Nadie se baña durante
su existencia en el mismo riachuelo, de la misma forma que sin los
versos de Hesíodo y Homero - expresaba Solón en las páginas de Troya
escritas por el filólogo alemán Gisbert
Afees - nos hundiríamos en la más completa lobreguez.
Realizar ese viaje a la ciudad real o
conjeturada de la cultura occidental o leer la novela de Afees con sus 570
páginas, lo deberíamos hacer aunque
fuera una sola vez cada uno de nosotros. Lo mismo que ir a Roma, Jerusalén, La
Meca o Benarés. Si lo fraguáramos, hallaríamos las raíces de nuestra
peculiaridad como seres humanos. Igualmente la vena religiosa, aunque ésta sea
ya una ecuación púdica particular de cada uno.
Sobre esa epopeya narrativa en la que
confluyen Ulises, Paris y Aquiles, el Mediterráneo se vuelve una mundología de
fondo. Es más, toda la cultura Europea de hoy surgió en ese mar interior. La
filosofía, los dioses mitológicos, la pasión como motor de cada uno de los ardores bienhechores, uniendo a su vez
en esas orillan los conflictos sangrantes.
Su sabor salífero envolvía por igual las dudas, la crueldad y las pasiones.
La cosmología y la “politke”, las ideas, el mito, la prosa y la poesía se
hicieron urbe mientras se trozaban olas
ariscas contra sus acantilados.
Hace años - en tierras venezolanas del
Caribe - tras leer “Cien años de
soledad” de Gabo, descubrimos con pasmo otra dimensión, donde el asombro era un
resplandor creador al igual que la
magia, el sortilegio, la alquimia y la irisación perturbadora de la ciénaga.
Desde entonces necesitamos un poco menos a Ulises.
Macondo - la Troya moderna - era un pueblo marcado por la fantasía y el
tiempo imperturbable, donde había unos gitanos vendedores de todo lo imposible
y un cambalache de personajes en cuyo epicentro una mujer, Úrsula, era la
representación genuina del matriarcado ginecocrático, el cordón umbilical de
una historia interminable donde el amor envolvía cada acto de la realidad circundante en una
marisma sexual y violenta.
Ella, personaje central de la novela de García Márquez, es segmento integral de una ceremonia de
iniciación esotérica, ya que en la trashumancia
de luz, sombra y adivinación, la mujer renace en círculos de pasión, demencia y
arrebatos, de tal forma que sus alucinaciones son parte íntegra de la
realidad, tal como la agorera troyana Casandra.
Sobre ese equipaje sobrenatural y
mitológico, alguien señaló que cada hombre o criatura proteica de la novela,
es una copia caprichosa de la memoria cuando a ésta la cubre una neblina
de bruñida soledad.
Por esas páginas el colombiano cruza la historia de la Tierra en un
santiamén, es decir, en un ciclo de cien años donde vamos de la prehistoria de
la raza humana hasta el Apocalipsis. Y en medio se expande, más allá de sus
propias posibilidades, la esencia femenina.
Con
Úrsula uno entendió a la mujer como una cadena invisible, pero palpable y real,
cuya razón de ser es legitimar la relación física y la descendencia según
principios extáticos.
Es demasiada mujer y da aprensión. Con una sola mirada se
posesiona de todo: substancia, piedras, hechizos y almas.
A tal causa que entre ella y Fermina Daza, uno se queda por afinidad
afectiva con esta última, al ser ese relato - río Magdalena arriba y abajo en “El
amor en los tiempos del cólera”- donde
la realidad deja de ser ilusoria, se humaniza y uno siente los suspiros de una querencia pasmosa
construidos de rechazos, separaciones y un
reencuentro que ya será en el tiempo literario perdurable.
Tal vez sea
peregrino expresarlo: entre Troya y Macondo, el entorno y la utopía se adhieren.
El Mediterráneo y el Caribe son aguas acaloradas, buenas para la ensoñación, el
desparpajo y las alegorías.
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