Son sistemáticas, al formar parte de la tramoya embaucadora, las escenas punzantes que las dictaduras -en esta ocasión específica, la venezolana de Hugo Chávez- ensamblan como principio amoral para justificarse ante las páginas de la historia.
El tiempo es a la vez circular e inamovible. Van a cumplirse nueve años del 11 de abril 2002, y de la mascarada subversiva montada ese día aciago en las calles de Caracas, nadie sabe con certeza lo acaecido.
Hay mil historias diversas, cada una más estrambótica, rodando por pueblos y ciudades de Venezuela, pero una sola es verdadera y no está precisamente en el Palacio de Miraflores, aposento del Máximo Líder de todo este tinglado enmarcado en una entelequia irracional llamada “Socialismo del Siglo XXI”, que más se parece a una copia del “Libro Verde” de Gadafi, que a los lineamientos del caduco marxismo científico.
La verdad es hija del tiempo, no de los espadones de turno. Hubo muertos a bocajarro al comienzo de la intentona armada, y ahora, mientras los verdugos del oficialismo se pavonean recubiertos de lisonjas sobre las calles de Venezuela, un puñado de subyugados acusados de masacrar al aire viciado de ese día sin pruebas ni razones, se pudren en las cárceles.
En un Gobierno con poderes dictatoriales cuyos jueces él mismo Presidente nombra, las sentencias siempre son a su favor con razón o sin ella.
El futuro político del país caribeño es la uniformidad, el pensamiento único del chavismo. Las neuronas se tornaron color bermellón, y los medios de comunicación independientes, si desean continuar en el laberinto de la sociedad imperante, deberán aceptar las directrices del Estado alevoso.
Parte del amplio espectro de radio, televisión y prensa, lo ocupan los apegados al sistema. Yuxtapuesto a Venezolana de Televisión - voz del Comandante en Jefe - el régimen fiscaliza férreamente el éter y las blandas hojas de los diarios.
Los medios informativos que intentar volar a ras de tierra tienen plomo en las alas.
Venezuela, el terruño de afanes y congojas, se halla inmersa en una insondable oscuridad. Los valores de la democracia están triturados y lanzados al foso de la ignominia. No habrá más que una sola frecuencia de onda, un esquema ideológico central al servicio del autócrata que el pueblo de Simón Bolívar, Francisco de Mirando, Andrés Bello y Rómulo Gallegos, creyendo en quiméricas promesas, favoreció en las urnas.
Cada día que trascurre, la nación bolivariana se está acercando más a la destemplanza y los lamentos.
Las personas de buena y noble fe, creyentes aún de esa lobreguez venida de los crepúsculos más negruzcos, se van desencantando cada vez más, al estar frente a un poder irresoluto presidido por un militar con dotes de mago suburbano, y cuyo don pasmoso se sostiene a recuento de la soldadesca, la corrupción sin límites, las falsas promesas y el control férreo de las estructuras del Estado.
Existe poca o ninguna nobleza en esta caterva de personajillos que han llegado al poder con los pensamientos descompuestos y una sed de aborrecimiento monstruoso asentado en la lucha de clases.
En otra hora tan menguada quizás como esta, en la otra orilla del océano ignoto, Manuel Azaña expresó bajo la luz cenicienta de un Madrid republicano: “La libertad necesaria no hace felices a los hombres; los hace, sencillamente, hombres”.
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