domingo, 27 de mayo de 2012

Palabras hondas


Lorca

 Se ha dicho que Federico García Lorca es el riquísimo  bardo de la palabra hendida, y uno, andariego de surcos campestres y amanecidas antes del alba,  lo cree con la certeza sacra de una plegaria.

En el vocabulario del poeta granadino hay un  río  Darro de términos con  sabor a gemidos  montunos   hasta la borrachera, y ese sentimiento siempre le acompañó, hizo alcoba en su pecho. La Parca fue la más  fiel compañera del poeta:

“Adiós mi doncellita, / Rosa durmiente, / Tú vas para el amor / Y yo a la muerte.” “Cuando yo me muera, / entre los naranjos / y la hierbabuena”.

Con todo y tanto llanto apesadumbrado, Lorca es el muerto más vivo y rozagante de la poesía española del siglo XX. No hay más trovador que él, aunque a su lado, como sombra de secano, olmos agrietados, surcos dolientes, ríos sin agua, camina Machado (don Antonio), el patriarca de la voz curtida.

 El  autor de  “La casa de Bernarda Alba”, y ese ondulante “Diwán de Tamarit”, asumía un sentido de la convivencia tan grande y sincera como la de cualquier revolucionario de su época convulsiva. Y así, al alba, cerca del “torejil”, en compañía de un maestro y un torero cojo, murió en un barranco negro. Al escuchar los sonidos de los fusiles, la tierra y el asfalto se volvieron lagrimones de fuego.

Federico ha sido un torrente de vidas paralelas y todas apasionantes; ante eso, de los cien Lorca existentes, uno se ha quedado desde hace mucho tiempo con quien miraba la vega de Zujaira, con Sierra Nevada al fondo, y allí, entre el aire azul, está el hombre asustadizo ante un mundo cruel, desencajado, cercado en sombras que a él tanto miedo le daban, pero fue precisamente ahí, entre esas gamas de luz y penumbra, donde nacieron, haciéndose concreción creadora, los más hermosos poemas del  pasado siglo.

Esta última noche pasada finalizo – otra  de tantas veces -  de releer “Yerma”, el drama en la escena ennegrecida, preludio del drama de la subsistencia innegable.  Antes de cerrar el libro,  entorno los ojos y escucho,   al susurro de la hora blanca, unas bulerías en la voz  del sepultado  Enrique Morente, un cantaor como pocos,  que gana prestancia y solidez  con el paso del tiempo.

Salgo al balcón de la vereda con pequeñas bromelias, limoneros enanos, jade y sábila medicinal, a escuchar los versos de la pasión  abrasada al fondo de la vereda:

“Yo conozco muchachas que han temblado y que lloraban antes de entrar en la cama con sus maridos”.

El  nuevo día en esta  trocha soñolienta, guarda la brisa apretada de las cornisas y una esparcida heredad de arbustos mustios, adelfas tristes y almendras amargas.

El escribidor  asume la sensación de que el alma se va despidiendo del  mar Caribe, de un país doliente - agraciado como pocos -  llamado Venezuela, anunciando el regreso a la raíces  de la pomarada, el roble retorcido,  y el recuerdo perenne de la lejana infancia: los gorriones de casero vuelo correteando en el patio de la enclenque morada ancestral .

Tras años de expatriación,  uno ya no posee tierra propia, solamente dos orillas hechas de ramalazos y ausencias perennes.

Cuando llegue el momento, habrá  que aprender a vegetar de nuevo. Si es a la sombra de Federico o desandando los pasos del inmenso poeta que ha sido el ovetense Ángel González – “¿A qué llorar por el caído fruto,
por el fracaso de ese deseo hondo?” -
,  el retorno quizás tenga  un sabor menos agrio.

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