martes, 29 de noviembre de 2016

Estación Termini

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Leer  puede ser un bálsamo o una destemplanza dependiendo del ánimo y la propia lectura. Hay libros que nos llevan a tardes quitas entre setos, crepúsculos o alientos bulliciosos.
Estos últimos días en Roma, con motivo de asistir al consistorio en que el Papa Francisco impuso el birrete color púrpura al arzobispo de Mérida Baltasar Porras como nuevo cardenal, en un pequeño hotel paralelo a la estación Termini, volvimos a  releer las conversaciones que el fotógrafo  Brassaï mantuvo con Picasso en  una ciudad de París con desgarradas irisaciones de niebla arrancadas al Sena,  fulgor sensual hasta la saciedad  en el Barrio Latino, entonces  ardiente y bohemio como jamás volvería a serlo nunca más.

Aquellas páginas del húngaro,  amigo igualmente de Matisse, Dalí o Giacometti, son las que mejor nos han ayudado a deslumbrar la savia reverdecida del genio nacido en las empalizadas del Perchel, arrabal extramuros de Málaga, barriada donde pintor comenzó a saber que colorear  la diaria existencia  era moldear los  legatarios atributos de la naturaleza emergiendo ahí abajo,  en los subterráneos del aliento uncidos a las  persuasiones creadoras.

Acompañando ese paseo congelado en el tiempo, nos escolta en esta tarde otoñal y mediterránea “El desfile de la vida”, producto de la imaginación del geólogo  John Hodgdon, páginas en que la evolución de la supervivencia sale a nuestro encuentro;  y,  en tercer término, leemos – sobre cuerpos calcinados convertidos en yeso debido a la erupción del Vesubio - “Pompeya”, una incidencia narrativa desarrollada en 48 horas, el lapso trágico y cortante de  ver fenecer la ciudad conocida en su época como la perla de la bahía de Nápoles, ciudad amada y odiada a su vez  en los escritos del hoy olvidado  Curzio Malaparte.

Hay otros textos hoscos, ásperos,  cuyos renglones, púas o flechas de ballesta, desgarran, abren cicatrices y escarban en abatidos recuerdos.

De estos últimos nos adjudicamos,  inclinados al tálamo  en el que intentamos conciliar los desvaríos del sueño, la antología poética “No vendrá el diluvio tras nosotros”, versos que  Joseph Brodsky comenzó en Leningrado (San Petersburgo) y concluyó, ya exilado, en los Estados Unidos, cuando las fibras de su corazón comenzaba  a deshacerse.

En esos poemas se presiente la mano del campesino de la  heredad de abedules que el poeta jamás pudo moldear o sembrar.

Brodsky bebió (y fumó) la vida a grandes sorbos, y  la misma, igual a la bruñida madrecita Rusia, se lo llevó de un zarpazo hacia  la “orilla  de miel congelada”, y  así pudo estar  cerca de la matrona que con  su pueblo - siempre en las desgracias - , amara en  sentido literario. Era la sublime Anna Ajmátova.

 Todos alguna vez, al compás de salmodias, hemos abrazado agazapados a hojaranzos, arces y noches blancas, la elegía a John Donne.

 Dormido el poeta del afecto  metafísico con la alucinación sagaz y las divagaciones envueltas en un caftán,  rapta a Brodsky.  Así lo señala Jan Sjacel:

“Los poetas no inventan los poemas / El poema está en alguna parte ahí detrás / Desde hace mucho tiempo está ahí / El poeta no hace sino descubrirlo”.

En otra vertiente, existen escritores enseñando esquinas y bifurcaciones en las trochas del resuello. Ejemplo: Adolfo Bioy Casares. Su obra es célebre, apreciada y,  aún así,  no leída. Los libros, igual a  la piel, se arrugan, pierden tesura y se vuelven cartón piedra.  Al pibe argentino le sucede eso, aunque no se lo merecía. El personaje más suyo, Morel, aún sigue en busca de una isla en algún lugar del Río de la Plata. Hay señales de que indaga la figura en el arrecife de su admirado  Edgar Allan Poe.

 Lo manifiesto, lector: leo y releo de manera durable sus “Historias de Amor”. En uno de sus aforismos señala: “El amor entre personas honestas raramente es inocente”. La frase es cercana al murmullo de un aleteo de cisnes amancebados y quizás uno de ellos herido. 

Con Casares – amigo duradero de Jorge Luis Borges - hay algo siempre al encuentro de un vientecillo libertino en cualquier mañana de un mes porteño: “La vida, sin sus jardines ajenos, tendría  otro aislamiento”, señalaba el ciego del barrio de Palermo. 

Son pequeños fragmentos breves en una caja de resonancia bajo la envoltura  de su fina ironía.

Iniciamos   estos párrafos con  Gyula Halász – Brassaï - , y finalizamos,  hasta que nos llamó el sueño romano,  con los versos de Rafael Alberti en “Lo que canté y dije de Picasso”.

“Pablo me dice: Estás mejor que nunca.

 Te pareces al Carlos  IV de Goya.

 El mismo  perfil, el pelo, algo rizado sobre el cuello y las orejas.

Una moneda pelucona… Un día te haré un retrato…

¿Cuándo?”.

Sin duda Alberti poseía rasgos  cristalinos  manados de un cuadro velazqueño untado con aceite de oliva andaluz.

Y es innegable: hay tantas Romas como queramos. Esta de ahora nos envolvió, al cobijo de la sorprendente  Estación Termini, en ternura  literaria.









 
 
 
 
 
 
 

 
 
 

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