martes, 29 de noviembre de 2016

Paseo por Roma






Cardenal Baltazar Porras

 Un largo tiempo ha trascurrido hasta poder conjeturar el arcano de la república imperial de los césares,  siendo  Francisco de Quevedo el garante de  abrir el rosetón con su soneto “A Roma sepultada”, versos adheridos al musgo de sus  piedras milenarias:

“Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!, / y en Roma misma a Roma no hallas: / cadáver son las que ostentó murallas, / y tumba de sí propio el Aventino.”

Nos hallamos en la metrópoli  de la Siete Colinas con  motivo de  los actos sacros  que impondrán la birreta y el anillo cardenalicio   a monseñor  Baltazar Porras, Arzobispo de Mérida,  de manos del Papa Francisco.

El peregrinaje renace al cobijo de una renovada amistad de quien será  a partir de ahora uno de los consejeros más cercanos del Vicario de Cristo, y  se hace emotiva al retornar a la urbe que subyuga siempre al viajero.

 El nuevo delfín de la Iglesia le acongoja la situación de Venezuela.  El mismo día del honroso nombramiento fue desairado y vejado en Mérida. La  envoltura que somete  a la nación de Bolívar está roída.  Posee fusiles e inquisidores, no pueblo: si lo poseyera, no necesitaría usar la fuerza, profanar leyes y ampararse en grupos jacobinos.

Nuestro flamante cardenal es consciente de lo que sucede  y lo  asume con certidumbre moral. Ante las embestidas el pueblo  merideño ha demostrado a su pastor espiritual  un afecto imponente. Lo apoya, lo venera y  lo refuerza. 

Baltasar Porras no estará desguarecido hoy sábado en la Basílica de San Pedro. Una amplia representación de los habitantes del páramo lo acompaña. Y en medio, una certeza de fe: quien asuma   la creencia en el Dios de Abraham no  temerá al desasosiego. Y no existe lugar mejor para evidenciarlo que las catacumbas de Roma, su Coliseo y esa sempiterna Vía Appia cuya calzada empedrada llevaron a los últimos rincones del mundo entonces conocido,  las palabras de Simón Pedro, el primer pontífice mártir enterrado bajo los cimientos que levantaron Miguel Ángel y  Gian Lorenzo Bernini.

Los libros, compañeros de viaje, serán pocos; vamos ligeros de equipaje en clara insinuación a las sinecuras de Machado (don Antonio), al haber sabido el poeta de la Castilla barbacana despojar el alma de la pesada carga.  Uno no hará tanto, nuestros  desvelos aún no permiten rumiar los deslices envueltos en trashumantes pesares. Debemos esperar el postrero manotazo de la existencia.

 “Paseos por Roma” de Stendhal,   es todo el peso de nuestra alforja.

Al despertar el alba, con la intención de ocupar un sitial cómodo en la Plaza de San Pedro siempre plena de peregrinos, nos sentamos unos minutos  – igual a otras ocasiones -  en una repisa del parquecito al cobijo del “Castel  Sant Angelo” a orillas del Tíber. Miraremos la cúpula  de la mayor basílica del mundo como espacio telúrico de la condición espiritual, y así cada resarcimiento, gestas heroicas, santos mártires, papas -portentosos unos, mundanales otros-, volveremos a turbarnos   con el relato que el escritor de Grenoble hizo de la trágica familia de los Cenci. Se habrán narrado infinidad de veces historias similares, y nunca, ni de lejos, análogas a  esas letras en que el agudo análisis sicológico  de la brutalidad de un padre  se impone sobre una agraciada e  inocente hija  de apenas 16 años.

Al describir unas piedras antiguas, unos frescos o un paisaje, Stendhal se convierte en el primer precursor del turismo tal como lo conocemos hoy, aunque ya no se miren las obras de arte con igual celo. Viajamos más, observamos menos, lo que se traduce en aburrimiento y cansancio.

 “Paseos por Roma” es producto de tres viajes a Italia, el primero en 1800 cuando va con las tropas de Napoleón y se  instala, siendo subteniente de caballería, en Milán. Once años después y  soñando con dejar los laureles de la guerra,  regresa para comenzar su “Historia de la pintura en Italia” y caer en los brazos de Angéline Bereyter, el  comienzo de un interminable remolino de amores en las tierras de Petrarca.

 “Supongo – dice – que alguna vez alguien llevará uno de estos volúmenes en su bolsillo al recorrer Roma por la mañana...” Cierto, aquí está entre mis manos uno de ellos.

