Playa de Malvarrosa, Valencia
Las terrazas de los edificios, en estos días
de verano, son igual a promontorios en
los que, en noches revestidas de insomnio, asomamos el cansancio
interior al hálito taciturno del parque que se alza delante del edificio de
viviendas, lugar en que encallamos hace dos años, viniendo del Caribe, en cuyos márgenes ha
quedado más de la mitad del barco de la
existencia. De aquí, partiremos en la barcaza de Caronte hacia la
eternidad de la estrellas. Tenemos un sostén, somos cristianos viejos y
seguimos creyendo en el Dios de nuestra infancia. Tal vez sea poca cosa en
estos tiempos que corren, pero la fe es una de las pocas cualidades humanas que
no necesita asidero racional.
Esta última
noche, el mirador que nos permite ver los jardines “Los Viveros” en la Valencia
mediterránea se hallaba en brumas y el
ruido de las calles se había disipado. Pocas veces sucede, sin embargo
en esta ocasión se estaba bien allí. Media luna colgaba en lo alto. Ninguna
nube. Quieta soledad. Los alegres alborotadores veraniegos de la esquina
se fueron dispersando y había en el ambiente de la hora de maitines acariciando laudes,
el sosiego de la suave calma interior.
Era el
intervalo de soltar la entelequia delirante de la mente. Durante el día
repasé algunas páginas de “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar, uno de
los pocos libros de cabecera, junto con “El
camino de los griegos”, un
ensayo ya clásico de la alemana Edith Hamilton, “La idea de Europa”, una
conferencia de George Steiner y un tomo
de los poetas españoles de la generación del 27.
Frente a
nosotros, tomando forma, levantándose entre la luz opaca, una lobreguez
imprecisa marcaba los contornos severos del emperador Adriano acompañado
de su médico Hermógenes. La fiebre regresaba al cuerpo del emperador,
descansando sus últimos días en su residencia de Tivoli, cercana ladera de
Roma. Esa misma mañana nos
habíamos encontrado con la frase de Flaubert
en que la autora belga de “Archivos
del Norte” se basó en parte en las inolvidables:
“Cuando los
dioses no existían y Cristo no había
aparecido aún, hubo un tiempo único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en que sólo
estuvo el hombre”.
Al César, en las páginas tantas veces leídas, lo contemplo absorto en el espejo de mis lámparas
de noche; más que eso: encanecido. Su abatimiento interior es templado. Enterró
hace poco el cuerpo hermoso de su joven amante Antínoo, y él, un dios, dueño
del mundo conocido, llora cual un niño abandonado en medio de la oscuridad. Su dolor
se desnuda como un bosque en el otoño, y siento piedad al contemplarlo tan
afligido.
Es apasionante
y doliente lo que puede revelar una
terraza frente a un frondoso parque en medio de la noche esclarecida por la
luna llena. Por él van desfilando, entre las trochas de la existencia,
vivencias cotidianas, espíritus que nos inquietan y van a nuestro lado en
una interminable procesión,
arrastrando aprensiones, esperanzas
furtivas, un largo cortejo de aleluyas y fingimientos, donde al
final uno es el espectador
único en la comedia
evocadora de su propia vida.
Antes de volver a reposar la cabeza vuelvo a las páginas memoriosas del divino Adriano Augusto que la autora de “Opus
nigrum”, tras dejar a Zenón partir de
Brujas hasta volver a ella para practicar con la muerte, fue hilando en las
propias agujas de Penélope la despedida del conquistador de los Partos:
“Mínima
alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo… todavía un
instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no
volveremos a ver… tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos”.
Yourcenar
ya nos lo había dicho pensando en su héroe literario, el japonés Mishima, tras
asombrarse ante el espectáculo del kabuki… “El día y la noche son los viajeros
de la eternidad…”
Las
croniquillas del verano suelen ayudarnos a que las noches sean más suaves,
menos duras y largas.
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