Escribo de lo que vivo, es decir de mis cuitas, y eso lo
conoce el lector de estas crónicas sueltas, mundanas, algunas veces cursis,
otras jocosas, pues jamás he creído que estas letras fueran transcendentes o
pudieran cambiar el destino de una sola persona, pues uno al final es
simplemente polvo de olvido o un filósofo, que eso, según Luciano De
Crescenzo, jamás se sabe.
He venido a la
tierra de los recuerdos furtivos, los castaños, el pino solitario, el gorrión
de casero vuelo y los pueblos apretujados entre los acantilados o asidos a las
laderas de las montañas.
Y cada vez que sucede eso,
regreso al niño de entonces y me veo correteando por la inclinada
necrópolis de la villa provinciana, donde jugábamos al escondite entre las
tumbas y los rastrojos.
La existencia
por ese entonces era serena. Las tumbas, lugar para jugar al escondite y
comenzar en solitario las primeras escaramuzas del amor. Aquellos cipreses
erguidos, cimarrones duros contra el aire, nos asombraron siempre y aún hoy lo
hacen, pues seguimos sintiendo por ellos, cuando volvemos a contemplarlos, el
mismo respeto soberbio del monje trapense.
Cada pedazo de esta mi tierra es un escarmiento, una extraña relación donde yo pongo el cariño
suelto y ella su casquivana indiferencia. Yo soy el despechado y ella, cual la
muchacha risueña en flor, alegre, desenvuelta,
va por mi vida como mota de algodón o niebla cuajada en desbandada.
Posiblemente no sepa de mi ternura, pues hay querencias, y ésta debe ser una de
ellas, cubiertas de rumiantes doloras.
Un día, si
tercia y aún queda en mí un gesto de
sublime locura, quizá vaya al encuentro de la razón de esta enfermedad que me consume, y cara al mar
bravo de mis esperanzas, en las laderas del monte donde bebí todos los vientos, lance a su
cauce la ansiedad de esa profunda herida para que se haga ella también polvo de
estrellas.
Más de una vez en estas líneas recordé
esas raíces recubiertas de nostalgia.
Cuando eso sucede, el corazón se llena de melancolía y los ojos muchas noches
se tachonan de lágrimas. A ese desasosiego interior, a ese vaho de dulce
amargura lo llamamos “morriña”, lo que para los gallegos es “saudade”, palabra con la que santificaron
toda la nostalgia del emigrante.
En el pueblo
marino de mástiles sin sombras ya nada es igual. El pequeño de entonces mira
las fachadas de las viviendas, buscará
algo que le recuerde juegos, travesuras, los primeros resquicios de algo
convertido más tarde en una especie de amor primerizo.
Posiblemente
entre del fulgor del tiempo ido, habrá rasgos, congeladas sonrisas, y será como
ir al encuentro de los madrigales en flor.
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