domingo, 16 de abril de 2017

Luz y sombras chinescas














 
 
 
 
 
 
 
Suelo ir poco al  cine. Soy de la cosecha de “Ciudadano Kane”,  “Campanas de medianoche”, “Casablanca”, “La diligencia”, “Ladrón de bicicletas”, “Esplendor en la hierba”,  “Muerte en Venecia”, “El gatopardo”, “Viridiana”, “Doctor Zhivago”, “El espíritu de la colmena”  o “Cinema Paraíso”, rancios alcoholes cuando la recolección se hacía a mano y se seleccionaban  las mejores  uvas del viñedo de ese campo llamado   luz y sombra del alma.

Los entendidos del Séptimo Arte nos recuerdan que antes de morir deberíamos ver  500 películas. Es una lástima, ya no dispongo de tiempo.  En otra existencia quizás será.

Hace unos días he leído unos apuntes de Alfred Hitchcock  envueltos en un sobresalto de atracción fatal y casi mítico, ya que el británico tenía la perspicacia de hacer del miedo una manera de fingir sus aprensiones.  

 De él hemos visto “39 escalones” y “Rebeca”, y esto en tiempos lejanos, es decir, cuando las películas eran en blanco y negro y con esos dos matices se creaba un amplio pentagrama de irisaciones de luz.

 Hacia el año 1963, cuando realizó “Los pájaros”, todos, inexplicablemente,  nos asustamos a pesar de pertenecer a una generación de la posguerra con lo doliente y siniestro que eso significaba. En  aquel tiempo nos dimos cuenta del nacimiento  de un mago del regodeo, aunque había instalado turbación en todos los poros de las escenas  desarrolladas en   la mampara nívea.

De una familia católica, en un país protestante, Reino Unido, le vino al chiquillo un sentido de la disciplina estricto, mientras en el colegio de los jesuitas de Essex  sintió  la represión. También las dudas y la soledad.  Un combinado difícil de asimilar en la mente escaldada de un joven soñador. En su biografía  hay estas palabras: “El miedo ha influido en mi vida y mi carrera.”

 La estricta moralidad represiva de su entorno familiar lo fue puliendo hasta convertirlo en un inmaduro introvertido repleto de extrañas culpabilidades. No es casual que esa opresión aparezca posteriormente  en forma de fetichismo en cada escalón de su obra cinematográfica.

Uno suele ser siempre imagen y semejanza de las experiencias que padece.

Acudía todos los días al Museo de Scotland Yard de Londres, obsesionado ante  la escenografía de los grandes criminales y sus historias. También coleccionaba con interés anormal todo lo que los diarios publicaban sobre asesinatos. Llegó a tener miles de fichas, un gran apoyo para los guiones cinematográficos que después realizó.

 En el campo literario, Edgar Allan Poe y su poema “El cuervo” lo marcaron, mientras Luis Buñuel, Jean Cocteau – “Los niños terribles” - y Epstein,  lo  laceraron hasta marcarlo  en profundidad.

 El cine – su mundo - es manipular al espectador  y someterlo al ritmo de la historia que se cuenta.  Alfred Hitchcock lo hizo como nadie,  y uno,  aún hoy, no viendo muchos filmes, sigue atrapado en su alto  trapecio sin red.

 Y es que el  llamado Séptimo Arte, aún siendo luz sobre sombras chinescas,  manipula los sentimientos, hace aflorar pasiones escondidas, revolotear sensaciones nuevas,  al ser  el duermevela  de las cadencias que jamás podremos poseer en las comisuras del espíritu aventurero.

Quizás no acuda al cine debido   al temor de no asumir la misma vida que la pantalla refleja.

Aceite de Argan y miel






Plaza Jemaa el Fna


A conciencia de un espacio interior tornado afinidades afectivas,  los breves viajes realizados al comienzo del año como aviento de los vaivenes interiores, nos hacen partir de ese lago de nombre mar  Mediterráneo hacia las bifurcaciones del Magreb, y de ahí  al encuentro de Marruecos. Dos horas en las alturas nos llevan al país de las especies con sabores a comino,  tomillo, incienso o el hinojo anisado. Aterrizamos en Casablanca.

