A esa muchacha que a la caída de la tarde se hace palomilla en la travesía de la Escandalera, le hemos ido hilvanando su vivencia interior, pues siendo tan niña, y al verla cual cervatillo asustadizo, apetece beber del dulce aguamiel de su alma.
En la Grecia tramontana, entre las blancas casas de la isla de Creta, sería una vestal, rosa virginal del fuego coronada de guindas y bebiendo el suave vino de Chipre frente al mar, entre los brazos de Cupido.
Pero aquí, en la ciudad vetusta, la vida le hizo una mala jugada, y en lugar de la despierta Deyanira, se trocó en un personaje ardiente de las noches cenicientas. Si hubiera nacido en tiempos de Cydno, en Mytilene, lugar del rocío de los mortales, sería la preferida de Cloe, la neófita.
Si cuenta con veinte primaveras, es mucho. Cuando suspira, y lo hace a escondidas apoyada a la figura colosal de Fernando Botero, creemos ver en su mirada un tinte color ceniza. La observo sumida en gemidos y presiento un alma más sola que los desencajados arbolitos que intentan crecer, en la cercana Plaza Polier, apretados al corsé de cemento o las maletas de Eduardo Úrculo.
(Toda maleta termina siendo la propia cutícula del viajero. De tanto hacerla y deshacerla, se convierte en un pedazo más de nuestro propio yo.)
Ya expresado el paréntesis, si pudiera, con mirra de Egipto, miel de Trujillo y azafrán de la baja Andalucía, cubriría la desnudez de la joven ceñida de aislamiento.
Alguna vez, haciendo añicos la timidez de los años, me acerco a colocarle alas a su sonrisa cansada, a romper con mi presencia ese quejido sin aliento:
“No escuches, niña, lo que la gente te dice, / que soy viejo y no soy para ti buena pareja; / ven, que todo es mentira, no dejes que se burlen, / hay un tibio amanecer digno de un mediodía”.
El poema, escrito sobre un pergamino de piel de cabra entre olivos y almendros, en lengua chipriota griega, si lo escucháramos en su resonancia original, sabríamos cómo Liasidis buscó el amor durante toda su vida por las apretujadas calles de Salónica y, el día que lo halló, comenzaron a amortajar su cuerpo con sábanas de lino y aceites de Esmirna.
La mozuela no sabrá de esa leyenda; su mundo es el requiebro de un beso furtivo, la sombra de un cuartucho de hotel donde esconde las fantasías, desnuda el cuerpo y deja sus ojos clavados en el techo desconchado de la habitación, lugar en que el olor a lavanda impregna las sábanas y rezuma en la piel de su acompañante de ocasión, de quien ignora su nombre y en ningún momento mirará a los ojos.
En esa hora ovetense tan cenicienta, hay en el aire un repiqueteo de campanas venidas de la alta aguja de la catedral, acompasando los pasos conventuales de la enigmática Ana Ozores.
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