sábado, 14 de octubre de 2017

¡Ay España muestra!


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Al presente, al no haber aprendido nada del pasado, se sigue imponiendo  en la España nuestra de cada día un nacionalismo caduco  y decadente que, aparte de un descarrío, es una burda tergiversación de la propia verdad histórica.

¿Que los catalanes han luchado con empeño, bravía y denodadamente por obtener su propio estado? Cierto, sin embargo la realidad auténtica, real, palpable, es una sola: el país catalán solamente pudo ser verdaderamente independiente  durante una semana de 1641. A partir ese tiempo ha llovido lino, limón y ha proliferado el sabroso pan con tomate, “pa amb tomaquet”,  en la hermoso lengua nativa de Josep Pla.

Los lances independentistas  que se han venido sucediendo  tras el sufragio del  pasado 1 de octubre, con la capacidad operativa  de la CUP, partido anticapitalista y feminista que ha levando ronchas, es la  vuelta de tuerca que cada cierto tiempo, con virulencia, intenta sacar a Cataluña de España. Vano intento.

No hay ninguna duda: la  heredad catalana posee más prerrogativas que el resto de las comunidades españolas.  Es un predio mimado y, en honor la verdad, bien merecido. Representa una región  dinámica y de una personalidad innata  admirable, y seguirá siendo así hasta que todos los españoles lo decidan o no, dentro de otra nueva constitución. Con la Carta Magna actual es inverosímil, ya que la cesta con  los huevos de alondra ya están llenos. Sin ello, irrealizable una República Catalana.

 La frase se la reparten a partes iguales Carlos Marx y Napoleón III, sucediendo una debacle   cuando los desmadres se repiten “una vez como tragedia y otra como farsa”.

Al ser los conflictos  políticos una puesta en escena permanente, un descomunal espectáculo de tonalidades, en el presente drama el único resultado posible al final es  una nueva pantomima subiendo  a las tablas del Liceo barcelonés.

En un mundo interconectado como el actual, poco y mal se entiende el separatismo como “soberanía nacional” cuando en realidad no es posible en las presentes circunstancias; “nuestras sacras fronteras” - frase de cartón piedra -   o “valores de la raza”, son expresiones  rebuscadas y siempre a mano de los nacionalistas domingueros  a la hora de llevar sus entelequias hacia un reducto alicaído.

Siendo uno mismo ciudadano pleno de nuestro planeta azul, hay algo en nuestra cutícula que no lo puedo dar de baja: soy español de oficio y templanza. También de soledades. De manera ambivalente. Con frecuencia, soñador y gañán. Un producto típico de una casta repleta de huellas, arados, fe, dudas, coraje, poemas, noches perdurables y amanecidas espléndidas en cualquier parte de  esta piel arrugada de asno, toro o mula prieta, y es que   al buen decir de los historiadores Fernando García de Cortázar y José Manuel González Vesga:

“A veces, la conciencia de pertenecer a una misma familia y la lucha por defenderla del extraño se impusieron sobre cualquier pensamiento; otras, se exageraron  las diferencias, buscando romper los vínculos estrechados por los años entre las culturas peninsulares”.

Jorge Luís Borges  fue claro: “Si de algo soy rico es de perplejidades y no de certezas”. Sin duda plasma al carbón a la España de ahora mismo y de siempre, siendo así que  Eugenio de Nora expresara:

“España, España, España. Dos mil años de historia no acabaron de hacerte”.

En otras ocasiones y no tan  funestas como en la hora presente hemos mencionado: el individualismo en cada autonomía regional sin pensar en el mañana de todos,  está llevado a España a  un hueco ennegrecido. Quizás no se complete ahora mismo la malaventura anunciada, pero no hay duda,  sucederá.

Se puede – y aún así es imposible -   negar la existencia del nacionalismo cetrino y  aún con ello no se impedirá el deseo del secesionismo catalán  que en la última década  tomó el camino de la autocracia.

