Durante aquella lejana época solía escribirte casi todos los días. Era el cinta umbilical de la pequeña vida pueblerina. Te dejaba la carta tras la pila bautismal de la iglesia romana con nombre santa Cordelia, virgen gótica.
Cada final de mes el papel, hecho de
pasta de arroz, se hacía con la planta Artemisa que la abuela traía de
la ribera del río.
Decía ella que ese arbusto oriundo de las civilizaciones
mediterráneas, crece en muchos rincones
de la Europa
arcaica.
El fin de semana estuve leyendo a uno de los autores más
desconocidos de toda la literatura europea: Leonid Tsypkin, que se pasó toda
una vida describiendo un viaje de Fedor Dostoiesvski
con su tormentoso amor, Ana Grigorievna, por la ciudad y las aguas termales de
Baden-Beden, mientras el escritor ruso se
jugaba la vida entre naipes en las mesas del casino.
Y ojeando esas páginas recordé, por esa
superposición de las ideas escondidas en algún pliegue de la piel, que vivir, aún siendo silenciosamente, es cuesta muy empinada, pero si a
nuestro lado está la compañera, la amiga en la que hemos depositado cada una de
las sensaciones más recónditas, todo será
más llevadero.
A ternura de esa comprensión, el juglar de
los enredos del alma, cuando pasaba a nuestro lado expresaba con sapiencia:
“Jamás hay que ser el primer amor de una mujer, sino el último”.
Lo recordamos bien: Te entusiasmaban por aquel entonces
los vientos alisios y los copos de nieve. “Moriré - decías – sobre ese manto de armiño”. Y siempre
te respondía: “Un día vendrás conmigo para conocer esa blancura fría”.
Y esperaste ese viaje, y con la espera, por
algún pliegue del alma, se te fueron los deseos de viajar, pues ya tenías todos
los caminos, senderos, catedrales, fondas, claros valles, puentes y ríos
frondosos, en la retina de tus ojos, grandes y azules cual el mar de la
esperanza.
Los años, que nada perdonan, nos hicieron
un ovillo de sensaciones vagas. Un día, posiblemente gris, te alejaste como la
bruma, de la misma forma que las
sombras. Fue por poco tiempo, quizás te acostumbraste al calor de mis palabras.
Al
verte entrar nuevamente en la casa, todo se llenó de alegría, y pensé,
viéndote tan cerca nuevamente, que aunque escapemos uno del otro, la esencia de
nuestro afecto subsistiría en las paredes de esta vereda, entre sus árboles y los
recovecos de la brisa.
La existencia es empinada, pero si a
nuestro lado está la cómplice de las cuitas profundas, la amiga en la que hemos
depositado cada una de las sensaciones interiores, todo será más llevadero.
Así lo fructificó Dostoiesvski, y ese viaje
a Baden-Baden en compañía de Ana Grigorievna, lo cambió para siempre. Allí
escribió una obra inmortal: “El jugador”.
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