Ilustración de Oswaldo Dumont, diario El Universal, Caracas
A secuela del
sentido vertiginoso de la vida actual son cada vez menos las cartas que se
escriben a mano. Ni los inflamados
enamorados lo hacen. Es más fácil enviar un E-mail, comunicarse a través
del correo electrónico, usar el celular, que hacer uso del papel y la tinta
para expresarnos, unos a los
otros, los acontecimientos cobijados entre el pliegue del aliento
Los tiempos actuales son diferentes y con ellos debemos transitar;
no
ayudará en demasía perpetuar épocas
anteriores aún habiendo sido algunas de ellas vivenciales, emotivas o
plausibles en instantes que creemos mejores. Aún así, no traspapelemos
apresuradamente los recuerdos entre las hendiduras de la piel, dejémoslos florecer. Nunca lo que nos rodea desaparece
plenamente en el tobogán del tiempo
inexorable. Quedan matices y ecos de una añoranza ahora languidecida.
A lo largo de nuestra dilatada existencia he sido un empecinado escribidor de epístolas. Marcharon en
desbandada docenas. Entre ellas, se arrulla sobre el recuerdo la emotiva trilogía
inundada de “Cartas a
Patricia”. Esos libros los he hallado en
diferentes lugares en mis corridos ambulantes en lugares tan remotos como Mahbes de Escaiquima en el Sahara Occidental, la Isla de Capri o San Juan de Puerto Rico, y aunque fueron escritos sin mediar ningún
valor literario, un pedazo humedecido de
mi dubitativa existencia se halla en esas páginas ahora cubiertas de mohín
sobre cuero áspero.
Existió una época en que el género epistolar tuvo efecto tan firme como el teatro, la novela o la poesía en las plumas de grandes
precursores de la talla de Chateaubriand, Pascal, Montesquieu, la marquesa de
Sevigné, Talleyrand, Rousseau, el mismo Napoleón, Remusat, lady Montagne, Richardson, Simón Bolívar
y nuestro admirado lord Chesterfield.
Mirando la arenisca, percibo el cenáculo de amigos y escucho las asonancias de los violines. Es un fragmento más de vida saliendo a nuestro encuentro.
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