 Continuará con nosotros al acudir temprano hoy a la Basílica de San Pedro cuando el Santo Padre Francisco, en una solemne ceremonia, realice la consagración de los nuevos cardenales que ayudarán al gobierno de la Iglesia y tendrán el honor de elegir en su momento, al sucesor del actual Pontífice.

 Allí estará monseñor Baltasar Porras, de rodillas, con esa humildad tan constante en él. Será  elevado a Príncipe de la Iglesia. Honor a quien honor merece.

Una vez terminado el acto y sus tumultos emocionales,  retornamos nuevamente al encuentro de  Stendhal cuya sombra, alargada al socaire de un pino mediterráneo,  nos afirma lo sabido: “La verdad sobre Roma no se encuentra en ninguna parte… En Roma, hasta una simple cochera suele ser monumental”.

 


 

Estación Termini

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Leer  puede ser un bálsamo o una destemplanza dependiendo del ánimo y la propia lectura. Hay libros que nos llevan a tardes quitas entre setos, crepúsculos o alientos bulliciosos.
Estos últimos días en Roma, con motivo de asistir al consistorio en que el Papa Francisco impuso el birrete color púrpura al arzobispo de Mérida Baltasar Porras como nuevo cardenal, en un pequeño hotel paralelo a la estación Termini, volvimos a  releer las conversaciones que el fotógrafo  Brassaï mantuvo con Picasso en  una ciudad de París con desgarradas irisaciones de niebla arrancadas al Sena,  fulgor sensual hasta la saciedad  en el Barrio Latino, entonces  ardiente y bohemio como jamás volvería a serlo nunca más.

Aquellas páginas del húngaro,  amigo igualmente de Matisse, Dalí o Giacometti, son las que mejor nos han ayudado a deslumbrar la savia reverdecida del genio nacido en las empalizadas del Perchel, arrabal extramuros de Málaga, barriada donde pintor comenzó a saber que colorear  la diaria existencia  era moldear los  legatarios atributos de la naturaleza emergiendo ahí abajo,  en los subterráneos del aliento uncidos a las  persuasiones creadoras.

Acompañando ese paseo congelado en el tiempo, nos escolta en esta tarde otoñal y mediterránea “El desfile de la vida”, producto de la imaginación del geólogo  John Hodgdon, páginas en que la evolución de la supervivencia sale a nuestro encuentro;  y,  en tercer término, leemos – sobre cuerpos calcinados convertidos en yeso debido a la erupción del Vesubio - “Pompeya”, una incidencia narrativa desarrollada en 48 horas, el lapso trágico y cortante de  ver fenecer la ciudad conocida en su época como la perla de la bahía de Nápoles, ciudad amada y odiada a su vez  en los escritos del hoy olvidado  Curzio Malaparte.

Hay otros textos hoscos, ásperos,  cuyos renglones, púas o flechas de ballesta, desgarran, abren cicatrices y escarban en abatidos recuerdos.

De estos últimos nos adjudicamos,  inclinados al tálamo  en el que intentamos conciliar los desvaríos del sueño, la antología poética “No vendrá el diluvio tras nosotros”, versos que  Joseph Brodsky comenzó en Leningrado (San Petersburgo) y concluyó, ya exilado, en los Estados Unidos, cuando las fibras de su corazón comenzaba  a deshacerse.

En esos poemas se presiente la mano del campesino de la  heredad de abedules que el poeta jamás pudo moldear o sembrar.

Brodsky bebió (y fumó) la vida a grandes sorbos, y  la misma, igual a la bruñida madrecita Rusia, se lo llevó de un zarpazo hacia  la “orilla  de miel congelada”, y  así pudo estar  cerca de la matrona que con  su pueblo - siempre en las desgracias - , amara en  sentido literario. Era la sublime Anna Ajmátova.

 Todos alguna vez, al compás de salmodias, hemos abrazado agazapados a hojaranzos, arces y noches blancas, la elegía a John Donne.

 Dormido el poeta del afecto  metafísico con la alucinación sagaz y las divagaciones envueltas en un caftán,  rapta a Brodsky.  Así lo señala Jan Sjacel:

“Los poetas no inventan los poemas / El poema está en alguna parte ahí detrás / Desde hace mucho tiempo está ahí / El poeta no hace sino descubrirlo”.

