Mi
madre tenía un pequeño transistor de pilas que la acompañó media vida. Con
aquel pedazo de alcalina negra, la soledad se le hizo algo más llevadera y el
mundo que se alejaba inexorablemente de sus ojos, se le ensortijaba entre sus
bucles blancos. Mi madre, cuando hablaba, lo hacía hacia dentro; tantos años
viviendo sola que aprendió a hablarse a sí misma. Era una mujer de monólogo
permanente. Cuando de tarde en tarde yo me acercaba a la casa en aquel barrio
de El Llano, en Gijón, con olor a salitre cuajada, sus ojos se encendían como
dos ascuas de luz. Me hablaba como si jamás hubiese abandonado el hogar
materno.
-Hoy
tardaste un poco, hijo, gracias que la cena aún está caliente. Siéntate. Hice
una cazuela de verduras con papas, la que a ti te gusta.
Mi
madre eternamente hacía verduras y buñuelos. Los domingos, toronja y anisete.
Sobre el blanco aparador de la cocina, con manchas amarillas marcadas por el
tiempo, su transistor le unía como
cordón umbilical con el mundo. Jamás tan insignificante aparato de radio hizo
más en la vida de una persona. Un día, era yo niño, se le cayó al suelo y se
abrió por completo; aún funcionaba cuando lo tomó en sus manos, pero estaba
destartalado y se veían las tripas de sus diminutos condensadores. Con cinta
adhesiva lo curó y así duró años, hasta su muerte.
En
el hospital, el menudo transistor fue su única compañía durante meses. Como
siempre en estos últimos 20 años, no pude estar a su lado cuando partió hacia
la eterna grandeza donde la vida ya se hace poesía y trigo. Mi hermana llegó a
su lecho frío y rígido para despedirla en nombre de todos los hermanos. No tuvo tiempo de decirle adiós, pero hizo la
que yo hubiera hecho: colocar entre sus manos, como un rosario, el viejo
transistor. Con él la enterraron para que pueda, por los caminos tachonados de
hierbabuena del cielo o la eternidad, seguir escuchando música y canciones,
anuncios de detergentes y novelas.
El
recuerdo de este insignificante aparato vino estos días a mi memoria, por estar
escribiendo un largo diálogo con mi madre muerta. Sentado en su tumba, ella y
yo continuaremos la charla interrumpida hace muchos años. Era noviembre y en mi
tierra hace frío. La tierra se esparce perenne por los campos y la humedad se
cuelga de los aleros para acurrucarse en los huesos.
Mi
madre preparaba su eterna verdura mientras escuchaba un capítulo de la
radionovela: “Ama Rosa”. Durante el tiempo que duraron los gritos, sollozos y
abandonos de la novela, no pronuncié una palabra. Fue a la hora de la cena, y
con el plato sobre la mesa, cuando le dije:
Me
voy a América
No
movió ni un músculo de su rostro tejido de arrugas, parecía que estaba lejos,
entre los prados inclinados del cercano cementerio sembrado de castaños y
chopos.
-Ya
lo sé.
-
Pero, ¿quién te lo ha dicho?
-
Nadie, pero la sangre de una madre avisa cuando un hijo va a partir. La sangre,
como la saliva, no engaña. Yo siempre he sabido cuando estabas enfermo porque
la saliva se cuajaba en mi boca, y supe de tu partida en el momento en que la
sangre comenzó a caminar despacio por mis venas.
-
Será por poco tiempo, regresaré pronto.
-
El tiempo no existe cuando se es joven. Come, que se está enfriando la cena.
Tomó
el pequeño transistor y fue a sentarse con él cerca de la ventana. Fuera, el
viento aullaba. vi. que sus ojos me miraban con una serenidad impotente.
-
Hijo, en el aparador, dentro de un tarro vacío de mermelada, hay un poco de
dinero. Tómalo, te hará falta. ¿Hace frío en América?
- Creo que no.
- Eso
es bueno.
Inclinó
la cabeza sobre el cristal, mientras la música salida de su transistor arropaba
su cuerpo.
Esta
semana, paseando por el rastro de la ciudad de
Valencia mediterránea, entre tanto cachivache usado y envueltos en
viejos recuerdos, he visto una pequeña radio como el que tenía mi madre, y tan
parecido que sentí como un escalofrío. Lo compré. Ahora está sobre mi mesa de
trabajo y lo contemplo con un respeto imponente cuando te escribo esta carta,
Patricia. Al verlo, pareciera que el tiempo me ha transportado a mi infancia.
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