domingo, 3 de abril de 2016

Meandros del alma

 
 
 
Constantino Cavafis
 
 
 
 
 
La frase de Gustave Flaubert  - Marguerite Yourcenar lo incluye como metáfora en sus “Memorias de Adriano - : entre Cristo y Marco Aurelio, instante en que el hombre estuvo solo y abandonado a su suerte, el único sortilegio posible era  agarrase a los meandros del alma.
No son fielmente las palabras del autor de “Madame Bovary”, cuya obra debería leerse aupada con el estudio que sobre ella hace Vladimir Nabokov,  y aún así son exactas.
 La raza humana posee una aprensión de nacimiento: la incomunicación.  ¿Y quién la salva?  Uno de los remedios,  si intentamos enfrentarnos a ese  infecundo momento, sería la lectura y escritura. Debido a esos frutos germina en nosotros otro yo iluminado  con  el que podemos ejercitar un diálogo que nos puede ayudar a sobrellevar el retraimiento interior.

Leer… escribir, salir al encuentro de la vida con sus amuletos esperanzadores.  

Jorge Luis Borges dejó dicho: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me enorgullecen las que he leído.”

 Hace años – era igual a un gorrión sin alas  -  comencé a leer sin estar al tanto del poder de las palabras, y a emborronar cuartillas, renglones  reflejo de mis alucinaciones íntimas. Era el tiempo en que la luminiscencia del anhelo  ilusionado se reflejaba en mis ojos con la fuerza de cristal de cuarzo sobre un paisaje de ensoñación: los prados inclinados del cementerio de Ciares, en un  Gijón oscuro de la infancia tan palpable en el recuerdo.

 Los primeros escritos, incautos, se perdieron como tantas otras marabuntas.  Más tarde me deshacía de ellos avergonzado. Si de algo me jacto es del  poco apego a mis cuartillas, aunque en alguna parte, entre los dobleces de la piel, hay cicatrices vivenciales que si se tocan, punzan.

Debemos percibir los resortes de la  existencia deslizándose  sin demasiados morrales encima. Suelo sollozar a menudo. Más que lágrimas, es un vapor húmedo  colgado en los ojos. Sucede  ante el infortunio de toda persona, la indigencia  que tanto abunda o  una escena de cariño tardío en alguna envejecida  película  en blanco y negro marchito.

 En este intervalo dejo de escribir y voy a envolverme en las neblinas encubiertas bajo la piel. La noche es acogedora y fresca, los ruidos se han disipado. Se está bien allí, con la ventana abierta. La mente retoca formas, y en ellas,  vislumbro al emperador Adriano, en  cuya biografía novelada  la autora de  “Opus Nigrum” nos legó un aporte certero  del discernimiento del poder político,

Al hombre lo contemplo viejo, enmohecido. Enterró en la tarde el cuerpo joven de su amado Antinoo, y llora como un niño asustado en la sombras. Su dolor se desnuda igual a las hojas en el  otoño y siento compasión  al verlo afligido.

Recapacito quejumbroso en lo que puede hacer una  mirada  asceta en medio de las oscuridades al fondo del ventanal. Uno, ser vulnerable,  termina convirtiendo los actos cotidianos  en un murmullo, casi en monólogo interior, un ir descorriendo las cortinas de nuestra pequeña vecindad intentando hallar un resquicio de esperanza. Dante lo  exclamó siglos después: “Los que entráis aquí perded toda esperanza”. Era el pórtico del averno y tardamos en saberlo cuando ya era demasiado tarde.

Constantino Cavafis, el poeta ambulante en “El cuarteto de Alejandría”, lo dijo con sentimiento helénico: “Un monótono día sigue a otro / idénticamente monótono. Las mismas cosas / nos ocurrirán una y otra vez, / los mismos momentos van y vienen.”

La noche  huele a mazorcas húmedas y hay resortes adoloridos sobre las manos y en las tapas de los libros que reposan sobre el tálamo. Es hora de retornar  al obligado  duermevela.

 

 

Europa siente miedo




“El grito” de Edvard  Munch

 
 
 
He comenzado a escribir estas líneas  varias veces. No encajaban las palabras y la impotencia nublaba un hecho impenetrable intentando hallar una lógica imposible. ¿Por qué?

Las líneas surgían saturadas de resentimiento e irritación ante los horrendos atentados acaecidos en  Bruselas.

Era la misma furia en desbandada que brotó de los entresijos de nuestra mente cuando un  ramalazo de terror sangriento  se cebó contra docenas de personas en París durante la noche del 13 noviembre del pasado año.

