Hacía poco más de treinta años – la vida
de un hombre, más sus sueños – no
regresaba a la ciudad de Burdeos. Lo hice aquella vez lejana como los viejos
saltimbanquis, siguiendo la ruta de antañosos juglares o comediantes, para
representar con un grupo de jóvenes ilusos (y en aquellos tiempos serlo era
vivir) la obra lorquiana “La casa de Bernarda Alba”.
Uno formaba parte del coro que jamás se
ve, pero presente, como el olor a macho, durante toda la dramática
representación. Inventamos una letra para darle un fondo doliente de coro
griego. Hemos olvidado muchas cosas a lo largo de esas tres décadas, pero no
aquellos versos:
“Abrid puertas y
ventanas / las que vivís en el pueblo, /el segador pide rosas / para adornar su
sobrero.
Y he aquí que hace un par de semana,
regresando de Milán, muy de mañana, estaba éste peregrino por estas tierras de
Aquitania, cara al Garona, sobre la barandilla del Bulevar de Luis XVIII,
contemplando, entre espesa bruma salida del río, a aquel muchacho de rostro
bermejo y asustado, pero ante todo asombrado, pues Francia era entonces el
anhelo de cualquier adolescente de la
España de charanga y pandero. En aquellos días de los últimos
sopores de la posguerra civil, toda esperanza era poca para poder cruzar los
Pirineos. Tan profundo era ese deseo, que tardamos seis meses en regresar.
Fuimos de pueblo en pueblo, como gitanos ambulantes o trovadores sin oficio,
hasta llegar a París. Desde entonces, sin que la ciudad lo sepa, Burdeos es el
primer camino de vericuetos tatuado en mi alma.
Escribió el
dramaturgo:”Tome Versalles, añádale Amberes y obtendrá Burdeos”. Esto, con un
buen vino de Chateau Haut-Bergey, entre los muchos macerados a todo lo largo
del valle de Dordoña y de tanto gusto a Francisco de Goya, puede reflejar la
idiosincrasia de esta urbe monumental levantada sobre piedras hecha historia.
El pintor de los negros fantasmas cuando, huyendo
por caminos de Dios y Leviatán, se
escapo de la represión absolutista española y estuvo por estos lares, plasmó,
como homenaje a una tierra campesina hasta el tuétano, un lienzo. El mismo
está hoy en el Museo del Prado y se titula “La lechera de Burdeos”.
¿Y que hicimos allí? Oficialmente visitar el
amplio complejo industrial de Dassault,
donde se diseñan, bajo una alta y diversificada tecnología, los conocidos
aviones cazabombarderos Mirage y otros reyes del cielo, entre ellos los
trireactores Falcon, aunque la verdad es una: en pos, como Prust, del tiempo
perdido, buscando el pasado en estas calles y plazas para sentarse, aunque sea por un par de horas, en
el “Café Francais”, frente a la plaza de
la catedral de San Andrés y así poder recodar retazos de un espacio que en alguna parte de mi mismo se
niega a morir.
Ya en la noche, camino
de la estación de Saint-Jean para regresar en
un tren de alta velocidad a
París, nos paramos unos minutos frente al Gran Teatro, sin duda uno los más
bellos recintos de Francia. Rodeado exteriormente de impresionantes columnas,
tiene en su interior una escalera muy parecida a la de la Opera parisina. Por ella
subió aquel tembloroso jovenzuelo asombrado de todo el refinamiento al estilo
Luis XVI, para contemplar la obra del poder, las ambiciones y las dudas:
“Velpone”.
Bajamos a la orilla del río cruzando la Plaza de Jean Jaures para ir por
sus orillas diciendo a dios a la ciudad de
las primeras querencias, presintiendo que será la última vez, ya que Burdeos, para dolencia del escribidor, está a
desmano de todos nuestros senderos que antaño fueron enternecidos y ahora ya
son escasos y poseen sabor a tierra
húmeda labrada.
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