En otra vertiente, existen escritores enseñando esquinas y bifurcaciones en las trochas del resuello. Ejemplo: Adolfo Bioy Casares. Su obra es célebre, apreciada y,  aún así,  no leída. Los libros, igual a  la piel, se arrugan, pierden tesura y se vuelven cartón piedra.  Al pibe argentino le sucede eso, aunque no se lo merecía. El personaje más suyo, Morel, aún sigue en busca de una isla en algún lugar del Río de la Plata. Hay señales de que indaga la figura en el arrecife de su admirado  Edgar Allan Poe.

 Lo manifiesto, lector: leo y releo de manera durable sus “Historias de Amor”. En uno de sus aforismos señala: “El amor entre personas honestas raramente es inocente”. La frase es cercana al murmullo de un aleteo de cisnes amancebados y quizás uno de ellos herido. 

Con Casares – amigo duradero de Jorge Luis Borges - hay algo siempre al encuentro de un vientecillo libertino en cualquier mañana de un mes porteño: “La vida, sin sus jardines ajenos, tendría  otro aislamiento”, señalaba el ciego del barrio de Palermo. 

Son pequeños fragmentos breves en una caja de resonancia bajo la envoltura  de su fina ironía.

Iniciamos   estos párrafos con  Gyula Halász – Brassaï - , y finalizamos,  hasta que nos llamó el sueño romano,  con los versos de Rafael Alberti en “Lo que canté y dije de Picasso”.

“Pablo me dice: Estás mejor que nunca.

 Te pareces al Carlos  IV de Goya.

 El mismo  perfil, el pelo, algo rizado sobre el cuello y las orejas.

Una moneda pelucona… Un día te haré un retrato…

¿Cuándo?”.

Sin duda Alberti poseía rasgos  cristalinos  manados de un cuadro velazqueño untado con aceite de oliva andaluz.

Y es innegable: hay tantas Romas como queramos. Esta de ahora nos envolvió, al cobijo de la sorprendente  Estación Termini, en ternura  literaria.









 
 
 
 
 
 
 

 
 
 

viernes, 28 de octubre de 2016

Mitterrand amaba


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Del amor y sus apasionadas y dubitativas consecuencias se sabe mucho y poco a su vez, siendo esto más certero cuando existen ejemplos enternecedores muy a mano: ahora mismo, esas 1.200 cartas publicadas hace unos días   en Paris, afloradas  de la gaveta de las emociones palpables   por la receptora de las misivas  enviadas,  durante más de tres décadas,  del puño y letra de un hombre cuya imagen ante el mundo ha sido distante, dura y  reservada hasta lo inconmensurable: François Mitterrand, presidente  de Francia de 1981  a 1995.

 El jefe del Estado galo invariablemente vivió en su domicilio conyugal con su esposa, la incombustible Danielle  Gouze  e hijos, manteniendo en todo momento una relación  extraconyugal secreta  con la que sería el verdadero amor de su existencia. Cuando la pasión desbordada llegó, el político tenia 46 años –  casado, dos hijos -  y la joven que le hizo tintinear  la sangre hirviente se llamaba   Anne Pingeot. Contaba con 19 años recién cumplidos.

Hoy, a razón de esas epístolas colmadas de vehemente deseo ardoroso, sabemos que esa ternura duraría hasta la muerte  de unos de los políticos más enigmáticos de Europa. El y el silencio mantenían un pacto irrompible resquebrajado la pasada semana y, aún así,  la acción admirable de esa mujer fue expresarle al mundo  que Mitterrand, frío como un témpano, poseía un corazón sentimental  cuya sangre circulaba embravecida y palpitaba a los tiernos llamados  de  los resquicios afectivos de una jovencita en flor.   

Un autor clásico  lo dejó en una mirada femenina  lacerada de dulzura: “Polvo serás, más polvo enamorado”.

Años más tarde lo acentuó con pródiga certidumbre  el poeta alemán Rainer María Rilke: “El amor consiste en dos soledades que se protegen, limitan y procuran hacerse mutuamente felices.”

El estadista y  Anne  no serán una reencarnación de Romeo y Julieta, Dante  y Beatriz o Tristán e Isolda, aunque una vez conocida esa magna entrega, su pasión irrompible cruzó las puertas del edén terrenal, lugar elevado   donde el amor habla sin bajar la mirada ante los dioses del Olimpo. 

Al leer las cartas enviadas durante años a esa afinidad encendida, sabemos cuanta devoción poseía esa figura dura y hasta despiadada en el arroyo de la política, hacia aquella muchachita apenas salida de la pubertad y cuyo lazo febril perduró hasta su muerte.

En homenaje a ellos, leamos alguna de las frases de Mitterrand:

“Siento hacia ti la ternura total que exige sin duda nuestra extraña condición: el incesto absoluto. Mi hija, mi amante, mi mujer, mi hermana, mi Anne, mi siempre y mi para siempre”.

 Las esquelas son una alianza amorosa inflamada, esplendora, inmensa;  nadie la pudo frenar. Cada pensamiento de François en Anne – tuvieron una hija de nombre Mazarine – pervive   sobre  el mundano ruido de la política diaria, y así,  en medio de una importante reunión en el palacio del Eliseo, el presidente se encierra en si mismo, no escucha nada, toma una cuartilla y subraya a su ardor incandescente: “Escribo estas líneas desde la sala del Consejo. Alrededor de la mesa redonda, los dirigentes europeos charlan en voz baja. La señora Thatcher prepara sus armas. Chirac, mi vecino de la derecha, va y viene. A mi izquierda se sienta  González  (Felipe) el español. Kohl, que preside, suspira”.

 Los líderes europeos representan en ese momento meras sombras mientras la mente del  adalid de Francia va al encuentro de su ternura dulcificadora. Nada interesa, solamente Anne pervive en la luz de su alma.  No hay palabras, y si las hubiera, únicamente pueden agarrarse a las pronunciadas en los versos del clérigo mundano Lope de Vega: “Esto es amor, quien lo probó lo sabe”.

Mitterrand, ya ex presidente,   sabe que  el corazón   mencionado por Blaise Pascal posee razones que la razón ignora, y así, en sus noches de duermevela debido al cáncer de próstata que padece y le llevaría a la muerte, va desgranando a la amada otras misivas ardientes. Francia sabe que el hombre de tesón de acero, espíritu indomable, luchador a tiempo completo, estadista admirable y temido, orgulloso sin freno y  ya camino de la sepultura, tiene sus pensamientos reposando sobre el corazón de Anne Pingeot y su pequeña  Mazarine, niña tierna como un tallo de  romero a la que llama “rocío de mar”.

Sabemos que a Mitterrand le han escarbado su vida política  sin piedad, siendo  el momento  de perpetuarle como uno de los estadistas, con Charles De Gaulle, más importante del siglo XX francés.

Los dos fueron absorbentes con el poder; la patria se encarnaba en ellos. Entre nuestras asignaturas pendientes está Francia, no en el sentido de nación de larga data, sino en  una ensoñación elevada a recuento  de esas 1.200 cartas amorosas y toda  una fogosidad de sexualidad impetuosa venida de las postrimerías del siglo V con Clodoveo y Clotilde de Borgoña.

¡Ay, l’amour!

Mitterrand y el amor




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Del amor y sus apasionadas y dubitativas consecuencias se sabe mucho y poco a su vez, siendo esto más certero cuando existen ejemplos enternecedores muy a mano: ahora mismo, esas 1.200 cartas publicadas hace unos días   en Paris, afloradas  de la gaveta de las emociones palpables   por la receptora de las misivas  enviadas,  durante más de tres décadas,  del puño y letra de un hombre cuya imagen ante el mundo ha sido distante, dura y  reservada hasta lo inconmensurable: François Mitterrand, presidente  de Francia de 1981  a 1995.

 El jefe del Estado galo invariablemente vivió en su domicilio conyugal con su esposa, la incombustible Danielle  Gouze  e hijos, manteniendo en todo momento una relación  extraconyugal secreta  con la que sería el verdadero amor de su existencia. Cuando la pasión desbordada llegó, el político tenia 46 años –  casado, dos hijos -  y la joven que le hizo tintinear  la sangre hirviente se llamaba   Anne Pingeot. Contaba con 19 años recién cumplidos.

Hoy, a razón de esas epístolas colmadas de vehemente deseo ardoroso, sabemos que esa ternura duraría hasta la muerte  de unos de los políticos más enigmáticos de Europa. El y el silencio mantenían un pacto irrompible resquebrajado la pasada semana y, aún así,  la acción admirable de esa mujer fue expresarle al mundo  que Mitterrand, frío como un témpano, poseía un corazón sentimental  cuya sangre circulaba embravecida y palpitaba a los tiernos llamados  de  los resquicios afectivos de una jovencita en flor.   

Un autor clásico  lo dejó en una mirada femenina  lacerada de dulzura: “Polvo serás, más polvo enamorado”.

Años más tarde lo acentuó con pródiga certidumbre  el poeta alemán Rainer María Rilke: “El amor consiste en dos soledades que se protegen, limitan y procuran hacerse mutuamente felices.”

