miércoles, 4 de enero de 2012

Dignidad moral



 
En las talegas mohínas  traídas del último viaje aletargado en ocasos  frente al mar de las ternuras furtivas, vinieron sueltas, igual a birlochas  en desbandada  a cuenta de un viento mortecino,  las palabras de Tzvetav Todorov, crítico literario, filósofo e  historiador.
Coincidiendo con esta hermosa aventura del pensamiento y la condición humana, oteábamos en el avión de regreso, azuzados por la turbulencia de una onda tropical, la conversación mantenida días antes y a raíz de la publicación de “El miedo a los bárbaros”, entre Todorov y el novelista Antonio Muñoz Molina, siempre él tan cauto y frágil con las palabras, los sentimientos y las ideas.
Leer el coloquio ha sido una complacencia, al abrirnos el académico andaluz el intelecto humanístico del experto en filología eslava, al que muchos reconocen como un “historiador de las ideas”, sin dejar de lado los estudios lingüísticos, en especial el campo de la Semiótica.
Molina fue llevando la charla, en el rincón anochecido de un pequeño restaurante madrileño, hacia los límites de la dignidad moral “y las posibilidades de la resistencia en las situaciones de máxima opresión”  cuando se va al encuentro del origen de cada injusticia, tan abundante en diversos escondrijos – o a plena luz del día -  en el  mundo de ahora mismo.
 Todorov, búlgaro nacionalizado francés, conoce la expatriación, ese deslinde tan común en nuestro tiempo,  al ser el tormento en pos de la búsqueda del imposible sueño  de hallar una  tierra donde vivir sin el envilecimiento de la dignidad.
Cuando la voz de Tzvetav resonó en la vetusta Europa, los desesperados de toda ayuda, cada extranjero sin papeles, los seres de memoria insegura y esperanzas truncadas, sintieron  salir de las entrañas propias  los aullidos de sus tribulaciones.
Es más: supieron en carne propia  que los otros, el vecino, al no parecerse a ellos, los consideraban una esencia inferior y merecían por ello ser tratados con desprecio.
Un hombre civilizado no lo es por haber cursado estudios o leído muchos libros. Sabemos bien que ciertos individuos de esas características fueron capaces de cometer actos de absoluta bestialidad. Ser civilizado simboliza  reconocer plenamente la sensibilidad humana de los otros, aunque tengan rostros y hábitos distintos a los nuestros; ponernos en su lugar y mirarnos a nosotros mismos como un reflejo de ellos.
La expatriación o exilio crea una ruptura difícil de explicar, es igual a un ahogo interior que los años no ayudan a amainar, y en cierta forma moldea como mascarón de proa, surcos hendidos a la desesperanza  más desgarrada.
 En medio de este sentimiento patético que nos envuelve, intentaremos conseguir hierbas de silfión, la planta curativa de la antigüedad que cicatrizaba, más allá de la perennidad, las aflicciones bíblicas  de los menesterosos más abandonados de la tierra.
Alguien, con angustia, ha dicho que el dolor del  desterrado son esquelas hirientes escritas  durante largos años.

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