Abufera, Valencia
Algunos libros afines a nuestros afectos se hallan
sobre la rinconera que forma el tálamo en las noches languidecidas. Ahora hay
menos volúmenes, nos hemos ido deshaciendo de ellos. Comenzamos a deshilachar
los lazos que nos atan a las candelillas ambarinas del Caribe, mientras nos
acercamos a los arrecifes del Mediterráneo: la Ítaca ilusoria.
Será un apesadumbrado retorno.
Regresamos a restañar antiguas cicatrices, y esas
aguas marinas en las que Hércules levantó sus pilastras entre Gibraltar y
Ceuta, y Kavafi, Lawrence Durrell, James Joyce, Paul Bowles o Naguib Mahfuz
tañeron sonidos de caracolas y desnudaron sus propios espectros, tal vez nos
reciban sin reproches.
El mar de las civilizaciones, la filosofía y el
trigo, sin mareas briosas –únicamente cuando el viento de Levante se desmelena,
las costaneras retiemblan – seguirá en calma y envuelto en un añil de un
sombrío intenso.
En lo alto de esas crestas sazonadas vinieron a sus
playas de guijarros y arenisca, pueblos ceñidos a cántaros de miel, poesía
épica, melodías de Cartago y Creta, mientras los trovadores de Capri, en la
bahía napolitana, recogían azafrán en los lejanos campos de Trípoli y
Alejandría.
Hace mucho tiempo atrás, solíamos venir en las
tardes frescas a sentarnos a estas orillas. Éramos jóvenes, soñábamos a
espuertas y tocábamos la luminiscencia con nuestras manos para hacer
luciérnagas cegadoras. La esperanza anhelada se tejió entre las ramas de sus
erguidos pinares negros.
Retorno desde
estas costas caribeñas refulgentes a la playa levantina de las querencias
nuestras, y será como si la esencia de lo que aún soy integrara aquellos bajíos
de sargazos en historias alucinadas.
Entre las
dunas de El Saler, saltando juncales, nidos de ánades, y cercetas, uno supo que
las mujeres amadas renacen en los
últimos días de mayo y desaparecen a finales de agosto o en la primera semana
de septiembre, regresando, si en la piel
quedó prendido en último abrazo de la noche, cada primavera, cual los almendrales en flor.
Son los
ineludibles ciclos del amor, las adelfas cambiantes protegidas de Neptuno y
escondidas en los pechos de la fogosa
Minerva.
Ahora, en la otra playa del Mare
Nostrum, es verano: los olivares y
viñedos se aletargan hacia el ocre.
El calor
estruja el espíritu alicaído, y uno, hombre de secano, se aprieta a las
novias del poeta de “Marino en tierra”.
Cada una tenía cincelado el nombre en sus ojos celestes: Amaranta, Leontina, y
la más pequeña y jocosa, Sempiterna.
En la pronta partida no todo estará perdido, aún
conservamos una crátera minoica: llegó con nosotros a Isla Margarita durante la
primera larga escala. Ahora, envuelta en un paño andino, la custodia la historia refulgente del Caribe de Germán Arciniega, y “Troya”, la homérica obra de Gisbert Haefs. Dos joyas.
Una, refrescará los labios con ron macerado; la
otra, es un sendero perenne marcando los pasos de Ulises, Paris y Aquiles.
Tras cruzar el
Rubicón, ya no habrá regreso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario