Escribo en una cala del Mediterráneo a un costado de la baja Andalucía, la tan cortejada Al-Andalus árabe. La arena y el salitre brillan al unísono. Olivos, alcornoques y farallones desguarnecidos, marcan el paisaje envuelto en calina.
Tras
haber dejado Córdoba – “gitana y sola” – camino
al encuentro de un tiempo
calmoso. A lo lejos, alguien canturrea y rasga la tarde ceñida en
letrillas sueltas del gaditano José
María Pemán:
“A las doce, fandanguillos: un canto claro y sencillo para la gente de fuera; a la una, cartageneras: una cosilla liviana; a las dos, una playera, que ya es copla más entera, y a las tres de la mañana, las siguiriyas gitanas... ¡Ya empieza el cante de veras!”.
Dice la jerga de
Juan el Tuerto que la voz del
“conservatorio” no sirve para cantar flamenco. Es más: El cante posee su “voz
propia”, y tener pureza operística es un
defecto a la hora de expresarlo.
En esta tierra de María Santísima con alarido
taurino entre las espadañas desabrigadas,
la hogaza de trigo y sémola avizoriza la blanca paloma perdida. A lo lejos, una marisma en las riberas del
Guadalquivir esparce el eco de cierta
voz despedazada mientras se hace ella
misma duermevela en las cuevas de los
gitanos:
“Chiquita, dame otra caña, y canta por alegrías pa que las penas se
vayan”.
A lo lejos alguien responde: “Las castañuelas siembran pétalos
negros sobre las penas”.
Eso sucedió en
aquella hora en que los hermanos Manuel y
Antonio Machado se vieron por última vez al socaire de un fandanguillo de Huelva
desplegado de amargura.
“Sin querer te quise tanto /
tanto te quise queriendo / vives en mi pensamiento / y
aunque no quiero quererte / sigo sin querer queriendo / que sin querer te quise
tanto”.
La mujer de piel terrosa y ojos inflamados cual teas, escucha apretando
sus pechos ahuecados de leche cuajada
tras la celosía que paraliza su virginidad herida, la voz varonil del gañán de labrantío abierto
escarba el sendero del deseo contenido:
“Corté flores de un almendro y amapolas de un trigal
y comparé sus colores con los tuyos, Soledad”.
El cordobés Séneca habló de una querencia surgida del pensamiento bajo las losas del
aliento angustiado; Julio Romero de
Torres plasmó la pasión desmedida en tonos de paleta con irisaciones de luz.
En
esa atardecida sobre La Maestranza
cobijada a la sombra de la Giralda, un amigo taurino hasta los costados del hálito, el
venezolano Ángel Luís Omaña, nos envió sus versos:
Quisiera ver a Girón,
“El César de maravilla”,
Enfrentándose
a los miuras
En la plaza de Sevilla.
Y a Lola Flores cantando
Con volcánica
alegría,
Un pasodoble al gran César
Con sabor de Andalucía.
Entre
olivos, jaras y uvas maceradas, Federico
solloza mirando el bruñido astro
lagrimado:
¡Que no quiero verla! / Dile a la luna
que venga, / Que no quiero ver la sangre /
De Ignacio sobre la arena.
La
tarde, serena y sola, ronronea entre
cálices de mosto.
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