuya esperanza y resignación,  es el  vivencial enunciado de la existencia de un anhelo  colectivo cuyo nombre es Yahvé, el Dios al que  nuestra alma peregrina y  desvalida,  implora.

No hay comentarios:

Publicar un comentario