viernes, 20 de enero de 2012

Martillo y cincel




Valle asturiano

Lo bienhechor de la edad madura es que uno aprende a conocer los padecimientos del propio cuerpo y  los asume  con resignación.
“Es la vejez”, se dice, y el hecho se asimila estoicamente al ser la vida una cuota – quizás la más trascendental – la cual sufragamos ineludiblemente  ante la realidad   pasmosa de haber nacido.
George Steiner lo llamaría “nostalgia del absoluto”, mientras Marguerite Yourcenar, al observar  al médico  Zenón, alquimista del siglo XVI a punto de suicidarse en “Opus nigrum”, reconoce sin afectaciones que el tiempo es el sublime  escultor dedicado a moldear,   con martillo y cincel,   los meandros del espíritu.
Uno suele coexistir aprehendido, igual a  la hiedra en las sombrías  tapias, a un  pasado que, como a la misma existencia, también fenece.
 En la   niñez brumosa y  lejana, no había clases en la escuela los fines de semana, únicamente una sesión de festivos juegos  florales en el campo. 
Llegábamos a los prados y colinas serpenteando  una estrecha calzada salpicada de robles, encinas, castaños,  al encuentro de un  valle de pasto frondoso   guarnecido de altas espadañas.
Se escuchaba el  canto del mirlo, el cuco, la paloma torcaz y el sonido monótono de la cigarra. El muchachuelo de entonces, cual  cabrilla montuna, corría detrás de mariposas, saltamontes y gorriones de corto vuelo.
Al transcurrir el inevitable tiempo, la expiación acorrala nuestro ánimo y rumiamos los otoños idos. Y uno, al socaire de los versos del maestro-poeta Gabriel y Galán, exclama: “¿Somos los hombres de hoy aquellos niños de ayer?”
La subsistencia nos ha ido colocando  en el instante puntual algunas  ilusiones empavonadas de  querencias. Más tarde, a velocidad endemoniada, crecieron a su lado espinas, cardos, nostalgias y  malestares a espuertas.
Habiendo cruzado ya con creces  el  epicentro de la supervivencia y  comenzando a pesarnos el certero camino, solemos leer con avidez todo folleto sobre  la posibilidad de hacer frente a las enfermedades de los años, y al lado de los libros de cabecera en la repisa del tálamo, hay  cierto “Manual de Remedios Caseros”, anunciando de forma sugestiva, aunque falaz: “Más de 1.000 maneras de curarse uno mismo”.
Ignoro lo que diría  el alquimista helvético  Paracelso, pero él también dejó por un tiempo la medicina clásica, y comenzó a sacar de apiñadas vasijas de barro remedios de la sabiduría popular.
Algunos adiestramientos físicos, la alimentación adecuada  y una vida tranquila, aseguran la longevidad, aunque menos de lo que nos gustaría, pues al decir de la genética: “Nosotros no estamos intentando encontrar la fuente de la eterna juventud. Solo deseamos hallar la forma de  envejecer bien”.
Y  así, entre  reminiscencias infantiles y  sabores agrios  de una   madurez  ya cobijada en los tejidos del cuerpo, hemos hecho el único ejercicio que en verdad  sabemos realizar: rememorar  nuestro abismal pasado.

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