Relatan crónicas medievales que los grandes señores de la guerra solían llevar una idea de la batalla arrancada a los ensueño alucinados, un submundo de personajes en el que nunca faltaban rameras, titiriteros, magos, monjes, bufones, escribas, músicos y mercachifles de baja calaña.
Y esto a recuento de una razón: cada conflicto pendenciero
era una puesta en escena, con la salvedad de algunos muertos dispersos
sobre el campo.
Ya en el siglo XVII, los italianos crearon una especie de
“beligerancia” musical y alguien lo llamó “Opus” (obra) cuyo plural
latino es ópera, una representación dramática cantada. Y así, tomando un poco
del teatro griego clásico, llegamos a los textos y partituras actuales cuando
el “Bel canto”, con las nuevas técnicas vocales y las diversas escuelas, se
terminó convirtiendo en un arte sorprendente.
Dicho divertimiento cortesano ha servido para llegar entre el
romanticismo centroeuropeo de Wagner y Berlioz a las partituras de Georges
Bizet, cuya obra musical más conocida es “Carmen”.
Bizet tejió una música arrebatadora, trágica y romántica. De no
ser así, el argumento surgido de la novela de Prosper Mérímée sería el
panfleto de una España pavonada de panderetas. También de un olé
patético tras una verónica de celos a la orilla del Guadalquivir.
El parisino salvó a “Carmen”, la hizo inmortal, y hoy sus amantes la
reverencian con exaltación.
La cigarrera sevillana se volvió mito, y cualquier galantería
que se haga con ella no la hará perder ni un ápice de su grandeza.
Y al ser considerada como una genialidad escénica, fue en alguna
ocasión representada de forma bufa, y eso, si cabe, le hizo más
perdurable; y lo dice uno que contempla las grandes óperas igual a los
amores idos: de tarde en tarde y en el recuerdo.
Hace un tiempo Nápoles, en una pausa camino a la isla de Capri,
conseguí contemplar a ese genio de la escena llamado Jérôme Savary
representando la música de Bizet con un montaje trasgresor y polémico,
llenando la pieza de enanos, toreros y personajes arrancados de los
ensueños Federico Fellini en la cinta
“Amarcord”.
No faltaron travestís, tricornios,
amores sáficos, rumba, cuernos y manzanilla. Allí, en el Teatro San
Carlos, adosado al Palacio Real, obra del arquitecto Domenico Fontana y frente
a la Galería Humberto, Savary resucitaba el mito de la cigarrera con un
proceder escandaloso y general a su vez.
El experimento se asentó en una
parodia que reinterpreta mordazmente el libreto y la partitura originales. De
hecho, Carmen sobrevive a la muerte gracias a un trasplante de corazón y
termina enamorándose de Micaela en un garito sevillano de la España franquista.
Esos amores lésbicos desesperaban a Ernest Hemingway, cuya
aparición en la obra sirve de pretexto para socavar otros símbolos que aún
pudieran quedar de los tiempos del concilio de Trento, cuya permutación musical hico decir a
Erasmo de Rotterdam:
“Hemos
introducido una música artificial y teatral en la iglesia, una vociferación y una
conmoción de voces como jamás se oyese en los teatro de los griegos y los
romanos. Trompas, trompetas y flautas compiten y resuenan constantemente junto
a las voces. Se escuchan melodías amorosas y lascivas como las que por doquier
acompañan únicamente a las danzas de los cortesanos y los bufones. La gente
corre a la iglesia como si ésta fuera un teatro, en busca del encanto sensual
del oído.”
En la actualidad Carmen, la del clavel
reventón, ya no lleva la navaja en uno de sus muslos: pervive en el humo de un
cigarrillo de marihuana y en el sonido
de un fuerte ventarrón de música Pop.
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