domingo, 27 de julio de 2014

Brisa del verano










Playa de Malvarrosa, Valencia



Las terrazas de los edificios, en estos días de verano,  son igual a promontorios en los  que, en noches revestidas  de insomnio, asomamos el cansancio interior al hálito taciturno del parque que se alza delante del edificio de viviendas, lugar en que encallamos hace dos años,  viniendo del Caribe, en cuyos márgenes ha quedado más de la mitad  del barco de la existencia. De aquí, partiremos en la barcaza de Caronte hacia la eternidad  de la estrellas. Tenemos un sostén, somos cristianos viejos y seguimos creyendo en el Dios de nuestra infancia. Tal vez sea poca cosa en estos tiempos que corren, pero la fe es una de las pocas cualidades humanas que no necesita asidero racional.

Esta última noche, el mirador que nos permite ver los jardines “Los Viveros” en la Valencia mediterránea  se hallaba en brumas y el  ruido de las calles se había disipado. Pocas veces sucede, sin embargo en esta ocasión se estaba bien allí. Media luna colgaba en lo alto. Ninguna nube. Quieta soledad.  Los alegres alborotadores veraniegos de la esquina se fueron dispersando y  había en el ambiente de   la hora de maitines acariciando laudes,  el sosiego de la suave calma interior.

Era el intervalo de soltar la  entelequia delirante de la mente. Durante el día repasé algunas páginas de “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar, uno de los pocos libros de cabecera, junto  con “El camino de los griegos”,  un ensayo ya clásico de la alemana Edith Hamilton, “La idea de Europa”, una conferencia de George Steiner y un  tomo de los poetas españoles de la generación del 27.

Frente a nosotros, tomando forma, levantándose entre la luz opaca, una lobreguez imprecisa marcaba los contornos severos del  emperador Adriano acompañado de su médico Hermógenes.  La fiebre regresaba al cuerpo del emperador, descansando sus últimos días en su residencia de Tivoli, cercana ladera de Roma.  Esa misma mañana  nos habíamos encontrado con la frase de Flaubert  en  que la autora belga de “Archivos del Norte” se basó en parte en las inolvidables:

“Cuando los dioses no existían  y Cristo no había aparecido aún, hubo un tiempo único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre”.

Al  César, en las páginas tantas veces leídas,  lo contemplo absorto en el espejo de mis lámparas de noche; más que eso: encanecido. Su abatimiento interior es templado. Enterró hace poco el cuerpo hermoso de su joven amante Antínoo, y él, un dios, dueño del mundo conocido, llora cual un niño abandonado en medio de la oscuridad. Su dolor se desnuda como un bosque en el otoño, y siento piedad al contemplarlo tan afligido.

Es apasionante y doliente  lo que puede revelar una terraza frente a un frondoso parque en medio de la noche esclarecida por la luna llena. Por él van desfilando, entre las trochas de la existencia, vivencias cotidianas, espíritus que nos inquietan y van a nuestro  lado en una interminable procesión,  arrastrando  aprensiones, esperanzas furtivas, un largo cortejo de aleluyas y fingimientos,  donde al  final uno es el espectador  único   en la comedia  evocadora de su propia vida.

 Antes de volver a reposar la cabeza  vuelvo a las páginas  memoriosas del divino  Adriano Augusto que la autora de “Opus nigrum”, tras dejar a Zenón  partir de Brujas hasta volver a ella para practicar con la muerte, fue hilando en las propias agujas de Penélope la despedida del conquistador de los Partos:

“Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo… todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos”.

Yourcenar ya nos lo había dicho pensando en su héroe literario, el japonés Mishima, tras asombrarse ante el espectáculo del kabuki… “El día y la noche son los viajeros de la eternidad…”

Las croniquillas del verano suelen ayudarnos a que las noches sean más suaves, menos duras y largas.

 

 

 

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