Hay algo en que los españoles coinciden a partir de aquella restauración nacional de 1978 tras la muerte del último Caudillo: la arremetida permanente del catalanismo independentista de Monserrat  racimado en su Monasterio  contra el Estado central, aún  cuando ninguna persona, absolutamente nadie, está sobre las leyes que todos hemos refrendaron en su día. Tampoco los hijos de la Moreneta  Mare de Déu, ni el san Jorge de Capadocia protector de la comunidad.

 

 

domingo, 23 de julio de 2017

Era un país para querer



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La Declaración de los Derechos del Hombre promulgada en  la Asamblea Nacional Francesa en 1791, base de las Constituciones democráticas  europeas, en su  enunciado  No. II  se lee textualmente: “El fin de toda asociación política es la conservación de los valores naturales e imprescriptibles  del hombre y la mujer.  Sus derechos son: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”.

Esto reafirma que cuando la ética se  desvanece bajo el poder absoluto, quien lo posee precinta la sociedad hasta alevosas alturas. 

A partir de ese instante malévolo, la separación de poderes constitucionales  brilla por su ausencia, al estar cada uno de ellos bajo su propia égida, y ese “valer sin límites” obliga a ser injertado en un referente de legalidad falso; cuando  esto suceda, el mandamás no necesitará otra legitimidad que la suya propia.  Hablará en ese instante en nombre del pueblo sin el pueblo y fusionará en sí mismo  cada uno de los slogans que moldearán su figura en los resortes de la llamada “patria reaurgida”.

Nada nuevo, aunque sí espeluznante, al  ser el conocido grito de Hess en la gran manifestación de partido nazi en 1934 a favor de Hitler.

 El caudillo, jefe del Estado en ese instante,  lo será igualmente del partido, gobierno, fuerzas armadas y todo a la lobreguez y  designio del Comandante-Presidente.

Cada acción  de dominio requiere un impulso de combate, y el líder lo  enunciará con vehemencia para que nadie pueda tener un resquicio de duda.

El desaparecido Hugo Chávez lo expresó con palabras florentinas  al forjar la Constitución de la República Bolivariana: Su páter ideológico poseía una inteligencia inherente.  A los escasos que le asediaban les dijo: “No tengo, es lamentable, un adversario con el que uno pueda sentarse a conversar de política; si así fuera,  yo no tendría problema en hacerlo”.

 Tampoco  le cruzó por su entelequia de que alguna vez lo haría. Ni  lo intentó. El ordeno y mando castrense era su único lema palmario. Fidel Castro, el día que  los intelectuales cubanos empezaron a  hacer gallitos de libertades, los cortó de cuajo al lanzarles estas inclementes palabras: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho”.

Había nacido el “Caso Padilla” y la ruptura entre dos autores ilusionados con aquella marabunta ideológica ya de claro aire marxista: Gabriel García Márquez, se quedó,  Mario Vargas Llosa, hizo sus valijas.

En Caracas Hugo Chávez primero, y ahora Nicolás Maduro, abatieron el coloquio con sus contrincantes ideológicos. Todo ego emanado del poder ofusca,  y eso ayudó  a olvidar que una de las cualidades  que hizo al hombre quinientos años antes de la era cristiana humanista, fue la singular costumbre de la conversa.

Sin esa condición  prodigiosa la cultura occidental sería inconcebible, y  la palabra diálogo, peana de una habilidad responsable,  se vuelve hueca, vacía y sepultada. Siendo así,  que la Venezuela de ahora mismo se halla introducida dentro de un nublo peligroso.

Chávez subrayó en infinidad de ocasiones que él no tenía contrincantes ideológicos, sino  enemigos, y con ellos,  plomo parejo. Su revolución fue armada y él un animal de guerra, un soldado, como le agradaba decir. Ni pedía ni daba cuartel. Se sentía guerrero elegido en cónclave divino por los dioses.

Pronunció una frase agorera  obtenida en algún viejo texto sobre la guerra,  que le retrataba de cuerpo presente: “El líder no se somete a las masas, sino que actúa de acuerdo con su misión. No adula al pueblo ni lo ama. Duro, implacable, toma la espada tanto en los buenos días como en los malos”.

Todo mandamás de turno, cuando cree haber logrado la obediencia absoluta, lleva al país que gobierna   al degolladero. La historia venezolana está  colmada de esos  magros sucesos.

La situación de la nación,  dramática ahora, es el  reflejo de un enfrentamiento épico cuando la responsabilidad está huera de valías republicanas.
Es incomprensible que una heredad de portentosas riquezas y con un pueblo altamente preparado, haya podido llegar  a la apesadumbra situación en que se encuentra hoy.

jueves, 20 de julio de 2017

De Troya a Macondo


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En ese tiempo nos encontrábamos en la mediana edad de nuestra  vida y  la mayoría de los anhelos seguían intactos.  Sentados bajo los capiteles del templo dedicado a Artemisa en la ciudad de Éfeso, mirábamos  cambiar la luminiscencia del día, y así, tras una brisa,  venía un manto de sombras, ahora granas, ahora grises. Al anochecer el viento era suave y henchido de nostalgia.

Las cercanas rocas de mármol nos llamaban con voces  y sonidos de flautas.  Allí nos hicimos disminuidos ante la armonía musical que penetraba  por nuestros ojos  y era vedada a los oídos.

Con  ese equipaje mitológico cada hombre, mariposa o criatura proteica, es una copia caprichosa de la memoria cuando a ésta la cubre una neblina traslúcida que parecía salir del agua.

Recordamos la palabras de Heráclito de Éfeso: “Nadie se baña en el mismo río dos veces”,  de la misma forma que sin los versos de Homero – al decir de Solón en las páginas de “Troya”  descritas en  la novela de Gilbert Hafez -  nos hundiríamos  en la más completa incultura.

Realizar ese viaje a la ciudad del conocimiento  occidental o leer la novela, deberíamos hacerlo aunque fuera una sola vez en la vida. Igualmente ir a Roma, Jerusalén o La Meca. Si lo consiguiéramos, hallaríamos las raíces de nuestra peculiaridad como seres compasivos. También la vena religiosa, aunque esto sea ya  una ecuación púdica  particular de cada uno.

Sobre la epopeya narrativa  confluida en Ulises, Paris y Aquiles, el Mediterráneo es una mundología de fondo. Es más, la cultura de ese entorno civilizador surgió en allí. Igualmente la filosofía, las humanidades, La Biblia y El Corán,   los dioses paganos, el amor como motor de las pasiones y hasta las brutales  guerras manaron en esas orillas. Su arena fina cercana a los madroños, palmeras, naranjos, pinos negros, lirios, alhelíes, claveles, olivares y  lantanas, envolvía por igual la  crueldad y la ternura. Las ideas, el mito, la prosa, el teatro y la poesía se hicieron urbe mientras se despedazaban  olas ariscas contra los acantilados. Con el mismo ímpetu llegaron en bandas pasmosas la cosmología y  la “politke”.

 Cuando llegamos al Caribe y  leímos hace ahora 40 años “Cien años de soledad” – está al cumplirse el medio siglo de su publicación en Buenos Aires tras un periplo dificultoso -  descubrimos con pasmo otra dimensión, en  que el asombro era un portento,  al igual que  la magia, el sortilegio, la alquimia y la irisación perturbadora de la ciénaga. Desde entonces necesitamos un poco menos a Ulises.

Macondo - la Troya moderna -  era un pueblo marcado por la fantasía y el tiempo imperturbable, donde había unos gitanos vendedores de todo lo imposible y un  cambalache de personajes  en cuyo epicentro una mujer, Úrsula, era la representación genuina del matriarcado ginecocrático, el cordón umbilical de una historia interminable donde la pasión envolvía  cada acto de la realidad circundante en una marisma sexual y violenta.

Con  ella uno entendió a la mujer como una cadena invisible, palpable y real, cuya razón de ser  reafirma la relación física y la descendencia según principios estáticos.

Es demasiada hembra y da miedo. Con una sola mirada se posesiona de todo: piedras y almas.

  Ella, personaje central de la novela de García Márquez, es  segmento integral de una ceremonia de iniciación esotérica, pues  en la trashumancia de luz, sombra y adivinación, la mujer renace en círculos de efusión, demencia y arrebatos, de tal forma que sus  alucinaciones son parte íntegra de la realidad, tal como la agorera troyana Casandra.

