viernes, 21 de noviembre de 2014

Callejas y buganvillas










Ciudad imperial de Fez, barrio de los tintoreros



El caminante ha dejado a sus espaldas Tánger y hacia el sur, por campos de chumberas, roquedales y estrujados palmerales, ha llegado a Fez, la más imperial de todas las ciudades de Marruecos.

Nos hospedamos en el Jnan Palace, una atalaya cercana a la sorprendente Medina guardando en sus apretadas callejas a  silenciosos habitantes anclados en la Edad Media, al continuar en ellos laborándose a mano la añeja artesanía y tiñendo el cuero en el barrio de los tintoreros, como se hacía en  tiempos de Muley Edris II, constructor de la ciudad e hijo del primer soberano de la dinastía de  los alauitas.

 Ya es de noche y el aire fresco esparce   un fuerte olor a especies.

Nos acompañan dos  libros: una guía de Berlitz sobre el reino instaurado por Muley Ismael, y  las memorias de una niña en un harén en Fez, escritas por  Fatema Mernissi, Premio Príncipe de Asturias de las Letras.

Ella cuenta, como una Sherezade, para que el tiempo no se haga olvido ni piedra caliza:

 “Nací en un harén de Fez, cinco mil kilómetros al oeste de La  Meca y mil kilómetros al sur de Madrid, una de las peligrosas ciudades de los cristianos. Por alguna razón, decía mi padre, cuando Alá creó el mundo separó a los hombres de las mujeres y coloco un mar entre musulmanes y cristianos. Existe armonía cuando cada grupo respeta los límites de los demás; la transgresión sólo causa pena y desdicha”.

Por Fatema y sus sueños en el umbral, acudí a la ciudad fundada en el siglo IX. Solamente caminé, lo hacía mañana y tarde. En la noche acudía al barrio de los tintoreros a tomar té verde y cenar pichones tiernos sobre una capa de hojaldre, mientras un solitario músico tocaba una especie de guitarra ovalada, instrumento medieval llamado “el-oud”. Poseía un sonido monótono de cuerda igual al  gemido de una plañidera.

Fueron los árabes musulmanes andaluces los que dieron gloria y esplendor a Fez. Es sorprendente. Los palacios compiten unos con otros; éste ofrece grabados en bronces sobre madera de cedro; aquél columnas y ventanales ensortijados. Otro patio enlosado de mármol con hermosísimas piedras de ónix; y fuentes, mucha agua, chorros que al caer de una altura predestinada, parecen canto de pájaros, sonidos de campanas o repiquetear de cantos conventuales en escuelas coránicas.

La urbe, desde 1979,  es Patrimonio de la Humanidad,  y  como ninguna otra  de Marruecos, mantiene, igual a  los arabescos de un minarete, el presente, el pasado y el futuro  engarzados en una marea de tonos pastel y colgantes recubiertos de   buganvillas.

De los profundos pueblos  del Atlas llegan  a este reino jerifiano los campesinos beréberes con sus hechizos para perderse por la Medina salpicada de bruma y olor a especies, siempre al encuentro del mundo bullicioso de comprar y vender. 

El  zoco es una colmena zumbadora donde los alfareros, carboneros, carpinteros, herreros, tenderos, carniceros, sastres, guarnicioneros y aguadores, esparcen sus mercancías en una permanente irisación de luz y griterío en medio de un enredado arabesco de callejones.

 

viernes, 29 de agosto de 2014

El drama de un país









Caracas teniendo como fondo la cordillera del Ávila

 
 
 
Otra vez efectué un corto  viaje a Caracas obligado por las circunstancias. Retorné más apesadumbrado que en otras ocasiones. El terruño se desmorona a ojos vista. Sentí aprensión y desazón. Angustia.

Intenté  romper la monotonía interior y crear la confianza y el diálogo que siempre existió en el pueblo criollo.

Sucedió en uno de esos restaurantes/piano –bar en la zona de El Rosal, el puntual sector  donde Caracas se divide de una forma casi brutal en dos mitades irreconocibles. 

Creo que en los últimos 30 años nunca pisé ese lugar, aún estando situado a  escasos 200 metros en línea recta de la vereda de Chacaíto, donde intenté morar y escribir de la trashumancia interior.

 En las mesas, entre boleros alicaídos o unos compases sueltos entre Vivaldi y Mozart, aparecía de golpe algo parecido a Agustín Lara o “Contigo aprendí” de Armando Manzanero.

 La mayoría de los hombres – igual a uno - , maduros, algo decadentes y venidos de todas las batallas de la subsistencia, tenían un aire muy “demodé” y esa sapiencia caduca, ramplona y venida a menos.  Entre mujeres de una edad imprecisa, destacaban jóvenes que podían ser secretarias, damas de ocasión o alguna que otra señora de estilo y postín. Un Babel de gustos, pasiones, resentimientos y miedos.

