martes, 3 de abril de 2012

Bogotá


Plaza Bolívar


Santafé Bogotá  nació de una flor de araguaney  y un piélago azulino llamado Caribe.
Ubicada en la altiplanicie de los Andes colombianos, la fundó, en un arrebato de pasión,  Gonzalo Jiménez de Quesada, y  se parece a un vergel. Hasta el aire se  hace zalamero penetrando en las cicatrices del alma envuelta en tierra buena y húmeda.
Pasear entre las grandes avenidas, espaciosas calles, frondosos parques y desandar los barrios coloniales de la capital, es percatarse de cómo la metrópolis viene moldeando a  su gente para que sea amable, acogedora y cordial.
Con el “usted” siempre por delante, los colombianos han hecho de la cortesía costumbre,  de la amabilidad una forma de ser, y es que en Bogotá existe la posibilidad de sentarse a charlar con cualquiera, en cualquier parte, de cualquier cosa y decir como el poeta:
“Hoy tengo deseo de encontrarte en la calle / y que nos sentemos en un café a hablar largamente / de las cosas pequeñas de la vida.”
Recuerdo una mañana  diáfana, transparente, viendo pasar las horas en la Plaza Bolívar conocida antaño como la Mayor.
Allí se había fundado la ciudad y escenificado todo suceso que hoy es historia dinámica.
Algo esperaba el escribidor en  aquel rectángulo: ¿Un inaccesible amor? ¿Cierto sueño no encontrado? En esa espera leía a uno de los grandes poetas neogranadinos, Darío Jaramillo Agudelo, mientras la luz se filtraba paralela a los sentimientos:
 “Ese otro que también me habita /, acaso propietario, invasor quizás exilado en  este cuerpo / ajeno o de ambos... el melancólico y el inmotivadamente alegre, / ese otro, / también te ama”.
En esa plaza, igual a otras cubiertas hoy de bruma, comprobé que existe el  anhelo suficiente dentro de cada uno para hacer de la poesía un canto sembrado de afectos.
Deslicé así  mis letras computarizadas esperando un amanecer abrileño sobre la cuartilla blanca más nívea que otros días.
La urbe –  tan amada de Simón Bolívar -  sigue apostando, como una nueva Jerusalén, por la paz añorada,  definitiva,  sin miedos ni sangre desparramada.
A su vez uno  desearía  que  este país  tan sufrido, golpeado hasta el tuétano, despertara  de su adormecido letargo, y la vida  solamente fuera eso: vida reidora a raudales.

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