Sobre ese equipaje sobrenatural y mitológico, alguien señaló que cada hombre o criatura proteica de  la novela,  es una copia caprichosa de la memoria cuando a ésta la cubre una neblina de bruñida aislamiento.

En esas páginas de Gabo cruza la historia de la Tierra en un santiamén, es decir, en un ciclo de cien años donde vamos de la prehistoria de la nuestra raza hasta el Apocalipsis. Y en medio se expande, más allá de sus propias posibilidades, la esencia femenina.

Razonablemente, sea chocante  o un desatino, creemos que entre Troya y Macondo, Homero o García Márquez  el entorno y la invención subliminal es la mismo. El Mediterráneo y el Caribe son aguas acaloradas, encharcadas de leyendas siempre rumbosas y abiertas  para la ensoñación, el desparpajo, la mamadera de gallo y las alegorías recubiertas de creativas invenciones sorprendentes.

Tanto Homero como Gabo retratan a los seres humanos en un mundo tenebroso de realidades que nos parecen irrazonables y encierran la verdad de nuestra existencia con sus miedos descomunales y unas esperanzas permanentemente elevadas sobre el horizonte. En La Ilíada,  igual que en la ciénaga colombiana, todo está repleto  de conflictos  y desventuras sin soluciones que sujetan la esencia de seguir indisolublemente existiendo.

sábado, 3 de junio de 2017

Venezuela: un país de todos










Escribir en estos momentos unos párrafos centrados en  Venezuela, el terruño que más motivaciones ha dejado en nuestro espíritu, es ir deshaciendo las hojas de una existencia con pocos sobresaltos  hasta llegar  a la sangrienta situación actual.

Cada noche, en la ciudad mediterránea donde ahora resido, a partir de los días  en que comenzó el pueblo venezolano a salir a las calles demandando valores democráticos, veo el telediario español con las  imágenes que escarchan,  y sobre ellas nos vienen a la memoria  los versos contritos de Eugenio Montejo:

“El tiempo ahora no me habla de la muerte, es esa ciudad ya no vivimos. Y no es que me olvide de morir cada instante junto a las hojas, los árboles, el viento. Muero lo que puedo, pero no me adelanto”.

Venezuela, sin ella merecerlo y con profunda aflicción, se está bebiendo a sorbos  un vaso desbordado de cicuta.

 En la mantuana Caracas,  los balines, gases, metras y   perdigones  están amputando de cuajo lo anhelos de docenas de muchachos camino de ser ramalazos refulgentes de un futuro actualmente macerado. Observado esa apesadumbrada situación se llega a la conclusión de  que los actuales mandamases poco apego sienten – salvando sus propios intereses - hacia valle de los toromaimas.

Existe una teoría cíclica basada en el desarrollo de las civilizaciones, en  que éstas no son sino el resultado de la respuesta de un grupo humano a los desafíos que sufre, ya sean naturales o sociales.

A partir de esa  conjetura, unos pueblos  crecen y prosperan cuando su respuesta a un desafío liberal no sólo tiene éxito, sino que estimula una nueva serie de retos centrados en la separación de poderes; una nación decae como resultado de su impotencia para enfrentarse a  unos gobernantes que han resquebrajado los zócalos democráticos. 

 Es ineludible: o se dialoga con total abertura o el despotismo  nos cercena, ya que el país  deberá ser cabalmente de todos  Tarea nada fácil de conseguir  si la persona llamada a tomar el hilo de la convivencia, creyéndose  ungido con la verdad, intimida a sus contrarios con la conflagración.

Ante tan punzante situación, la animadversión ha llegado los extremos más exacerbados.  Aventurarse actualmente a una Asamblea Nacional  Constituyente es manifestar con exceso que la Constitución de la Republica Bolivariana firmada en 1999 es un total fracaso del Comandante fallecido.

Ante esa “verga seca” del velero, la herencia de Hugo Chávez hizo agua, y mientras el nuevo timonel que maneja el barco no lea bien las cartas de navegación,   la embarcación – país se estrellará contra los arrecifes.