El conserje de los baños, un anciano enjuto de color canela y  mirada suspicaz, un claro exponente de esos mimos de Carlos de Luna… “renegreo y chicuelo; la mirada de gallo pendenciero” por lo mucho que ha visto y escuchado en confesiones envueltas en alcohol en esos lavabos con olor a escupitajos y micción urinaria  – por cuenta de la inconsistente próstata de muchos -  desparramada sobre el suelo.

- Aquí, señor usted, nadie es chavista.

Respondió a una pregunta extraña que los personajes de la alta madrugada solemos hacer, con algunos palos de más  en la sangre, y  cuando la mente se halla a esa hora efervescente y nos  sentimos igualitarios, complacientes o solidarios con un trabajador  que pasa más horas en esa letrina  que en su morada.

Si a esa ahora  del sábado por  la noche sacara una navaja de Esmirna como alfanje turco, cortaría,  igual a un pedazo de lacón o jamón de Jabugo, el aire jadeante, mientras un odio   sin honra se abriría a un drama cósmico, por lo que tiene de incomprensión.

Nos odiamos y no sabemos a fe cierta por qué. Chávez, y ahora Nicolás Maduro,  han traumatizado a los venezolanos. El primero ha sido un encantador de serpientes con las fauces sangrantes y la palabra falsa y mística a flor de boca; el segundo, su  heredero, poco o nada preparado a la hora de enfrentar los grandes problemas  de la nación petrolera.

Un ejemplo es la Guerra Civil Española. Pío Baroja narra aquel drama entre hermanos con una lucidez sorprendente. Sale de España viejo y sin un centavo, y con una  distante perplejidad ante el empeño de los dos bandos  enfrentados los unos a los otros.

Al no tener relaciones el escritor vasco ni con revolucionarios ni con reaccionarios, le pasa  como al murciélago del cuento. “Cuando va con los pájaros le dicen: tú no eres un pájaro. Y cuando va con los ratones: tú no eres un ratón”.

Ese chascarrillo es el drama de la mayoría de todos nosotros, los que siguen  allí y los que estamos fuera de sus fronteras.

jueves, 21 de agosto de 2014

Ciudad de especies, Medina y aromas






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Cuando los escasos ahorros de una persona sin oficio ni beneficio lo permiten  - escribir  no es una labor, representa el aliento de seguir vivo -  salgo del levante frondoso de la huerta valenciana hacia el sur peninsular español, cruzo el estrecho y recalo en Tánger como primera pausa en Marruecos. Luego tal vez Casablanca y,  de regreso,  visita pausada, anegada de olores, inflamado bullicio que surge incandescente  en mi zoco preferido de Rabat-Saleh.

Tánger tuvo fama de ser urbe de los cónsules más renombrados de la  Sodoma intelectual a partir de los años 30 del pasado siglo, cuando la existencia asumía el vaho apasionado ceñido en lujuria, noches interminables de largo satén, alcohol achampanado, humo morfinómano, sexualidad sin freno y amores quebrados y tardíos.

Durante ese tiempo Paul Bowles fue el sumo sacerdote de una religión cuya piedra de los sacrificios tenía incrustada la carne de un jovencito de piel canela y un mar de venas pasionales que el escritor bebía hasta la embriaguez total.

Allen Ginsberg, Tennessee Williams, Jean Genet,  André  Gide, Cecil Beaton, Gore Vidal, Haro Ibars y una legión de bohemios, abandonaron la posguerra de Europa para ir al encuentro de las vaporosas alucinaciones  del al-Maghreb.

Y eso es Tánger, lugar en que sopla el siroco de los aromas, y sus calles, palacetes, hoteles, Zoco Chico y Grande, la propia  Alcazaba y esa bajada por la Gran Mezquita camino del  puerto, esparce en el aire un sabor a quif invitando al misticismo.

Sería un desliz decir que ciudad es lujuriosa en sí misma. Se sabe que algunos de esos escritores, artistas o simples vividores, llegaron a ella en busca de droga y efebos en flor, después se enamoraron de Tánger y crearon pasmosas  remembranzas.

Si el viajero anhela darse cuenta, sería suficiente acudir al antiguo museo de la Delegación Americana, al final de una zona rayando en lo inmoral y en uno de los lugares con sabor a tiempo inmemorial de la Medina, la calle Es Siaghin.

La mansión contiene retazos de finales del siglo XVII, y en sus salas se localizan pinturas, grabados, fotografías, esculturas, litografías y recuerdos de aquellos creadores (Paul Bowles dispone de una habitación para él solo) que hicieron de Marruecos, y especialmente de esta zona del Rif, la expresión del arte envuelto en fogosidad desmedida.

En la metrópoli  predominaba el castellano – hoy venido a menos -  sobre el francés. “Hola, buenos días” se escuchaba más que “Bonjour” hasta en las angostas callecitas, el terminal de autobuses, y en cualquiera de las tiendas o cafés del boulevard Pasteur, lugar en que la gente se limitaba  a observarse unos a otros. Era el pasatiempo preferido de la ciudad internacional.

Finalizado el conflicto bélico de la Segunda Guerra Mundial, ese “juego” terminó. Quedaron los recuerdos, páginas literarias inolvidables, querencias furtivas, jovenzuelos adoloridos y cansados de hastíos afligidos.

Los que atravesaron como una luz que no cesa ese tiempo tangerino subliminal y único,  lo supieron bien: La ciudad contenía una dádiva sagrada hoy convertida en pasado insondable.

Se coexiste de muy diversas maneras, y solamente las evocaciones cinceladas en descachados bares y clubs alicaídos, aún otean el viento sandunguero de una ciudad de Tánger que durante  tres décadas se la juzgó imperecedera y tan  eterna como las aguas del Estrecho. 

Ébola y pandemias




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 Es tan cierto como la de la luz del día: los seres humanos van y vienen, pero el planeta permanece. Desaparecerá dentro de unos cinco mil millones de años, cuando el sol se  convierta en una estrella enana blanca   si antes no se autodestruye, pero en ese tiempo no habrá ni un rastrojo sobre la faz de la tierra. 

Quizás, con suerte, nuestros descendientes habiten en otra galaxia, y la vida tal como la conocemos estará  formada por microprocesadores conectados directamente con el cerebro.  ¿Habrá amor, molestias y lágrimas? No es certero.  Será una sociedad reducida a números, y el individualismo, totalmente aniquilado.

Deberíamos  leer nuevamente  a Orwell  y Huxley para comprender los brotes virales que nos asolan, procedentes de la gripe porcina u otras mutaciones desconocidas.

 El  planeta azul es frágil ante las pandemias y estas  han diezmado de forma alarmante a poblaciones enteras. Recordemos de pasada la “peste negra” en el medioevo, pero más cerca la llamada “Gripe española” aunque brotó en Estados Unidos en 1918 recién finalizada la I Guerra Mundial.  Dejó miles de muertos.

Dice la mitología que cuando Pandora abrió la caja prohibida, todas las calamidades se esparcieron por el mundo. No obstante, cercano  al cofre del dolor,  permaneció la esperanza que, en el caso de las enfermedades, son todo tipo de curas: sueros, vacunas y drogas.

A lo largo de los lapsos humanos han existido epidemias desastrosas, pero las que han recaudado mayor cantidad de vidas han sido: paludismo, viruela, cólera, tifus, fiebre tifoidea, tuberculosis, peste bubónica, fiebre amarilla, ahora el ébola y  el Sida.

 En caso concreto del  Ébola, la Organización Mundial de la Salud ha decidido aumentar el nivel de alerta sanitaria en diversos países de África.

Para determinar el nivel de gravedad, se basa en varios criterios: enfermedad desconocida; un potencial de propagación capaz de traspasar fronteras; puede producir altas tasas de contagio e incluso de mortalidad; ser capaz  de cambiar los viajes internacionales y el comercio mundial, y que se haya originado de forma accidental o deliberada.

La gripe porcina no había  dado demasiados quebraderos de cabeza a los humanos, al ser un virus como la mayoría de los de la gripe corriente: muy contagioso, pero no mortal si es tratado a tiempo.

Distinto es, como en el caso actual, la neumonía asiática, gérmenes que tienen una agresividad terrible y,  a cuenta de los rápidos transportes existentes,  pueden llegar en horas al lugar más lejano del planeta.

El terror actual es el Ébola. Todos le temen. Vemos con pesadumbre como algunos españoles que vienen haciendo trabajo de solidaridad en las naciones africanas están sufriendo el mortal estrago.

 Es casi seguro que los laboratorios conseguirán una vacuna que ataje de raíz el Ébola – en Estados Unidos hay claras esperanzas - ,  y mientras eso sucede, es necesario tomar las precauciones más apremiante, entre ellas, cerrar las fronteras de países enteros, y ayudar con todos los medios posible y un poco más, a esas naciones que padecen el peligrosísimo mal.   

sábado, 2 de agosto de 2014

Otros sudores






Cementerio de Ceares en Gijón, Asturias

El mar Cantábrico está algo  cerca,  allá, en las laderas de Somió, es veraniego, caliente y hay un penetrante olor a salitre venido de las algas de sus rocas. El cielo, de un  gris ceniciento, es el de mi tierra astur. Nos conocemos, y el saludo se hace sin  palabras, con un templado gesto.