 Desde entonces ya nada comenzó a ser igual, ni habrá de serlo en estos surcos que bebieron el pensamiento positivista, aún entendiendo como George Steiner, y matizado antes de la II Guerra Mundial por Thomas Mann, no tener miedo,  ya que  existiendo los cafés seguirá viva  la noción de una  Europa que  regó la palabra viva  y la hizo florecer con fuerza atronadora penetrando a espuertas en el espíritu. 

En ese sentido, estos locales con mesas de mármol deslustrado  y periódicos, seguirán  abiertos como guardianes  de ideas, versos, diálogos,  libros, libertades, aprensiones y alboradas ilusionadas.

Hasta la llegada de estos nuevos desgarros de muerte sanguinaria, ya nos habíamos olvidado de las  espantosas explosiones en los trenes de la  Estación de Atocha, Madrid,  aquel 11  de marzo del  2004, con una cifra demencial  de 190 fallecidos y docenas de heridos.

Igual que otras cientos de personas, el apuntador de estas angustias  colocó el día después de la punzada violenta,   en la escultura “El viajero” de Eduardo Úrculo – maleta, gabán viejo, sombrero de ala media – un velón  blanco como la cal recién amasada sobre el muro de una necrópolis.

 Hay que tomar enserio el exacerbado  odio de los  yihadistas a Occidente, que han  acrecentando una curvatura pavorosa extendida del Oriente Próximo al golfo Pérsico y llega al Magreb.

 Cuando brotó la “primavera árabe”,   ellos no pidieron la “Sharia” que ya  tenían el Islam,  sino  libertad. Les vinieron  sí, otros anatemas atroces.

Las reacciones o el denominador de Europa en los últimos años ante la avalancha del extremismo venido en las ramas más extremas de los bárbaros,  ha sido de aprensión. Las medidas  tomadas no dan el efecto  deseado debido a la ignorancia contra lo que se lucha. A cada acción lanzada con la tarea  de minimizar la xenofobia, los grupos del salafismo anteponen cánones de espanto que no están en la observancia que ellos dicen defender.

Siempre la raza humana ha vivido al borde de un   vacío. Lo que está sucediendo ahora, enmarcado en un plano de  doscientos años con dos apocalípticas guerras mundiales y el fin de colonialismo, pareciera  nuevo y no lo es. Estos grupos  conocen la manera  de construir artefactos caseros cuya potencia es terrorífica. 

El espacio nacional sin fronteras como parte dulcificada de la globalización, se resquebraja. La espeluznante    presencia de miles de personas a las puertas de Europa huyendo de la guerra en sus países, y manejadas por cooperativas mafiosas que obtienen impúdicos  beneficios, ha terminado  levantado  púas y empalizadas en los contornos a tomar.  

El premio Nobel  húngaro  Imre Kertész, comenta  la debacle del viejo continente a sus 87 años: “Los extranjeros a los que han dejado entrar en la época liberal se han convertido hoy en una carga; por tanto,  se ha virado a la derecha y ahora se confía  en que, por así decirlo,  se establezca el orden, esto es, que se limite la democracia. Enorme confusión e inseguridad; el terror ha intimidado a Europa, y  Europa se postra ante el terror como una puta barata ante su proxeneta pendenciero”.

Hubo un tiempo, cuando el hombre observaba las estrellas en medio de la soledad, tuvo el coraje de comenzar a caminar cruzando la raya del  horizonte, forjar un futuro batallando contra las adversidades, los elementos y los barbarismo que impedían  los valores éticos, morales  y religiosos que los harían  imperecederos.  

Ciclos después,  ¿seguimos  manteniendo esos atributos en nuestra sociedad? No ahora mismo. La manera  de intentar  hincar las rodillas a  los fanáticos del Estado Islámico  sin resultado, demuestra que el miedo nos ha  postrado.

Napoleón Bonaparte  fue certero: “Abandonarse al dolor sin resistir es desertar  del  campo de batalla sin haber luchado”. 

Se reúnen  en Bruselas los ministros de exteriores de la UE y deciden,  comenzar a tomar medidas… en junio. ¡Qué ineptos!

Lo señaló Paul Theroux cuando se hallaba recorriendo las costas  del Mediterráneo para escribir “Las columnas de Hércules”:

“Es muy difícil defenderse de una persona que está dispuesta a sacrificar su vida con tal de matar a otros”.

Certero. El salafismo ha declarado la conflagración a la civilización y está dispuesto a que la raza humana  regrese al tiempo de las cavernas.

Europa necesita dialogar, ahora bien: ¿alguien nos  puede decir con quién?