Fue Thomas Mann en “Fragmentos de la libertad”, un escrito hilvanado  en la complejidad de una época apabullante - el resurgimiento del nazismo-,  quien  planteó  la necesidad de ser honestos ante la libertad,  la única opción   válida  para la dignidad humana.

 El Gobierno no está dispuesto a  ceder ni un ápice, se empecina en llevar adelante su proyecto excluyente, siendo a razón de esa dureza que el sendero de la democracia, aún estando  arqueado de obstáculos  y saturado de de fuerzas antimotines, debe llegar a ganar los  derechos inalienables  que corresponden a cada ser humano. Todo hombre o mujer es libre por el mero hecho de serlo.

 En sus historias florentinas Maquiavelo se preguntaba: “¿Habéis considerado lo que significa  la libertad en una ciudad como ésta, y cuan gallardo es el nombre de la libertad, a la cual ninguna fuerza doma, ningún tiempo consume y ningún mérito contrapesa?”.

 No es ésta una frase al  voleo, ella encierra el sentir de una sociedad que busca su destino aún  sobre intolerancia y la imposición de parámetros ideológicos no cónsonos con su natural  idiosincrasia.

Los movimientos sociales nacieron pataleando sin descanso, una y otra vez, miles de veces: delante se levantaban, impidiéndoles el paso y sus cantos,  piquetes, alambradas, barreras policiales, tanquetas, gases y la voz ronca de uniformados castrenses sosteniendo en sus timbales ocultos en las gargantas yertas,  órdenes represivas  venidas del lúgubre  palacio del autócrata contra la humanidad  de la protesta.

Cuando este drama  llega a su punto más álgido,  la obediencia se torna adulación y  la decadencia púdica  se babea ante  el rastrerismo  yerto.

La hora amarga ha rebasado la pasividad; el aire sabe a azufre, los cielos nublados y la desesperanza  hace tiempo anidaron en el alma. Ya no hay ilusiones, sino aterradoras pesadillas y solamente a lo lejos tal vez exista un resquicio de ensoñación.

Ese día, cruzar la tramontana de la angustia y la consternación dependerá únicamente de cada uno de aquellos venezolanos creyentes en los valores imperecederos de la  democracia.

No son palabras huecas. Es el clamor del espíritu  al contemplar las rapacerías  contra este pueblo herido hasta el tuétano.

 

 

sábado, 6 de mayo de 2017

Cartas del Sava y el Danubio



Ilustración de Oswaldo Dumont, diario El Universal, Caracas

A secuela  del sentido vertiginoso de la vida actual son cada vez menos las cartas que se escriben a mano. Ni los inflamados  enamorados lo hacen. Es más fácil enviar un E-mail, comunicarse a través del correo electrónico, usar el celular, que hacer uso del papel y la tinta para  expresarnos, unos a los otros,  los acontecimientos cobijados entre el  pliegue del aliento

 Los tiempos actuales  son diferentes y con ellos debemos transitar;  no  ayudará en demasía perpetuar épocas  anteriores aún habiendo sido algunas de ellas vivenciales, emotivas o plausibles en instantes que creemos mejores. Aún así, no traspapelemos apresuradamente los recuerdos entre las hendiduras de la piel, dejémoslos florecer.  Nunca lo que nos rodea desaparece plenamente   en el tobogán del tiempo inexorable. Quedan matices y ecos de una añoranza ahora languidecida.

A lo largo de nuestra  dilatada existencia he sido un empecinado  escribidor de epístolas. Marcharon en desbandada docenas. Entre ellas, se arrulla sobre el recuerdo la emotiva  trilogía  inundada  de “Cartas a Patricia”.  Esos libros los he hallado en diferentes lugares en mis corridos ambulantes en lugares tan remotos como  Mahbes de Escaiquima en el Sahara Occidental, la Isla de Capri o  San Juan de Puerto Rico,   y aunque fueron escritos sin mediar ningún valor literario, un pedazo humedecido  de mi dubitativa existencia se halla en esas páginas ahora cubiertas de mohín sobre cuero áspero. 