En  la parte vieja del cementerio entre un camino estrecho de enjutos cipreses,  siento venir la  esencia trasparente  de madre. Cuando presagia mi presencia, comienza a zumbar  unas estrofas de arremolinadas  que amainan mi espíritu. Es el viejo saludo. Su  melodía habla de apego, celada,  y  de que estará allí siempre esperando.

 Al  sentir mi presencia, vuelve la cabeza, mientras deja entrever en la juntura de los labios una sonrisa mohína.  Hay un penetrante sabor a heno seco y harina de maíz descachada.

Me comenta, casi sin haber podido sentarme a su lado,  de Carmen María, la muchacha soterrada a su lado y que un gañán cosió a puñaladas.

María  era una joven a la que el único hombre que tuvo de verdad y le marcó las entrañas, un mal día la zurció  con una navaja. Vino a la  necrópolis en pedazos, y madre, con estoicismo, usando   hierbas medicinales de los campos vecinos y los pocos conocimientos de anatomía que aprendió en la Guerra Civil, fue reconstruyéndola de nuevo. Ahora  vuelve a cimbrear entre los nichos y  más de un muerto se desespera. Tiene un amor silencioso, un militar muerto en duelo de honor, pero él solamente atina a mirarla y a lanzar suspiros como si los canalillos  de su espíritu  temblaran de querencia.

 Infortunadito el hombre, comenta madre. Desmedida edad para la muchacha, no puede controlar su ánimo y éste se le sale del cuerpo nada más verla. Ella está sola y sacudida, pensando siempre en aquel  mal  soplo que la encerró en esta parte de las sombras, mientras el guerrero suspira sus cuitas. Habla de él.

  - Jamás he visto que viniera a verlo nadie. Al principio, hace de esto mucho tiempo, una  dama de mediana edad solía llegar con  un ramo de rosas y colocarlas sobre la losa. Un día dejó de venir y las últimas ternuras en flor  terminaron  también convertidas en polvo y olvido.

Tal vez madre no sepa que el amor es una fruta  que el tiempo disipa.

Le insinúo, con el deseo de romper la crudeza del silencio,  que el militar es de su misma edad y le puede ayudar a calentar la tumba. En seguida  corta: “El hombre  presumiblemente necesite otro cuerpo donde  calentarse, pero a la mujer le sobra con sus recuerdos. Yo los he tenido y llenan cada una de  mis horas de aislamiento. Y algo cierto: ya no soportaría otros sudores que no fueran los míos".

Ahora el olor de los labrantíos del campo inclinado  hacia el barrio Llano del Medio, en Gijón, es cada vez más cercano.

Se acrecentó el viento y los árboles se han  enmarañado en las inclinadas laderas. En este instante,  si cerrara los párpados,  sobre el mijo y la mazorca  vería correr mi perdida niñez, la misma que aún perdura entre los surcos de la piel  cuarteada.

 ¡Campos de mi infancia en los senderos de Ciares!  Sin ellos saberlo guardan la borona que con leche recién ordeñada  ponía madre sobre la mesa de madera estrujada de lejía, y hoy, media vida larga después, al desgranar esas nostalgias, siento el arcaico anhelo  del hogar  disipado entre  brumas y añoranzas.

 

 

 

domingo, 27 de julio de 2014

Flores yaciendo en el suelo








"Los Viveros", Valencia




La sodomía no es un vicio al viejo uso moral del judaísmo y el cristianismo;  fue, y lo es con creces, una forma de vivir. Todo comenzó, siguiendo los pasos de Atenas,  en la antigua Roma con sus desenfrenos y su virtudes, es decir, la vida saliendo al paso sobre las sábanas del lecho del rey Nicomedes y con un César florido vestido de guindas y rosas entre vapores de seda y las palabras poéticas de la  filosofía platónica.

Ignoro si el árbol erguido en el parque “Los Viveros” que rezuma al viento frente al apartamento  en que vivo en Valencia, sabe de eso, no obstante en su esbeltez, movimiento de ramas y hasta caída de hojas – no de ojos – tiene un aire de retoño meloso, un vaho de “paloma helada”  en palabras de Federico  García Lorca.

 En lo particular,  no me adjudico memoria erótica, sino pasión, que puede ser lo mismo, pero no llega más allá de los juegos fantasiosos.

 Natural; ya en las postrimerías de la baja edad media, Juan Ruiz, más conocido como el Arcipreste de Hita, en su “Libro del Buen Amor”, decía con sapiente donaire en castellano meloso y  arcaico:

“El mundo por dos cosas trabaja: la primera, por aver mantenencia; la otra era por aver juntamiento con fenbra plazentera”.

La llegada de Internet y su envoltura libertaria ha sido como descubrir de un sopetón el Mare Nostrum, ese lago interior hervidero de las mejores civilizaciones que diera el mundo antiguo.   Hace unos  usamos el navegador Google con el intento de buscar datos sobre el  amor libre en la época romana y, como si de una desbandada catarata de agua se tratara, el ordenador se inundó  de cientos de páginas.  Nada se pudo hacer para frenar la avalancha. Borrar era imposible: todo se multiplicaba como hongos a finales del otoño.