El estadista y  Anne  no serán una reencarnación de Romeo y Julieta, Dante  y Beatriz o Tristán e Isolda, aunque una vez conocida esa magna entrega, su pasión irrompible cruzó las puertas del edén terrenal, lugar elevado   donde el amor habla sin bajar la mirada ante los dioses del Olimpo. 

Al leer las cartas enviadas durante años a esa afinidad encendida, sabemos cuanta devoción poseía esa figura dura y hasta despiadada en el arroyo de la política, hacia aquella muchachita apenas salida de la pubertad y cuyo lazo febril perduró hasta su muerte.

En homenaje a ellos, leamos alguna de las frases de Mitterrand:

“Siento hacia ti la ternura total que exige sin duda nuestra extraña condición: el incesto absoluto. Mi hija, mi amante, mi mujer, mi hermana, mi Anne, mi siempre y mi para siempre”.

 Las esquelas son una alianza amorosa inflamada, esplendora, inmensa;  nadie la pudo frenar. Cada pensamiento de François en Anne – tuvieron una hija de nombre Mazarine – pervive   sobre  el mundano ruido de la política diaria, y así,  en medio de una importante reunión en el palacio del Eliseo, el presidente se encierra en si mismo, no escucha nada, toma una cuartilla y subraya a su ardor incandescente: “Escribo estas líneas desde la sala del Consejo. Alrededor de la mesa redonda, los dirigentes europeos charlan en voz baja. La señora Thatcher prepara sus armas. Chirac, mi vecino de la derecha, va y viene. A mi izquierda se sienta  González  (Felipe) el español. Kohl, que preside, suspira”.

 Los líderes europeos representan en ese momento meras sombras mientras la mente del  adalid de Francia va al encuentro de su ternura dulcificadora. Nada interesa, solamente Anne pervive en la luz de su alma.  No hay palabras, y si las hubiera, únicamente pueden agarrarse a las pronunciadas en los versos del clérigo mundano Lope de Vega: “Esto es amor, quien lo probó lo sabe”.

Mitterrand, ya ex presidente,   sabe que  el corazón   mencionado por Blaise Pascal posee razones que la razón ignora, y así, en sus noches de duermevela debido al cáncer de próstata que padece y le llevaría a la muerte, va desgranando a la amada otras misivas ardientes. Francia sabe que el hombre de tesón de acero, espíritu indomable, luchador a tiempo completo, estadista admirable y temido, orgulloso sin freno y  ya camino de la sepultura, tiene sus pensamientos reposando sobre el corazón de Anne Pingeot y su pequeña  Mazarine, niña tierna como un tallo de  romero a la que llama “rocío de mar”.

Sabemos que a Mitterrand le han escarbado su vida política  sin piedad, siendo  el momento  de perpetuarle como uno de los estadistas, con Charles De Gaulle, más importante del siglo XX francés.

Los dos fueron absorbentes con el poder; la patria se encarnaba en ellos. Entre nuestras asignaturas pendientes está Francia, no en el sentido de nación de larga data, sino en  una ensoñación elevada a recuento  de esas 1.200 cartas amorosas y toda  una fogosidad de sexualidad impetuosa venida de las postrimerías del siglo V con Clodoveo y Clotilde de Borgoña.

¡Ay, l’amour!

martes, 16 de agosto de 2016

Y Federico no estaba


Las palabras se tornaron postal de viaje y sobre ella escribimos esta epístola  andarina.

Esas aguas relumbrando al fondo de los enebros inflamados y medicinales, son del mar Mediterráneo, y siguiendo su costa doblando más al sur a la derecha, llegaré a Granada. Es agosto y el día está encendido bajo un sol inclemente. El andariego brincará sobre espesos juncales y cercetas de las albercas, hasta poder ver –“lejana y sola”– la ciudad de las alboradas, el viento de Sierra Nevada y los bulbos de las rosas sangrantes, las aguas del Darro. A su vera, los palacios Nazaríes y de Carlos V uncidos en La Alhambra, sus capiteles, el patio de los Arrayanes, Albaicín y las celosías con pasiones inflamadas tras el ensortijado de las querencias clandestinas.

He retornado a Granada y Federico no estaba.

Caminé a la Huerta de San Vicente –“si muero, dejad el balcón abierto”–,  al barranco de Viznar cercano a Alfacar. En tal lugar, en alguna parte del cielo azulino y aire con sabor a pena honda al amparo de olivos y búhos asustados, el poeta dormita al cobijo de este verano colmado de hojas achicharradas  y geranios reventones.