Existió una época en que el género epistolar  tuvo efecto tan firme como el teatro, la  novela o la poesía en las plumas de grandes precursores de la talla de Chateaubriand, Pascal, Montesquieu, la marquesa de Sevigné, Talleyrand, Rousseau, el mismo Napoleón, Remusat,  lady Montagne, Richardson, Simón Bolívar y  nuestro admirado lord Chesterfield.

Siendo así que ahora el cartero del barrio, vivaracho y abierto a la hora de  zurcir con ahínco  la hebra cuando de mozuelas se trata, nos entregó a mediados  de la pasada Semana Santa  dos cartas venidas de Serbia.

Zalamero y curioso pregunta de dónde son los sellos. “De los Balcanes”, le señalo. “¿Lejos?” inquiere. “No demasiado,  forma parte de la desmembrada antigua  República Socialista de Yugoslavia”.  Nos mira con algo de pasmo y se aleja a continuar su bienhechora tarea.

Los amigos dejados en Belgrado han ido regresando en forma de mensajes, pequeñas misivas de un papel tenuemente azulino. Hablan  de evocaciones, paseos entre los abedules, castaños y robles del Parque Kalemegdan, rememorando noches de poesía, sémola y afectos, en las orillas en que  el Danubio y el Sava se unen suavemente formando un encuentro querendón. 

Estas hojas de papel eslavas traen remembranzas y  esparcen evocaciones de humedad al leerlas.

En el centro de  la ciudad se alza el Café Moscú.   Cada  noche una reducida orquesta de violines sumerge el local en unos sonidos que, más que notas musicales, son  el apesadumbrado pentagrama de una doliente guerra ya concluida y que aún así  continúa taladrada en el fondo del local  y clava los recuerdos quejumbrosos en la piel de los tertulianos que sufrieron aquella  abatida malaventura.

Los violines gemían; de sus cuerdas emergían  lamentos en memoria  de los familiares y amigos perdidos en los campos de Bosnia y Kosovo.

Pudieron haber existido razones para tanta  barbarie en Yugoslavia. Una tal vez sea la venganza de la Historia, de la cual habla Hermann Tertsch; otra, acaso  más real, la de los pueblos fáciles de moldear a cuenta  del carisma de un solo hombre.

Europa ha tenido perennemente líderes rayando en la enajenación  y tras sus ideas, barahúndas y alaridos cual plaga de termitas, pueblos completos marcharon   en una misma dirección a inmolarse con la intrepidez de salvar una patria que ya estaba tiempo hace desmigajada.

Entre las dos tremebundas guerras mundiales surgieron media docena de iluminados representando un ramalazo de dolor incomprensible, el mismo que parece perdurar acongojado  en los violines. Las cuerdas poseen sonidos que avisan de la marabunta que viene acercándose como orugas ponzoñosas. No será ahora mismo, pero sin duda regresará igual  al aullido del lobo en la estepa.

Esos instrumentos de cuerdas con olor a cerezos floridos característico de las vendedoras ambulantes escondidas en cada esquina de Belgrado, nos acompañaron en nuestro peregrinar, y aún nos siguen hablando del sentido desencajado que la muerte y la vida tienen en esas tierras.

 El día antes de la despedida descendí a la orilla en el que las aguas  del Sava  y el Danubio se unen. Tomé un puñado de arena. Ahora se halla  dentro de un frasco azulino mientras hilvano estas palabras que, igual a la existencia misma,  son aspavientos empujando evocaciones.
Mirando la arenisca, percibo  el cenáculo de amigos  y escucho las asonancias de los  violines. Es un fragmento más de vida saliendo a nuestro encuentro.

domingo, 16 de abril de 2017

Luz y sombras chinescas














 
 
 
 
 
 
 
Suelo ir poco al  cine. Soy de la cosecha de “Ciudadano Kane”,  “Campanas de medianoche”, “Casablanca”, “La diligencia”, “Ladrón de bicicletas”, “Esplendor en la hierba”,  “Muerte en Venecia”, “El gatopardo”, “Viridiana”, “Doctor Zhivago”, “El espíritu de la colmena”  o “Cinema Paraíso”, rancios alcoholes cuando la recolección se hacía a mano y se seleccionaban  las mejores  uvas del viñedo de ese campo llamado   luz y sombra del alma.

