Cardenal Baltazar Porras
Un largo tiempo ha trascurrido hasta poder conjeturar el arcano de
la república imperial de los césares, siendo Francisco de Quevedo el garante de abrir el rosetón con su soneto “A Roma
sepultada”, versos adheridos al musgo de sus
piedras milenarias:
“Buscas en Roma a Roma, ¡oh
peregrino!, / y en Roma misma a Roma no hallas: / cadáver son las que ostentó
murallas, / y tumba de sí propio el Aventino.”
Nos hallamos en la
metrópoli de la Siete Colinas con motivo de los actos sacros que impondrán la birreta y el anillo
cardenalicio a monseñor
Baltazar Porras, Arzobispo de Mérida, de manos del Papa Francisco.
El peregrinaje
renace al cobijo de una renovada amistad de quien será a partir de ahora uno de los consejeros más
cercanos del Vicario de Cristo, y se
hace emotiva al retornar a la urbe que subyuga siempre al viajero.
El nuevo delfín de la Iglesia le acongoja la
situación de Venezuela. El mismo día del
honroso nombramiento fue desairado y vejado en Mérida. La envoltura que somete a la nación de Bolívar está roída. Posee fusiles e inquisidores, no pueblo: si lo
poseyera, no necesitaría usar la fuerza, profanar leyes y ampararse en grupos jacobinos.
Nuestro flamante cardenal es
consciente de lo que sucede y lo asume con certidumbre moral. Ante las embestidas
el pueblo merideño ha demostrado a su
pastor espiritual un afecto imponente.
Lo apoya, lo venera y lo refuerza.
Baltasar Porras no estará
desguarecido hoy sábado en la
Basílica de San Pedro. Una amplia representación de los
habitantes del páramo lo acompaña. Y en medio, una certeza de fe: quien asuma la creencia en el Dios de Abraham no temerá al desasosiego. Y no existe lugar mejor
para evidenciarlo que las catacumbas de Roma, su Coliseo y esa sempiterna Vía
Appia cuya calzada empedrada llevaron a los últimos rincones del mundo entonces
conocido, las palabras de Simón Pedro,
el primer pontífice mártir enterrado bajo los cimientos que levantaron Miguel
Ángel y Gian Lorenzo Bernini.
Los libros, compañeros de viaje, serán pocos;
vamos ligeros de equipaje en clara insinuación a las sinecuras de Machado (don
Antonio), al haber sabido el poeta de la Castilla barbacana despojar el alma de la pesada
carga. Uno no hará tanto, nuestros desvelos aún no permiten rumiar los deslices
envueltos en trashumantes pesares. Debemos esperar el postrero manotazo de la
existencia.
“Paseos por Roma” de Stendhal, es todo el peso de nuestra alforja.
Al despertar el alba, con la
intención de ocupar un sitial cómodo en la Plaza de San Pedro siempre plena de peregrinos,
nos sentamos unos minutos – igual a
otras ocasiones - en una repisa del
parquecito al cobijo del “Castel Sant
Angelo” a orillas del Tíber. Miraremos la cúpula de la mayor basílica del mundo como espacio
telúrico de la condición espiritual, y así cada resarcimiento, gestas heroicas,
santos mártires, papas -portentosos unos, mundanales otros-, volveremos a
turbarnos con el relato que el escritor
de Grenoble hizo de la trágica familia de los Cenci. Se habrán narrado infinidad
de veces historias similares, y nunca, ni de lejos, análogas a esas letras en que el agudo análisis
sicológico de la brutalidad de un
padre se impone sobre una agraciada
e inocente hija de apenas 16 años.
Al describir unas piedras
antiguas, unos frescos o un paisaje, Stendhal se convierte en el primer
precursor del turismo tal como lo conocemos hoy, aunque ya no se miren las
obras de arte con igual celo. Viajamos más, observamos menos, lo que se traduce
en aburrimiento y cansancio.
“Paseos por Roma” es producto de tres viajes a
Italia, el primero en 1800 cuando va con las tropas de Napoleón y se instala, siendo subteniente de caballería, en
Milán. Once años después y soñando con
dejar los laureles de la guerra, regresa
para comenzar su “Historia de la pintura en Italia” y caer en los brazos de
Angéline Bereyter, el comienzo de un
interminable remolino de amores en las tierras de Petrarca.
“Supongo – dice – que alguna vez alguien
llevará uno de estos volúmenes en su bolsillo al recorrer Roma por la
mañana...” Cierto, aquí está entre mis manos uno de ellos.
Continuará con nosotros al acudir temprano hoy
a la Basílica
de San Pedro cuando el Santo Padre Francisco, en una solemne ceremonia, realice
la consagración de los nuevos cardenales que ayudarán al gobierno de la Iglesia y tendrán el honor
de elegir en su momento, al sucesor del actual Pontífice.
Allí estará monseñor Baltasar Porras, de
rodillas, con esa humildad tan constante en él. Será elevado a Príncipe de la Iglesia. Honor a quien honor
merece.
Una vez terminado el acto y sus
tumultos emocionales, retornamos nuevamente
al encuentro de Stendhal cuya sombra,
alargada al socaire de un pino mediterráneo, nos afirma lo sabido: “La verdad sobre Roma no
se encuentra en ninguna parte… En Roma, hasta una simple cochera suele ser
monumental”.
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