Isla de Ítaca, islas Jónicas (Grecia)
Nos va
sucediendo cada vez con más inquietud
interior y sus ecos colisionan con la
membrana de la piel, ahora ya menos
sensible a los vaivenes de la
existencia.
Llenar
cuartillas con palabras cuenta, sentimos turbación al saber que tras más medio
siglo forjándolo interrumpidamente todos
los días en la vivienda o en docenas de redacciones asfixiantes por el humo de
tabaco, no hemos cimentado nada válido, solamente hojas escritas convertidas en motas de olvido tras la primera luz de alba
en el periódico provinciano.
Estamos
recogiendo amarras, y aunque el espíritu intenta no rendirse, tal vez debido a
la rutina de los años, él sabe una
evidencia inconmensurable: si de las miles de cuartillas escritas y
publicadas, se salvan una veintena, serían demasiadas. Lo mismo acontece con la
docena y media de libros. De ellos un puñado de páginas de los cuatro tomos de
“Cartas a Patricia”, pudieran mantenerse acaso en el afecto de un lector. Fuera
de ahí, nada. Polvo y arena que lleva el aire.
Y aún así,
en medio de esta doliente realidad, y aunque la obra literaria no ha servido de
nada, he gozado de uno de los dones más extraordinarios producidos en el Cosmos
tras millones de años luz: la vida.
Es hermoso
saber, y ayuda al instante de la partida definitiva, que estoy formado de polvo
de estrellas y hacia esas partículas radiantes regresaré en el momento preciso.
Soy eterno. Todos los humanos lo somos.
Esto
permite hacer la columna de hoy con más serenidad interior y menos desasosiego.
En este
penúltimo viaje, igual a otros ya
escondidos en la memoria furtiva, íbamos
de la mano de Stendhal, cicerón de lujo,
cuya compañía implícita, al saber tasar la obra humana, fue de una ayuda inapreciable. El sendero lo
marcaba “La Cartuja de Palma”.
Al
describir unas ánforas añosas o simplemente un paisaje bucólico, se convierte
en el primer precursor del turismo tal como lo conocemos hoy, aunque ya no se
miren las obras bellas con igual celo.
Viajamos más y observamos menos. Las
agencias de viaje poseen un lema económico: apurar la mirada y no reposar los
pies.
"Paseos por Roma" es fruto de tres
viajes a Italia, el primero en 1800
cuando acompaña a las tropas de Napoleón y se instala, siendo subteniente de caballería, en Milán. En ese tiempo, tras haber seguido con pasión y celo desmedido al corso, descubrió que el poder supremo envilece y, cuando llega al límite máximo, es un frenesí que arruina la propia autoridad, la embriaga y le causa delirio.
cuando acompaña a las tropas de Napoleón y se instala, siendo subteniente de caballería, en Milán. En ese tiempo, tras haber seguido con pasión y celo desmedido al corso, descubrió que el poder supremo envilece y, cuando llega al límite máximo, es un frenesí que arruina la propia autoridad, la embriaga y le causa delirio.
Once años
después regresa y comienza “Historia de la pintura en Italia”, cae en los
brazos de Angélin Bereyter, y es el comienzo de un turbión amoroso
en las tierras de Francesco Petrarca, cuyos versos a Laura
acrecentaron las alboradas de su alma.
En julio de
1827, en compañía de un grupo de amigos, entre los que hay varias damas, viaja
a Nápoles, Ischia, Roma y Florencia.
Llega a Milán de regreso a París, pero es expulsado por la policía austriaca,
entonces dueña de la ciudad. A la búsqueda de un empleo en las orillas del Sena,
trabaja en el vademécum que en estos momentos, mientras hilvano la crónica, se
adormece sobre mi mesita de noche: “Paseos por Roma”.
En sus
hojas manuscritas Stendhal – seudónimo de Henri
Beyle - advierte que son el
resultado de una caminata, y fueron
escritas sobre los senderos caminando o en la tarde al regresar, ya cansado,
al hotel.
"Supongo
– dice mirando al Tiber - que alguna vez
alguien llevará uno de estos volúmenes en su bolsillo al recorrer Roma”.
La eterna
Roma, al reflejo de los pinos azuzados sabe, en la lejanía, a incienso y
mirra. Las costas napolitanas, a pescado salobre, pizza, vino macerado
hurgado en las laderas del Vesubio, callejuelas tarambanas donde todo es
posible a la clara luz de sus días incandescentes; farallones
despellejados hacia Marina Grande en Capri, gaviotas casi reidoras y paseos
brumosos sin rumbo por los torreones de las atalayas de Tiberio.
¿Y la
política? Un zumbido que hiere. Sin ella seríamos parias, la libertad se
congelaría y ya no seríamos viajeros, sino desterrados. Nos veríamos en la
obligación de cambiar a Stendhal por Kavafis y buscar con ahínco la anhelada Ítaca.
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