Recordé  el “Diario” de André Gide cuando hablaba de estética y moralidad coníferas. Es decir, hasta para ser mariposón,  hay que tener estilo, estirpe y clase. No ser un esperpento.

Con el descanso obligado en estos días calurosos del sofocante verano mediterráneo, leer a la sombra de un cobijo que mueva aire, es agradable. Acompañado de alguna cerveza- ese elixir que ya conocían los egipcios – y una jarra de horchata, leer algún libro no revisado  y recordar otros, es desparramar las tardes mientras cruzan muchachas en flor con risas y poses provocativas.

De Manuel Vicent no conocíamos aún “Tranvía de Malvarrosa”. Estando años en Venezuela el libro publicado por primera vez en 1994, no había llegado a las librerías. Con la entrada  del chavismo aparecieron menos, habiendo momentos en  que casi ninguno.  Sus páginas son un  pedazo de adolescencia saliendo a nuestro encuentro.  En sus cuartillas recuerdos, travesuras de un tiempo inolvidable a través de ese camino que va  de la adolescencia a la juventud.

A la par de los relatos de del autor de “Balada de Caín”, Premio Nadal, versos de Alexander Pushkin del que admiro sobremanera  el relato “La hija del Capitán”.

E intentado ser consecuente con la croniquilla veraniega de hoy, el tantas veces manoseado “La musa de los muchachos”, antología de poesía pederástica   de Estratón de Sardes, unas cortas composiciones efébicas del siglo II de nuestra era, y en cuyas fuentes bebió con placer inusitado Constantino Kavafis en las tabernas de Alejandría, al mismo tiempo que   Lawrence Durrel nos legó “El cuartero de Alejandría” con nombres propios: Balthazar, Mountolive, Clea y la incomparablemente bella  Justine.

Leo a Estratón – bien traducido por Luis Antonio de Villena - :

“Recuerda,  recuerda el verso sagrado, que te dije un día: / La adolescencia es lo más hermoso y lo más fugaz. /  El pájaro más ligero en el aire no gana a la juventud. / Mira ya todas las flores yaciendo en el suelo”

 En la playa de Malvarrosa el cielo está nacarado, y un mundo de alegrías sueltas, risas, saltos, abrazos y zambullidos en al agua, alegran la mirada del escribidor. Los años se han ido y aún  así queda ago de pasión en la comisura del deseo. Me siento recompensado viendo a una joven  mujer repujando su cuero cobrizo delante del chiringuito en que descanso entre la horchata y el lúpulo.

Por algunos momentos me siento más juvenil que cuando era un soñador sin fronteras.

 

 

Brisa del verano










Playa de Malvarrosa, Valencia



Las terrazas de los edificios, en estos días de verano,  son igual a promontorios en los  que, en noches revestidas  de insomnio, asomamos el cansancio interior al hálito taciturno del parque que se alza delante del edificio de viviendas, lugar en que encallamos hace dos años,  viniendo del Caribe, en cuyos márgenes ha quedado más de la mitad  del barco de la existencia. De aquí, partiremos en la barcaza de Caronte hacia la eternidad  de la estrellas. Tenemos un sostén, somos cristianos viejos y seguimos creyendo en el Dios de nuestra infancia. Tal vez sea poca cosa en estos tiempos que corren, pero la fe es una de las pocas cualidades humanas que no necesita asidero racional.

Esta última noche, el mirador que nos permite ver los jardines “Los Viveros” en la Valencia mediterránea  se hallaba en brumas y el  ruido de las calles se había disipado. Pocas veces sucede, sin embargo en esta ocasión se estaba bien allí. Media luna colgaba en lo alto. Ninguna nube. Quieta soledad.  Los alegres alborotadores veraniegos de la esquina se fueron dispersando y  había en el ambiente de   la hora de maitines acariciando laudes,  el sosiego de la suave calma interior.

Era el intervalo de soltar la  entelequia delirante de la mente. Durante el día repasé algunas páginas de “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar, uno de los pocos libros de cabecera, junto  con “El camino de los griegos”,  un ensayo ya clásico de la alemana Edith Hamilton, “La idea de Europa”, una conferencia de George Steiner y un  tomo de los poetas españoles de la generación del 27.

Frente a nosotros, tomando forma, levantándose entre la luz opaca, una lobreguez imprecisa marcaba los contornos severos del  emperador Adriano acompañado de su médico Hermógenes.  La fiebre regresaba al cuerpo del emperador, descansando sus últimos días en su residencia de Tivoli, cercana ladera de Roma.  Esa misma mañana  nos habíamos encontrado con la frase de Flaubert  en  que la autora belga de “Archivos del Norte” se basó en parte en las inolvidables:

“Cuando los dioses no existían  y Cristo no había aparecido aún, hubo un tiempo único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre”.