Los entendidos del Séptimo Arte nos recuerdan que antes de morir deberíamos ver  500 películas. Es una lástima, ya no dispongo de tiempo.  En otra existencia quizás será.

Hace unos días he leído unos apuntes de Alfred Hitchcock  envueltos en un sobresalto de atracción fatal y casi mítico, ya que el británico tenía la perspicacia de hacer del miedo una manera de fingir sus aprensiones.  

 De él hemos visto “39 escalones” y “Rebeca”, y esto en tiempos lejanos, es decir, cuando las películas eran en blanco y negro y con esos dos matices se creaba un amplio pentagrama de irisaciones de luz.

 Hacia el año 1963, cuando realizó “Los pájaros”, todos, inexplicablemente,  nos asustamos a pesar de pertenecer a una generación de la posguerra con lo doliente y siniestro que eso significaba. En  aquel tiempo nos dimos cuenta del nacimiento  de un mago del regodeo, aunque había instalado turbación en todos los poros de las escenas  desarrolladas en   la mampara nívea.

De una familia católica, en un país protestante, Reino Unido, le vino al chiquillo un sentido de la disciplina estricto, mientras en el colegio de los jesuitas de Essex  sintió  la represión. También las dudas y la soledad.  Un combinado difícil de asimilar en la mente escaldada de un joven soñador. En su biografía  hay estas palabras: “El miedo ha influido en mi vida y mi carrera.”

 La estricta moralidad represiva de su entorno familiar lo fue puliendo hasta convertirlo en un inmaduro introvertido repleto de extrañas culpabilidades. No es casual que esa opresión aparezca posteriormente  en forma de fetichismo en cada escalón de su obra cinematográfica.

Uno suele ser siempre imagen y semejanza de las experiencias que padece.

Acudía todos los días al Museo de Scotland Yard de Londres, obsesionado ante  la escenografía de los grandes criminales y sus historias. También coleccionaba con interés anormal todo lo que los diarios publicaban sobre asesinatos. Llegó a tener miles de fichas, un gran apoyo para los guiones cinematográficos que después realizó.

 En el campo literario, Edgar Allan Poe y su poema “El cuervo” lo marcaron, mientras Luis Buñuel, Jean Cocteau – “Los niños terribles” - y Epstein,  lo  laceraron hasta marcarlo  en profundidad.

 El cine – su mundo - es manipular al espectador  y someterlo al ritmo de la historia que se cuenta.  Alfred Hitchcock lo hizo como nadie,  y uno,  aún hoy, no viendo muchos filmes, sigue atrapado en su alto  trapecio sin red.

 Y es que el  llamado Séptimo Arte, aún siendo luz sobre sombras chinescas,  manipula los sentimientos, hace aflorar pasiones escondidas, revolotear sensaciones nuevas,  al ser  el duermevela  de las cadencias que jamás podremos poseer en las comisuras del espíritu aventurero.

Quizás no acuda al cine debido   al temor de no asumir la misma vida que la pantalla refleja.

Aceite de Argan y miel






Plaza Jemaa el Fna


A conciencia de un espacio interior tornado afinidades afectivas,  los breves viajes realizados al comienzo del año como aviento de los vaivenes interiores, nos hacen partir de ese lago de nombre mar  Mediterráneo hacia las bifurcaciones del Magreb, y de ahí  al encuentro de Marruecos. Dos horas en las alturas nos llevan al país de las especies con sabores a comino,  tomillo, incienso o el hinojo anisado. Aterrizamos en Casablanca.

Partiendo de esta ciudad de raza berebere, arrasada con las cimitarras almorávides y colonialismo  francés - dependiendo de la brújula que sostiene el  ánimo -  nos volvemos transeúntes en Rabat, Fez o Marrakech,  al encuentro de la inmensa cordillera  Atlas con bancales uncidos   a la novela “El cielo protector” de Paul Bowles y sus enebros rojos.

La antigua capital del imperio alauita, Marrakech,  le sabe al andariego a  chumberas, salmuera, vinagre,  palmerales tejidos a mano con hilos verdes  en el “Jardín Majorelle”  de Yves Saint-Laurent; clavo, aderezo y canela; murallas y barro rojizo, placitas y callejuelas, guardan aún jirones de un amor arabesco  arrancado  de una distante mocedad  encanecida.

