A razón de
cambio climático que es real y amenazante en las costas mediterráneas - mar de civilizaciones, cántaros de miel,
almendros, vino macerado, chumberas, limoneros, alcornoques, madroños, olivas
en salmuera, filósofos y poetas - , la
piel se empapa de sudores y requiere,
traído del Caribe venezolano, ron blanco
con ajíes cortados en cuadritos para amainar el sofocón.
En los pueblos erráticos de la España de secano, las
bicicletas, sin dejar de ser sociales y
realistas, han sido el vínculo de esos amores de temporada entre las alamedas y
las riberas de las charcas o riachuelos
en los pequeños burgos, solitarios
el resto del año.
A tal
causa, la cuartilla reblandecida de hoy
se humedecerá de ternura veraniega, lejana y mustia en las comisuras hendidas
de la propia esencia interior.
Al haber
sido jóvenes alguna vez, entrevemos ansiadas locuras de ardor vividas, ahora convertidas en briznas de
brisa sobre un pliegue del alma.
Se ama, y uno a fe cierta ignora la razón; es
un tumulto crecido al ritmo de una
enredadera. Aún así, es hermoso. Solamente el amor nos hace libres y por él
existimos.
Al cronista
le es fácil escribir de atrevimientos ardorosos. Desde siempre, cuando del duendecillo travieso,
ciego y lanzador de dardos se trata, nos sustentamos sobre lo que han dicho los poetas de esa
esencia sempiterna. Hay una larga lista:
Arcipreste
de Hita, Petrarca, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz , Góngora, Pessoa, Kavafis, Gustavo Adolfo
Bécquer, Gabriela Mistral, Neruda, Juan
Ramón Jiménez, Roberto Graves, Ángel González, Olga Orozco, Vicente Huidobro,
Pedro Salinas, Jaime Gil de Biedma, Rafael Cadenas y tantos otros abiertos al viento acariciador de las
querencias afectivas.
Sabemos, por experiencia, que el amor jamás decrece; a lo más, llega a
arrinconarse un tiempo en las suturas de nuestros anhelos interiores y espera
allí, como los segadores, el tiempo de
la sementera, para recoger el fruto de la tierra empapada en sudores,
convertido tras la fermentación en el
pan nuestro de cada día.
Un clérigo
mundano, Lope de Vega y Carpio, escribió con ufano acento que la razón de todas
las pasiones es el amor. De él nacen la tristeza, el gozo, la alegría y la
desesperación. ¡Cuánto sabía!
Los diálogos de ese “miramelindo” – decía
Rafael Alberti - son cual una alegría
entre el fuego y el hielo, una irisación de luz penetrando por la claraboya
entreabierta de la piel.
Al trasluz
de la ventana escuchamos bajo el balconcillo de la vereda de Chacaíto:
- Niña, ¿a
quién buscas tan de mañana?
- Al amor.
- ¿Se habrá
perdido?
- No, se lo
llevó la brisa taciturna, pero volverá.
Y es cierto. Esa pasión suele regresar
maltrecha, herida, con gran sed interior, aunque lo haga acompañada de su
perpetuo lazarillo: la fogosidad taladrada de cicatrices.
Y es que
amar, ahora y siempre, es vivir por encima de las tumbas.
Cuando todo
desaparezca y el cielo garzo se vuelva imperecedero, en el espacio existirán
pequeñísimas partículas recubiertas de la esencia primogénita con la que Dios
hizo el mundo: motas de ternura.
Es creencia firme que la
esencia del amado y la amada se unirán
un día más allá de las constelaciones, para seguir caminando sobre los senderos, allá donde la eterna grandeza se hace poesía y trigo.
A lo lejos alguien canta:
“Tengo
un libro en donde escribo / cuando me
olvido de ti. / Es un librito de pastas negras / en donde aún nada escribí”.
Pidamos, mientras se dulcifica la
espera, otro ron venezolano con ají.
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