viernes, 27 de enero de 2017

Sándalo, laurel, comino













 
Aún siendo un correcaminos – años antes más que ahora – confieso que  jamás he estado en Grecia, esto me parezco casi a Constantino  Kavafis, el mayor poeta neogriego, que nació, vivió y murió en la Alejandría de Egipto y solamente una vez, casi ya al borde de la muerte, pudo visitar la Ítaca de sus sueños y  sentir en su rostro los vientos de la isla de Homero y Ulises.

 Yo no he tenido ni ese honor. Cuando te leía poemas de los poetas griegos del presente siglo que, además de Kavafis, para mí son Seferis, Elitis y Kazantzakis. Hace años, cuando los caminos estaban en la palma de mi mano, en un viaje a Chipre por el Mediterráneo contemplé de lejos las costas de Creta. Era un día claro, azul, y el aire tan transparente que casi podía tocar las montañas blancas que se contemplaban a lo lejos, sobre  la raya del horizonte. Sobre aquel barco pude observar algo muy cierto: según cambia la luz las montañas se acercan o se alejan. Algunas veces con un tono blanco traslucido y otras llenas de sombras.

También, pequeña, penetré en la tierra de Grecia por la Historia, recorrí de la mano de Alejandro Magno la fecha del destino más allá de su cenit, hasta la frontera de su última conquista en el mar de Omán. Aquellas costas ondulantes repletas de pueblecitos blancos vieron, como yo en las páginas de los libros, llegar las tribus dorias y más tarde a los sarracenos y los eslavos penetrar a través de Epiro hasta cubrir con sus sombras todo el Peloponeso. Grecia toda es un eterno movimiento de pueblos, invasiones, emigraciones, regresos, antigüedad, poesía y ramos de albahaca en cada entrada de cualquier vivienda como símbolo de hospitalidad. La tierra de Pericles sabe a sándalo, laurel, comino, hinojo y anís

Siempre he dicho, Patricia mía, que uno ama los surcos y las enredaderas del alma que conoce, pero con Grecia ha sido distinto, penetré en ella por los vericuetos de la mitología, caminando por las huellas de aquellos dioses tan humanos ellos cuyos ojos siempre han estado cubiertos de aguas saladas, brisas de mitos. Después de Zeus, tomados de la mano, vinieron entre la bruma de la ensoñación, la dulce Afrodita, el duro Apolo y el sensitivo Dionisos. Detrás, en un comitiva sin fin, los poetas/dioses: Yorgos Seferis, Constantino P. Kavafis, Odiseo Elytis y Kostis Palamas cuyos madrigales populares han llenado muchos momentos de mi azarosa existencia. Entre todas aquellas cancioncillas creo recordar una...

“Mal me ha tratado este año el invierno,

que me halló sin fuego

 y me encontró sin juventud”.

Ahora, inclinado la mirada al alba de la mañana  en esta  orilla del Mediterráneo  valenciano en la que espero la luz de cada día, Grecia me sabe a sargazos; casas encaladas en cal e iglesias rodeadas de una sencillez deslumbradora, mientras el mar, su cielo, incluso las puertas y las ventanas enmarcadas en una gama de irisaciones de un azul casi eléctrico, parece saludarme. Mientras en todas  partes, inmenso olor a menta, esa tisana tan favorita nuestra a debida  su virtud afrodisíaca. Siendo así   que Minta, hija de un río día y noche, era la concubina más apasionada  de Hades, el dios de las tinieblas.

Y es que nada en Grecia se puede entender sin sus  divinidades y la bravura de su gente. 

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