 Tras un  tiempo de diásporas, retornamos al encuentro del cuero repujado donde incliné mi cabeza en una morada, tras la tumba de Ben Tachfine,  regada con agua de rosas y aceite de Argan  en la que Douniya, día y noche, frotaba sus cabellos azabache de odoríferos sensuales.

Un día, acurrucado en un tapiz  tejido en el valle  de Ait Mizane, en esa hora en  que la luz de la tarde comienza a menguar, escuché unas estrofas  populares  entonadas en la voz de mujeres tuaregs -  berebere de piel blanca -   bajo el cobijo de una jaima:

“Los días caminan lentamente como un rebaño de corderos que la noche arroja de sus pastos - ovejas blancas,  ovejas negras - .

Se alejan en el tiempo hacia el refugio de los merrah ignorados,  donde  reposa todo lo que fue y ya no lo es.

 Los días vuelan rápidos y apresurados sobre las largas olas silenciosas igual a  ibis en el campo”.

 Durante unos  años, el desierto del Sahara Occidental  formó parte de nuestra  existencia mezclada de vientos  lanzando el siroco dentro de  los cuencos con  leche de dromedaria. 

A partir de entonces estamos cimentados de una arena  que ha  moldeado nuestro  carácter y, aún siendo taciturno, es ahora  más  tolerante debido quizás a la extenuación de la edad.

 ¡Cuánta remembranza! Otra vez mirando  el céfiro desmelenado y la sorprendente serranía del Atlas. Igual a otras mañanas, hablamos de anhelos depositados en el suelo de la  manta de dormir  en un recodo del río seco, lugar en que las gacelas siguen buscando  la frescura  de las primeras brumas de la noche estrellada.

  Ese olor a té verde lo conocemos; el espíritu  está impregnado de él, saborea el relente de la piel y adormece con suavidad  los párpados.

A partir de cosechas inmemoriales, las tribus  bereberes venidas de las estribaciones de las cumbres y el desierto  bajan hacia Amara – Alá bendiga la ciudadela santa de los “hombres azules” -, se sientan a descansar al conjuro de los suntuosos alcázares y las murallas que circundan el parque  Abdel Salaam  y la puerta Aidi Fib.  

Cada año, ya en época del gran Mulay Ismail, descendientes jerifianos  del profeta Mahoma rendían pleitesía a los sultanes de Marrakech y colocaban bajo su protección a las distintas tribus  nómadas de la misteriosa región, tan extraña y profunda como un cuento de Paul Bowles al  desgarro del  antiguo “Café  Glaciar”, con su galería única hacia la plaza  Jemaa el Fna - conocida como “Asamblea de los muertos” -  un mosaico del mundo humano de Marruecos,  en el que una inmensidad de tenderetes ofrecen lo inimaginable dentro de una barahúnda organizada.

En Jemaa el Fna todo se consigue. Es un espectáculo imponderable, asombroso. Allí se acude sentir, palpar, absorber, degustar platos rebosantes de especies, saborear té de menta, escuchar músicos improvisados  y pasmarse ante unos monos remontando a nuestra espalda o serpientes adormiladas que un flautín hace subir del suelo empolvado.  

Al presente, sus matices, el cuadro de irisaciones se vuelve similar  y  a la vez diferente. O quizás ya no sean igual las reminiscencias turbadoras, al ser sombras reales o inventadas. Nadie  trasmuta la plaza,  ella sigue ahí convertida en algarabía bulliciosa.

Estando en ella uno se embulle en su mundo absoluto, relámpago que obliga a escuchar las más pasmosas historias de Aladino o Simbad el Marino; ver aguadores de coloridos atuendos y añejas adivinadoras con cartas de Beirut, mientras doradas turistas nórdicas idealizan  con ser raptadas por  un mercader de esclavos y  llevadas a disfrutar una luna  de lujuria en los aposentos del hotel  La Mamounia,  en donde cada una de ellas será una nueva   Sherezade del serrallo.