 

 

“El grito” de Edvard  Munch

Siempre regresa


Girasol, Verde, Paisaje, Daisy

 

El poeta de las  tierras  apretadas a un río Duero  con sauces y salgueras en sus orillas, era el primero en anunciar la primavera en aquella apaciguada Soria barbacana en la que Antonio Machado  enterrara, cerca del olmo agrietado “y en su mitad podrido”, a su esposa-niña Leonor:

“Yo vi en las hojas temblando las frescas lluvias de abril…”.

Al  costado del mar Caribe del que levantamos velas a hincarnos en el Mediterráneo, el nicaragüense Rubén Darío - de quien Jorge Luis Borges dijo que lo  había renovado todo: la materia, el vocabulario, la métrica y la sensibilidad de ciertas palabras - fraguó una canción de otoño en primavera deseando llorar sin poder hacerlo. Quien  haya bebido de ese vaso hasta la última gota del estío  sabrá de qué añoranza estamos hablando.

Con la llega de  la primavera salieron  las bicicletas y aparecieron las oscuras golondrinas de Gustavo Adolfo Becquer  susurrando aliases de enamorados.

 Las muchachas con pantaloncillos  livianos levantan un gorgoteo de risas conventuales en plazas y bulevares. El piropo o requiebro volverá, aunque nunca se ha  ido. Lloverá de vez en cuando  y habrá una humedad reposada en los párpados amorosos salpicados de afinidades escondidas.

En nuestra adolescencia nos envolvía la sembradura de las dudas.  Escribíamos  con ahínco. Fueron  gacetillas amasadas en el ímpetu desgranado de un joven abriéndose a un incierto destino en la redacción del desaparecido diario “Región”, en esa ciudad de Oviedo – tal mía en la afinidad y ahora tan lejana - en que recibimos afectos a raudales.

La poesía  no era a la sazón un arte en el sentido de la palabra, sino un ramalazo, cierto hervir interior, una forma de trasformar la saliva de las entrañas y amasar con ella términos tan  potentes como la luminiscencia  y las noches  friccionadas en duermevelas. 

Entremezclábamos efusiones  sin pudor – éste vendría después y nos destrozaría a rasguños – probándonos a nosotros mismos el entusiasmo nonato   de  una telilla en la piel frágil. José Hierro,  el poeta de nuestros desahogos, lo predijo:

“No fue jamás mejor aquello. / Esto de ahora es doloroso; / pero el dolor nos hace hombres / y ya ninguno estamos solos. / Alto fue el precio que pagamos: / miseria y llanto en los ojos, / nuestros mejores años verdes / y nuestros sueños más hermosos.”

En las tierras bajas,  una copla de Rafael de León increpaba  a los celestinos ejidos:

“¿De dónde vienes tan tarde, /  dime, di, de dónde vienes? / ­ ¡Vengo de ver unos ojos  verdes, como el trigo verde!”.

Con estos y más versos nos apoyábamos  en los primeros escarceos aquerénciales. No era nada nuevo y lo supimos, como cualquier hombre o mujer, al dar los inevitables  traspiés al encuentro de las ternuras ansiadas.

 Estamos a punto  de cumplir un puñado décadas de existencia y, sin error,  ha sido un lapso sereno, si perpetuamos que Europa estaba  sufriendo el conflicto bélico más espantoso que recuerda el planeta, con 50 millones de muertos  y un continente destruido.

Fue una barbarie sin parangón, el principio  de Apocalipsis que sigue latente; las memorias de Stefan Zweig se arremolinaban en nosotros y,  al recordarlas hoy,  hieren.

Un proverbio  hindú señala: “La vejez comienza cuando el recuerdo es más fuerte que la esperanza”.   Esa certeza   nos protege con las palabras de Arturo Uslar Pietri: “Uno no es joven ni viejo: vive”, y aún así, empezamos a darnos cuenta la inclinada edad que nos envuelve los años    

 La muerte es trivial y, sin embargo, el misterio que comporta no está resuelto: mi propia muerte permanece única. La parca es tan singular y personal como  la vida misma, y ahí se alza la ciencia, los descubrimientos  alucinantes.

Hace unos meses un laboratorio prolongó la duración de vida a una mosca de la fruta. En lugar de existir sus normales 80 días, lo hizo durante 110.  Los  profesionales genéticos exponen que igualmente se puede hacer con la raza humana.

 Eso es bienhechor: nos circundarían más primaveras en nuestra alma  y los primeros amoríos serían en la ensoñación  más prolongados… si antes pudiéramos   borrar de la tierra las ojivas nucleares.