Al  César, en las páginas tantas veces leídas,  lo contemplo absorto en el espejo de mis lámparas de noche; más que eso: encanecido. Su abatimiento interior es templado. Enterró hace poco el cuerpo hermoso de su joven amante Antínoo, y él, un dios, dueño del mundo conocido, llora cual un niño abandonado en medio de la oscuridad. Su dolor se desnuda como un bosque en el otoño, y siento piedad al contemplarlo tan afligido.

Es apasionante y doliente  lo que puede revelar una terraza frente a un frondoso parque en medio de la noche esclarecida por la luna llena. Por él van desfilando, entre las trochas de la existencia, vivencias cotidianas, espíritus que nos inquietan y van a nuestro  lado en una interminable procesión,  arrastrando  aprensiones, esperanzas furtivas, un largo cortejo de aleluyas y fingimientos,  donde al  final uno es el espectador  único   en la comedia  evocadora de su propia vida.

 Antes de volver a reposar la cabeza  vuelvo a las páginas  memoriosas del divino  Adriano Augusto que la autora de “Opus nigrum”, tras dejar a Zenón  partir de Brujas hasta volver a ella para practicar con la muerte, fue hilando en las propias agujas de Penélope la despedida del conquistador de los Partos:

“Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo… todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos”.

Yourcenar ya nos lo había dicho pensando en su héroe literario, el japonés Mishima, tras asombrarse ante el espectáculo del kabuki… “El día y la noche son los viajeros de la eternidad…”

Las croniquillas del verano suelen ayudarnos a que las noches sean más suaves, menos duras y largas.

 

 

 

Una cuartilla










 

 

 

Uno entiende poco de pintura, nada de música. Tampoco sabe mover las piezas de ajedrez ni es afín a las matemáticas. Solamente  realiza algunas acciones con algo de ardor necesario: escribir y practica en lo posible el sortilegio de la querencia.

Lo de rasguear palabras es un decir. Se llenan cuartillas, de ahí,  a la sutileza de expresar un sentimiento o hilvanar las palabras y formar con ella un conjunto de matices, hay un abismo. Si de las miles de palabras escritas se salvan un manojo, viablemente sea mucho, con todo, se materializó a lo largo de la existencia  un anhelo incomprensible interior.

Lo demás olvido, dudas  y sombras.

En  uno de los ensayos de George Steiner, “Muerte de reyes”,  se lee “Existen tres campos intelectuales; y por lo que sé, solamente tres donde los hombres realizaron importante hazañas antes de la pubertad. Estos son: música, matemáticas y  ajedrez”.

 Y recuenta  al “Premio Príncipe de Asturias en Comunicación y Humanidades”, cómo Mozart compuso música de calidad antes de los ocho años; Kart Friedrich Gauss hacía cálculos complejos y apenas tenía diez años, mientras a los 12, allá en Nueva Orleáns, Paul Morphy vencía a los mejores contrincantes en ajedrez.

 Ninguno de esos  niños dotados sabía con claridad lo que hacía, era simple energía mental unida con fines determinados. Algunos la siguen conservando en la pubertad, otros,  con el paso del tiempo, la técnica, el estudio y la sensibilidad, los van envolviendo de creatividad pura; con todo, la música, las matemáticas y el ajedrez, son trances dinámicos y localizables. Ordenadores con sangre propia.

 La pintura  es otro talante,  un arrebato donde la creación humana converge en un mismo punto, igual al “Aleph” de Jorge Luis Borges, o los castillos enrumbados y metamorfosicos  de Kafka.

 Sombrear es un ramalazo del espíritu, un rayo que no cesa y en él, nace, emerge o explota la luz más cegadora vuelta pinceladas.

  Fernando Botero – y lo tomamos como ejemplo - es una irisación de luz caída sobre el planeta azul, cuya bacteria creadora, genial, la va repartiendo en galerías, plazas públicas y aislados museos, en  el que  la Naturaleza se hace oficio y ésta regresa cada cierto tiempo más embellecida.

 Sentir a Degas, Lautrec, Moore, Bacon, Picasso, Miró, Tamayo, Chagall y a otros seres sublimes, es palpar la fibra sensitiva del alma humana. Dice  Mario Vargas Llosa en la obra  el “El paraíso en la otra esquina”, que ciertas facetas humanas son utopías arrebatadoras, hincándose con ello en las vidas de Flora Tristán y Paul Gauguin.

Es viable: toda quimera, fantasía o ensoñación es ir haciendo ronda hacia el Edén añorado.

 No se puede en cuartilla y media hacer un ensayo de vida y arte, pero se ha pretendido. Eso demuestra que la escritura es una imaginación sorprendente.

