En ese tiempo nos
encontrábamos en la mediana edad de nuestra
vida y la mayoría de los anhelos
seguían intactos. Sentados bajo los
capiteles del templo dedicado a Artemisa en la ciudad de Éfeso, mirábamos cambiar la luminiscencia del día, y así, tras
una brisa, venía un manto de sombras,
ahora granas, ahora grises. Al anochecer el viento era suave y henchido de
nostalgia.
Las cercanas
rocas de mármol nos llamaban con voces y
sonidos de flautas. Allí nos hicimos disminuidos
ante la armonía musical que penetraba
por nuestros ojos y era vedada a
los oídos.
Con ese equipaje
mitológico cada hombre, mariposa o criatura proteica, es una copia caprichosa
de la memoria cuando a ésta la cubre una neblina traslúcida que parecía salir
del agua.
Recordamos la palabras de Heráclito
de Éfeso: “Nadie se baña en el mismo río dos veces”, de la misma forma que sin los versos de
Homero – al decir de Solón en las páginas de “Troya” descritas en la novela de Gilbert Hafez - nos hundiríamos en la más completa incultura.
Realizar ese viaje a la ciudad del
conocimiento occidental o leer la
novela, deberíamos hacerlo aunque fuera una sola vez en la vida. Igualmente ir
a Roma, Jerusalén o La Meca.
Si lo consiguiéramos, hallaríamos las raíces de nuestra
peculiaridad como seres compasivos. También la vena religiosa, aunque esto sea
ya una ecuación púdica particular de cada uno.
Sobre la epopeya narrativa confluida en Ulises, Paris y Aquiles, el
Mediterráneo es una mundología de fondo. Es más, la cultura de ese entorno
civilizador surgió en allí. Igualmente la filosofía, las humanidades, La Biblia y El Corán, los dioses paganos, el amor como motor de
las pasiones y hasta las brutales
guerras manaron en esas orillas. Su arena fina cercana a los madroños,
palmeras, naranjos, pinos negros, lirios, alhelíes, claveles, olivares y lantanas, envolvía por igual la crueldad y la ternura. Las ideas, el mito, la
prosa, el teatro y la poesía se hicieron urbe mientras se despedazaban olas ariscas contra los acantilados. Con el
mismo ímpetu llegaron en bandas pasmosas la cosmología y la “politke”.
Cuando llegamos al Caribe y leímos hace ahora 40 años “Cien años de
soledad” – está al cumplirse el medio siglo de su publicación en Buenos Aires
tras un periplo dificultoso -
descubrimos con pasmo otra dimensión, en que el asombro era un portento, al igual que
la magia, el sortilegio, la alquimia y la irisación perturbadora de la
ciénaga. Desde entonces necesitamos un poco menos a Ulises.
Macondo - la Troya moderna - era un pueblo marcado por la fantasía y el
tiempo imperturbable, donde había unos gitanos vendedores de todo lo imposible
y un cambalache de personajes en cuyo epicentro una mujer, Úrsula, era la
representación genuina del matriarcado ginecocrático, el cordón umbilical de una
historia interminable donde la pasión envolvía
cada acto de la realidad circundante en una marisma sexual y violenta.
Con ella uno entendió a la mujer como una cadena
invisible, palpable y real, cuya razón de ser reafirma la relación física y la descendencia
según principios estáticos.
Es demasiada hembra y da miedo. Con una
sola mirada se posesiona de todo: piedras y almas.
Ella, personaje central de la novela de García Márquez, es segmento integral de una ceremonia de
iniciación esotérica, pues en la
trashumancia de luz, sombra y adivinación, la mujer renace en círculos de efusión,
demencia y arrebatos, de tal forma que sus
alucinaciones son parte íntegra de la realidad, tal como la agorera
troyana Casandra.
Sobre ese equipaje sobrenatural y
mitológico, alguien señaló que cada hombre o criatura proteica de la novela,
es una copia caprichosa de la memoria cuando a ésta la cubre una neblina
de bruñida aislamiento.
En esas páginas de Gabo cruza la historia de la Tierra en un santiamén, es
decir, en un ciclo de cien años donde vamos de la prehistoria de la nuestra raza
hasta el Apocalipsis. Y en medio se expande, más allá de sus propias
posibilidades, la esencia femenina.
Razonablemente, sea chocante o un desatino, creemos que entre Troya y Macondo,
Homero o García Márquez el entorno y la
invención subliminal es la mismo. El Mediterráneo y el Caribe son aguas
acaloradas, encharcadas de leyendas siempre rumbosas y abiertas para la ensoñación, el desparpajo, la
mamadera de gallo y las alegorías recubiertas de creativas invenciones
sorprendentes.
Tanto Homero como Gabo retratan a los seres humanos en un
mundo tenebroso de realidades que nos parecen irrazonables y encierran la
verdad de nuestra existencia con sus miedos descomunales y unas esperanzas
permanentemente elevadas sobre el horizonte. En La Ilíada , igual que en la ciénaga colombiana, todo está
repleto de conflictos y desventuras sin soluciones que sujetan la
esencia de seguir indisolublemente existiendo.
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