domingo, 24 de julio de 2016

El pequeño radio transitor


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Mi madre tenía un pequeño transistor de pilas que la acompañó media vida. Con aquel pedazo de alcalina negra, la soledad se le hizo algo más llevadera y el mundo que se alejaba inexorablemente de sus ojos, se le ensortijaba entre sus bucles blancos. Mi madre, cuando hablaba, lo hacía hacia dentro; tantos años viviendo sola que aprendió a hablarse a sí misma. Era una mujer de monólogo permanente. Cuando de tarde en tarde yo me acercaba a la casa en aquel barrio de El Llano, en Gijón, con olor a salitre cuajada, sus ojos se encendían como dos ascuas de luz. Me hablaba como si jamás hubiese abandonado el hogar materno.

-Hoy tardaste un poco, hijo, gracias que la cena aún está caliente. Siéntate. Hice una cazuela de verduras con papas, la que a ti te gusta.

Mi madre eternamente hacía verduras y buñuelos. Los domingos, toronja y anisete. Sobre el blanco aparador de la cocina, con manchas amarillas marcadas por el tiempo, su transistor  le unía como cordón umbilical con el mundo. Jamás tan insignificante aparato de radio hizo más en la vida de una persona. Un día, era yo niño, se le cayó al suelo y se abrió por completo; aún funcionaba cuando lo tomó en sus manos, pero estaba destartalado y se veían las tripas de sus diminutos condensadores. Con cinta adhesiva lo curó y así duró años, hasta su muerte.

En el hospital, el menudo transistor fue su única compañía durante meses. Como siempre en estos últimos 20 años, no pude estar a su lado cuando partió hacia la eterna grandeza donde la vida ya se hace poesía y trigo. Mi hermana llegó a su lecho frío y rígido para despedirla en nombre de todos los hermanos.  No tuvo tiempo de decirle adiós, pero hizo la que yo hubiera hecho: colocar entre sus manos, como un rosario, el viejo transistor. Con él la enterraron para que pueda, por los caminos tachonados de hierbabuena del cielo o la eternidad, seguir escuchando música y canciones, anuncios de detergentes y novelas.

El recuerdo de este insignificante aparato vino estos días a mi memoria, por estar escribiendo un largo diálogo con mi madre muerta. Sentado en su tumba, ella y yo continuaremos la charla interrumpida hace muchos años. Era noviembre y en mi tierra hace frío. La tierra se esparce perenne por los campos y la humedad se cuelga de los aleros para acurrucarse en los huesos.

Mi madre preparaba su eterna verdura mientras escuchaba un capítulo de la radionovela: “Ama Rosa”. Durante el tiempo que duraron los gritos, sollozos y abandonos de la novela, no pronuncié una palabra. Fue a la hora de la cena, y con el plato sobre la mesa, cuando le dije:

Me voy a América

No movió ni un músculo de su rostro tejido de arrugas, parecía que estaba lejos, entre los prados inclinados del cercano cementerio sembrado de castaños y chopos.

-Ya lo sé.

- Pero, ¿quién te lo ha dicho?

- Nadie, pero la sangre de una madre avisa cuando un hijo va a partir. La sangre, como la saliva, no engaña. Yo siempre he sabido cuando estabas enfermo porque la saliva se cuajaba en mi boca, y supe de tu partida en el momento en que la sangre comenzó a caminar despacio por mis venas.

- Será por poco tiempo, regresaré pronto.

- El tiempo no existe cuando se es joven. Come, que se está enfriando la cena.

Tomó el pequeño transistor y fue a sentarse con él cerca de la ventana. Fuera, el viento aullaba. vi. que sus ojos me miraban con una serenidad impotente.

- Hijo, en el aparador, dentro de un tarro vacío de mermelada, hay un poco de dinero. Tómalo, te hará falta. ¿Hace frío en América?

- Creo que no.

- Eso es bueno.

Inclinó la cabeza sobre el cristal, mientras la música salida de su transistor arropaba su cuerpo.

Esta semana, paseando por el rastro de la ciudad de  Valencia mediterránea, entre tanto cachivache usado y envueltos en viejos recuerdos, he visto una pequeña  radio como el que tenía mi madre, y tan parecido que sentí como un escalofrío. Lo compré. Ahora está sobre mi mesa de trabajo y lo contemplo con un respeto imponente cuando te escribo esta carta, Patricia. Al verlo, pareciera que el tiempo me ha transportado a mi infancia.

 

 

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