El escribidor caminó al encuentro del “Romancero Gitano”, y Granada, su Vega colmada de limoneros agrios, chumberas y ortigas aceitunadas, seguía sintiendo dolores de parto ante aquel cobarde y demencial asesinato que es como si hubiera roto en sangre cada año.
La ciudad transmitía desdenes melancólicos al traspasar los umbrales del moruno barrio de la Almacería. Si el alma se detenía en una arista bajo dinteles repujados loados por el mismo Alá, se podían escuchar las lágrimas de Boabdil, el último rey nazarí,  al perder la joya más preciada de su corona: Granada, la ciudad siempre  rizada de agua y luminiscencia.
Durante años nadie encontró en Alfacar las simientes de Federico.
Aquella noche de terror le acompañaron –no hay nada certero– Francisco Galadí Melga y Joaquín Arcollas Cabezas, dos banderilleros; igualmente el maestro de Pulianas, Dióscoro Galindo González.

Se supone que murió al alba, de espaldas, a la vuelta de la curva de un camino donde, al escuchar los sonidos secos de los fusiles, las cunetas y ortigas se volvieron lagrimones de fuego, y aún con toda su apasionante búsqueda que comenzó en 1955 y siguió hasta hace apenas dos años, los huesos de Lorca son la historia de un misterio. Ante todo cuando los familiares del poeta de “Romancero Gitano”, aún encontrando la osamenta, se oponen a su exhumación. Laura García, sobrina, ha sido tajante: “No vamos a dar autorización para buscar sus restos”.
Rafael Alberti lo habló en una cierta amanecida: “En esta noche en que el puñal del viento / acuchilla el cadáver del verano, / yo he visto dibujarse en mi aposento / tu rostro oscuro de perfil gitano”.

¿A que no me encuentras?

Cierto, ni el torito en celo, la cabrita mansa, ni la brisa, tampoco la alondra ni el espino: nadie aún ha podido hallar la osamenta acribillada de rencor montuno.
Retozando como las niñas chicas de Granada al jugar en los patios de claveles y acequias, intenté buscar a Federico. Tarea vana. Escarbé en los arroyos, dentro de los pozos de agua, en las fraguas, e íntimamente, con aprensión, rasgué las ramas de los almendros, y el poeta no estaba.
Lo sabía: sigue correteando con nosotros a la gallinita ciega hasta que le diga su amigo Antoñito Carborio en noche inundada de nanas, que ya es hora de adormecerse en La Alhambra para ser el guardián perpetuo de la luz, las cequias, y retornar al mismo sendero de los inconmensurables rimadores del amor donde todo el tiempo es el mismo espacio de cada ser humano cuando una voz en la prehistoria, tras bajar de un árbol, dijo con presión casi muda: “te amo”.

Lo marcó William Shakespeare y Federico asumía ese verso perenne volviéndose tumulto abrasador en sus venas: “O enséñate si quieres, tiempo anciano: / mi amor será en mis versos siempre joven”.
Cierto: en las esquinas de la Granada agosteña, Lorca no estaba. Pudiera ser que estuviera mojando los pies entre las espadañas del río Darro, viendo los arrullos de la “casada infiel” o la pasión sensual como renace siempre.
El tiempo del amor es y será perenne mientras los ardores del verano, el sudor lujurioso, se abra como abanico reventón que esparce erotismo  igual a gotas de escarcha consentida.

Hace 35 siglos en las estepas de Uruk, Mesopotamia, el quinto monarca de la ciudad sumeria, cuya épica amorosa conocía bien Federico al ser uno de los relatos más carnales dedicado al primer amor con fecha histórica, escribió:   

“Mientras la miraba / con sus arrumacos. / Seis días y siete noches, / Enkidu, excitado, / hizo el amor con Lalegre”.
La tragedia del granadino, su muerte irracional, vil, se enlaza con la poesía del amor incrustado en imperecederos versos universales.
Quevedo lo matizó: “Polvo serán, más polvo enamorado”.

domingo, 24 de julio de 2016

Los Derviches giran en Turquia








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Los  acontecimientos sangrantes en los últimos meses no son nuevos, jamás lo han sido, y aún así nos parece que nunca había sucedido la barbarie de ahora  o, si ocurrió, solamente poseemos referencias distantes, matices desanudados.