Es la subsistencia humana pegada al esternón del espíritu humano, un ventarrón apasionante desconocido y extraordinario.

 

miércoles, 2 de julio de 2014

Hojas escritas



Isla de Ítaca, islas Jónicas (Grecia)

                                         
Isla de Ítaca, islas Jónicas (Grecia)









Nos va sucediendo cada vez  con más inquietud interior y sus ecos colisionan con  la membrana de  la piel, ahora ya menos sensible a los vaivenes de la  existencia.

Llenar cuartillas con palabras cuenta, sentimos turbación al saber que tras más medio siglo  forjándolo interrumpidamente todos los días en la vivienda o en docenas de redacciones asfixiantes por el humo de tabaco, no hemos cimentado nada válido, solamente  hojas escritas  convertidas en  motas de olvido tras la primera luz de alba en el periódico provinciano.

Estamos recogiendo amarras, y aunque el espíritu intenta no rendirse, tal vez debido a la rutina de los años, él sabe una  evidencia inconmensurable: si de las miles de cuartillas escritas y publicadas, se salvan una veintena, serían demasiadas. Lo mismo acontece con la docena y media de libros. De ellos un puñado de páginas de los cuatro tomos de “Cartas a Patricia”, pudieran mantenerse acaso en el afecto de un lector. Fuera de ahí, nada. Polvo y arena que lleva el aire.

Y aún así, en medio de esta doliente realidad, y aunque la obra literaria no ha servido de nada, he gozado de uno de los dones más extraordinarios producidos en el Cosmos tras millones de años luz: la vida.

Es hermoso saber, y ayuda al instante de la partida definitiva, que estoy formado de polvo de estrellas y hacia esas partículas radiantes regresaré en el momento preciso. Soy eterno. Todos los humanos lo somos.

Esto permite hacer la columna de hoy con más serenidad interior y menos desasosiego.

En este penúltimo viaje, igual  a otros ya escondidos en la memoria furtiva, íbamos  de la mano de Stendhal, cicerón de lujo,  cuya compañía implícita, al saber tasar  la obra humana,  fue de una ayuda inapreciable. El sendero lo marcaba “La Cartuja de Palma”.

Al describir unas ánforas añosas o simplemente un paisaje bucólico, se convierte en el primer precursor del turismo tal como lo conocemos hoy, aunque ya no se miren las obras bellas  con igual celo. Viajamos  más y observamos menos. Las agencias de viaje poseen un lema económico: apurar la mirada y no reposar los pies.

 "Paseos por Roma" es fruto de tres viajes a Italia, el primero en 1800
cuando acompaña a las tropas de Napoleón y se  instala, siendo subteniente de caballería, en Milán.  En ese tiempo, tras haber seguido con pasión y celo desmedido al corso, descubrió que el poder supremo envilece y, cuando llega al límite máximo, es un frenesí que arruina la propia autoridad, la embriaga  y le causa  delirio.

Once años después regresa y comienza “Historia de la pintura en Italia”, cae en los brazos de Angélin Bereyter, y es el  comienzo de un turbión  amoroso en las tierras   de Francesco Petrarca, cuyos versos a Laura acrecentaron las alboradas de su alma.

En julio de 1827, en compañía de un grupo de amigos, entre los que hay varias damas, viaja a Nápoles,  Ischia, Roma y Florencia. Llega a Milán de regreso a París, pero es expulsado por la policía austriaca, entonces dueña de la ciudad. A la búsqueda de un empleo en las orillas del Sena, trabaja en el vademécum que en estos momentos, mientras hilvano la crónica, se adormece sobre mi mesita de noche: “Paseos por Roma”. 

En sus hojas manuscritas  Stendhal – seudónimo de Henri Beyle - advierte que  son el resultado de una  caminata, y fueron escritas  sobre los senderos caminando  o en la tarde al regresar, ya cansado,  al hotel.

 "Supongo – dice mirando al Tiber  - que alguna vez alguien llevará uno de estos volúmenes en su bolsillo al recorrer Roma”.

La eterna Roma, al reflejo de los pinos azuzados sabe, en la lejanía,  a incienso y mirra. Las costas napolitanas, a pescado salobre, pizza, vino macerado   hurgado en las laderas del  Vesubio, callejuelas tarambanas donde todo es posible a la clara luz de sus  días incandescentes; farallones despellejados hacia Marina Grande en Capri, gaviotas casi reidoras y paseos brumosos sin rumbo por los torreones de las atalayas de Tiberio.