¿Alguien recuerda con plenitud la II Guerra Mundial con sus 50 millones de muertos y el inhumano Holocausto que acaeció apenas  hace 70 años?  ¿Y la guerra civil en España? ¿Los terroríficos campos de concentración en la Siberia de Stalin? ¿La Gran Marcha de Mao con miles de  mujeres y hombres despedazados en senderos de barro? ¿El conflicto de Indochina?,  o más cerca aún, ¿las dictaduras de Chile y Argentina,  la sangrienta lucha que despedazó Yugoslavia, el horror de las Torres Gemelas en Nuevo York o el accidente nuclear de Chernobyl, por  citar sucesos, entre otros varios,  que nos han marcado desde la mitad del siglo XX hasta el tiempo actual?

Sócrates habló del poder del olvido, y de ello estamos poseídos. Tenerlo  no es doliente  al ser un don necesario; si no fuera efectivo, la humanidad  yacería sobre una pocilga de enormes angustias. Dejar de recordar, el no  guardar algo quejumbroso  en la memoria durante un  tiempo,  nos permite seguir caminando sobre el itinerario de la existencia.

 Gabriel García Márquez – no recuerdo si fue en “El amor en los tiempos del cólera” -  subrayó: “La muerte no llega con la vejez, sino con el olvido”.

 En Europa llevamos unas semanas de pavor. Los hechos sangrantes que se suceden no han dado tiempo aún de posarse en el polvo  grisáceo de la inadvertencia. Los  eventos horrendos sobrevenidos siguen ahí, ceñidos al espanto, angustia y miedo.

Las ciudades de París, Bruselas y Niza, envueltas perennemente en halos  de mundanales grandezas, aventuras sin fin, cosmopolitismo accesible a los ciudadanos de la tierra, están  hoy sofocadas de angustias y aprensiones sin que ninguna haya encontrado la desazón que las circunda, al ser ella el reflejo más esplendoroso de libertad escrita con mayúsculas.

En esas urbes, nadie se sentía forastero. Y, si fuera poco lo sucedido, los ingleses rompen de cuajo con la Unión Europea, el único baluarte que  podía consolidar la grandeza del humanismo, esa virtud que nos hace a todos iguales en pensamientos,   quehaceres y esperanzas.

La última página – no será la única ante la amarga realidad que estamos sobrellevando – ha sido el intento de golpe de Estado en Turquía, una zona encendida de odios crecientes, y un polvorín  del que parte la principal  mecha que inflama sin pausa los sucesos del Medio Oriente que irradian al convulsionado  planeta, aunque sus raíces están en el siglo XI cuando el papa Urbano II lanzó la primera cruzada  que obligaba a tomar las armas para liberar Jerusalén del poder del Islam.

De aquellos barros vienen estos lodos y, aún así,  hay demasiado trecho en medio para ver en su realidad  auténtica, las razones de la cruz y la media luna en ese enfrentamiento que comienza a ser perpetuo con el nuevo resurgir de la  Yihad en manos de Estado Islámico.

 Turquía no es Estambul, y aún así esta ciudad es Turquía debido a su historia y magnífica grandeza. La capital del país es Ankara, urbe alzada  en la Anatolia Central, y allí comenzó el levantamiento armado cuyas causas, a una semana de  la intentona, siguen siendo extrañas. Se habla de un autogolpe del propio presidente Recep Tayyp Erdogan, ya que llevar a cabo un alzamiento militar  con menos de la mitad del Ejército, es una acción  poco sensata y temeraria cuando no se cuenta con un refuerzo civil sólido, como se pudo demostrar a las pocas horas.

Le bastó al jefe del Estado  hacer un llamamiento con un medio que él siempre consideró deleznable, el móvil. Había contactado, cuando todo parecía perdido,   con la CNN Turquía y surgió una videollamada urgiendo a los ciudadanos a salir a las calles en defensa del gobierno. La respuesta a su favor fue unánime.  

El intento de derrocar a Erdogan aconteció ante la violencia de la guerra de Siria y el permanente enfrentamiento  con los kurdos. El presidente ha ido ahogando cada vez más  los derechos democráticos y llevando a la nación  hacia una dictadura personalista.

Los miles de detenidos, entre ellos docenas de jueces, maestros, abogados, empleados públicos, militares, es una purga al estilo  de los déspotas, y muchos pudieran  ser condenados a muerte, algo no insertado en la actual constitución turca. 

La jefa de la diplomacia europea, Federica Mogherini, ha sido directa: “Ningún país puede convertirse en miembro de la UE si introduce la pena de muerte”.

Turquía ha conocidos tres  encarnaciones: Bizancio durante mil años, Constantinopla cristiana y ahora musulmana. Las aguas del Bósforo pueden narrar apesadumbradas historias  mientras giran los bailes de los Derviches. 