¿Y la política?  Un zumbido que hiere.  Sin ella seríamos parias, la libertad se congelaría y ya no seríamos viajeros, sino desterrados. Nos veríamos en la obligación de cambiar a Stendhal por Kavafis y buscar   con ahínco la anhelada  Ítaca.

domingo, 29 de junio de 2014

Una rosa es una rosa








Leer no  hace sabio a nadie ni tampoco más analítico, quizás un poco henchido de efusiones arrebatadoras,  al ser  los personajes de ciertas páginas más humanos que nosotros.  Determinados escritores   nos moldean a su gusto, se apoderan del yo interior,  dejando en  el espíritu  un arrebato  hincado en  sus  lecturas enardecidas.

En   algunas ciudades se institucionalizó  ofrecer a los vehementes de la lectura, un libro y una rosa con motivo de un acto cultural. Bello gesto que ayudará a esmaltarnos de frescura y arroparnos  con las palabras de Jorge  Luis Borges:

“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”.

Las  obras literarias  son el mejor calmante, o posiblemente  el único, al momento de sofocar los vaivenes  del aliento interior. Lo expresó Cicerón con  palabras traslúcidas:

“Las ciencias y las letras son el alimento de la juventud y el recreo de la vejez; ellas nos dan esplendor en la prosperidad y son un recurso y un consuelo en la desgracia; ellas forman las delicias del vivir, sin causar en parte alguna estorbo ni embarazo”.

¡Cuán cierto es! Estamos moldeados de nuestras lecturas y gracias a ellas comprendemos más la existencia que nos rodea, aún siendo pequeña y  sencilla.

Estoy en Valencia, España,  a razón de sentir un profundo cariño hacia el mar Mediterráneo. Pasan meses, muchos, sin verlo, y a tiro de piedra nos separan escasamente cuatro kilómetros.

De ese piélago azulino aún  mantengo los recuerdos guardados  años atrás, cuando partí el encuentro del Caribe margariteño. Conmigo venía viejo y destartalado el tranvía de Malvarrosa y las lagunas de la Albufera. Tardes enteras pasé mirando el pequeño mar  - casi un lago interior - de las civilizaciones. La minoica nos raptó y Creta hizo un nido apretujado en la comisura del espíritu.

Vuelo al Caribe. La última mañana  había comenzado a mover de su caja de cartón la tortuga que convivía conmigo. Eran dos, y una se hizo mota de ausencia. En la  atardecida de su partida lo supimos: si desaparece un árbol, una flor, un grillo, una paloma o una miasma, algo nuestro  sin darnos cuenta  se desgarra. Y así ha sido siempre. El viejo carey no pudo venir conmigo,  igual que tantas  querencias que he ido abandonando; la dejé con quejoso dolor en un riachuelo con el deseo de que viviera su propia libertad o lo que en su mundo eso parezca.

En eso factiblemente pudiera consistir el amor. Lo aseveró Stendhal: “Amad para ser amados”.

No intento hacer una epístola de ternura amorosa, sino recordando cómo las cosas espontáneas y en apariencia insignificantes, nos llevan hacia  la trascendencia de nuestros actos más recónditos.

Y en eso consiste el placer de leer: convivir con el mundo que nos rodea y llenarnos de la generosa esencia contenida en la prodigiosa escritura. Todos los libros son nuestros libros, con sus avatares, sorpresas y dudas, ilusiones y penas quejumbrosas.

 En “Una  historia de de amor y oscuridad”, el padre de Amos Oz afirma con fundamento: “Si robas tu sabiduría de un solo libro, eres muy criticado, eres un plagiador, un ladrón literario. Pero si la robas de diez libros, te llaman investigador, y si lo haces de treinta o cuarenta, gran investigador”.

Significa que nos vamos llenando hasta rebosar de cada página leída.

Es bien sabido: las obras teatrales de Shakespeare, se basaron en otros relatos más antiguos, cuyos temas el genio inglés elevó a la cúspide  de la esencia humana. La tragedia de Hamlet es de Saxo Grammaticus, un historiador danés del que nadie se acordaría  si no fuera gracias al  bardo extraordinario de Stratford-upon-Avon.

Hay un dialogo en “Tristano muere” de Antonio Tabucchi,  entre el guerrillero herido combatiente por la libertad,  y el autor llamado a contar su historia de pasión y muerte,   reflejo de la complicada realidad misma cuando terminamos sabiendo cómo   muchas variantes de la existencia,  se vuelven idénticas en el tiempo inexorable. Tranquilos, no le molestaremos en medio de sus rosáceas rosas.

Ahora pienso en Ana María Matute, tan dolorosa y sentida ella. Siempre la consideré una niña trasparente tras sus ojos hendidos quejumbrosos. Sufrió mucho, amó mas, nos dejó libros hermosísimos y ahora debe caminar, descalza, sobre los altos labrantíos y roquedales, mirando  desde allí  el mar Mediterráneo de su infancia y la mía.

Esa crátera  comunicante de salitre nos une en el tiempo y la muerte. Quizás igualmente en el olor de una rosa.