 

 

El pequeño radio transitor


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Mi madre tenía un pequeño transistor de pilas que la acompañó media vida. Con aquel pedazo de alcalina negra, la soledad se le hizo algo más llevadera y el mundo que se alejaba inexorablemente de sus ojos, se le ensortijaba entre sus bucles blancos. Mi madre, cuando hablaba, lo hacía hacia dentro; tantos años viviendo sola que aprendió a hablarse a sí misma. Era una mujer de monólogo permanente. Cuando de tarde en tarde yo me acercaba a la casa en aquel barrio de El Llano, en Gijón, con olor a salitre cuajada, sus ojos se encendían como dos ascuas de luz. Me hablaba como si jamás hubiese abandonado el hogar materno.

-Hoy tardaste un poco, hijo, gracias que la cena aún está caliente. Siéntate. Hice una cazuela de verduras con papas, la que a ti te gusta.

Mi madre eternamente hacía verduras y buñuelos. Los domingos, toronja y anisete. Sobre el blanco aparador de la cocina, con manchas amarillas marcadas por el tiempo, su transistor  le unía como cordón umbilical con el mundo. Jamás tan insignificante aparato de radio hizo más en la vida de una persona. Un día, era yo niño, se le cayó al suelo y se abrió por completo; aún funcionaba cuando lo tomó en sus manos, pero estaba destartalado y se veían las tripas de sus diminutos condensadores. Con cinta adhesiva lo curó y así duró años, hasta su muerte.

En el hospital, el menudo transistor fue su única compañía durante meses. Como siempre en estos últimos 20 años, no pude estar a su lado cuando partió hacia la eterna grandeza donde la vida ya se hace poesía y trigo. Mi hermana llegó a su lecho frío y rígido para despedirla en nombre de todos los hermanos.  No tuvo tiempo de decirle adiós, pero hizo la que yo hubiera hecho: colocar entre sus manos, como un rosario, el viejo transistor. Con él la enterraron para que pueda, por los caminos tachonados de hierbabuena del cielo o la eternidad, seguir escuchando música y canciones, anuncios de detergentes y novelas.

El recuerdo de este insignificante aparato vino estos días a mi memoria, por estar escribiendo un largo diálogo con mi madre muerta. Sentado en su tumba, ella y yo continuaremos la charla interrumpida hace muchos años. Era noviembre y en mi tierra hace frío. La tierra se esparce perenne por los campos y la humedad se cuelga de los aleros para acurrucarse en los huesos.

Mi madre preparaba su eterna verdura mientras escuchaba un capítulo de la radionovela: “Ama Rosa”. Durante el tiempo que duraron los gritos, sollozos y abandonos de la novela, no pronuncié una palabra. Fue a la hora de la cena, y con el plato sobre la mesa, cuando le dije:

Me voy a América

No movió ni un músculo de su rostro tejido de arrugas, parecía que estaba lejos, entre los prados inclinados del cercano cementerio sembrado de castaños y chopos.

-Ya lo sé.

- Pero, ¿quién te lo ha dicho?

- Nadie, pero la sangre de una madre avisa cuando un hijo va a partir. La sangre, como la saliva, no engaña. Yo siempre he sabido cuando estabas enfermo porque la saliva se cuajaba en mi boca, y supe de tu partida en el momento en que la sangre comenzó a caminar despacio por mis venas.

- Será por poco tiempo, regresaré pronto.

- El tiempo no existe cuando se es joven. Come, que se está enfriando la cena.

Tomó el pequeño transistor y fue a sentarse con él cerca de la ventana. Fuera, el viento aullaba. vi. que sus ojos me miraban con una serenidad impotente.

- Hijo, en el aparador, dentro de un tarro vacío de mermelada, hay un poco de dinero. Tómalo, te hará falta. ¿Hace frío en América?

- Creo que no.

- Eso es bueno.

Inclinó la cabeza sobre el cristal, mientras la música salida de su transistor arropaba su cuerpo.

Esta semana, paseando por el rastro de la ciudad de  Valencia mediterránea, entre tanto cachivache usado y envueltos en viejos recuerdos, he visto una pequeña  radio como el que tenía mi madre, y tan parecido que sentí como un escalofrío. Lo compré. Ahora está sobre mi mesa de trabajo y lo contemplo con un respeto imponente cuando te escribo esta carta, Patricia. Al verlo, pareciera que el tiempo me ha transportado a mi infancia.