Partiendo de esta ciudad de raza berebere, arrasada con las cimitarras almorávides y colonialismo  francés - dependiendo de la brújula que sostiene el  ánimo -  nos volvemos transeúntes en Rabat, Fez o Marrakech,  al encuentro de la inmensa cordillera  Atlas con bancales uncidos   a la novela “El cielo protector” de Paul Bowles y sus enebros rojos.

La antigua capital del imperio alauita, Marrakech,  le sabe al andariego a  chumberas, salmuera, vinagre,  palmerales tejidos a mano con hilos verdes  en el “Jardín Majorelle”  de Yves Saint-Laurent; clavo, aderezo y canela; murallas y barro rojizo, placitas y callejuelas, guardan aún jirones de un amor arabesco  arrancado  de una distante mocedad  encanecida.

 Tras un  tiempo de diásporas, retornamos al encuentro del cuero repujado donde incliné mi cabeza en una morada, tras la tumba de Ben Tachfine,  regada con agua de rosas y aceite de Argan  en la que Douniya, día y noche, frotaba sus cabellos azabache de odoríferos sensuales.

Un día, acurrucado en un tapiz  tejido en el valle  de Ait Mizane, en esa hora en  que la luz de la tarde comienza a menguar, escuché unas estrofas  populares  entonadas en la voz de mujeres tuaregs -  berebere de piel blanca -   bajo el cobijo de una jaima:

“Los días caminan lentamente como un rebaño de corderos que la noche arroja de sus pastos - ovejas blancas,  ovejas negras - .

Se alejan en el tiempo hacia el refugio de los merrah ignorados,  donde  reposa todo lo que fue y ya no lo es.

 Los días vuelan rápidos y apresurados sobre las largas olas silenciosas igual a  ibis en el campo”.

 Durante unos  años, el desierto del Sahara Occidental  formó parte de nuestra  existencia mezclada de vientos  lanzando el siroco dentro de  los cuencos con  leche de dromedaria. 

A partir de entonces estamos cimentados de una arena  que ha  moldeado nuestro  carácter y, aún siendo taciturno, es ahora  más  tolerante debido quizás a la extenuación de la edad.

 ¡Cuánta remembranza! Otra vez mirando  el céfiro desmelenado y la sorprendente serranía del Atlas. Igual a otras mañanas, hablamos de anhelos depositados en el suelo de la  manta de dormir  en un recodo del río seco, lugar en que las gacelas siguen buscando  la frescura  de las primeras brumas de la noche estrellada.

  Ese olor a té verde lo conocemos; el espíritu  está impregnado de él, saborea el relente de la piel y adormece con suavidad  los párpados.

A partir de cosechas inmemoriales, las tribus  bereberes venidas de las estribaciones de las cumbres y el desierto  bajan hacia Amara – Alá bendiga la ciudadela santa de los “hombres azules” -, se sientan a descansar al conjuro de los suntuosos alcázares y las murallas que circundan el parque  Abdel Salaam  y la puerta Aidi Fib.  

Cada año, ya en época del gran Mulay Ismail, descendientes jerifianos  del profeta Mahoma rendían pleitesía a los sultanes de Marrakech y colocaban bajo su protección a las distintas tribus  nómadas de la misteriosa región, tan extraña y profunda como un cuento de Paul Bowles al  desgarro del  antiguo “Café  Glaciar”, con su galería única hacia la plaza  Jemaa el Fna - conocida como “Asamblea de los muertos” -  un mosaico del mundo humano de Marruecos,  en el que una inmensidad de tenderetes ofrecen lo inimaginable dentro de una barahúnda organizada.

En Jemaa el Fna todo se consigue. Es un espectáculo imponderable, asombroso. Allí se acude sentir, palpar, absorber, degustar platos rebosantes de especies, saborear té de menta, escuchar músicos improvisados  y pasmarse ante unos monos remontando a nuestra espalda o serpientes adormiladas que un flautín hace subir del suelo empolvado.  

Al presente, sus matices, el cuadro de irisaciones se vuelve similar  y  a la vez diferente. O quizás ya no sean igual las reminiscencias turbadoras, al ser sombras reales o inventadas. Nadie  trasmuta la plaza,  ella sigue ahí convertida en algarabía bulliciosa.

Estando en ella uno se embulle en su mundo absoluto, relámpago que obliga a escuchar las más pasmosas historias de Aladino o Simbad el Marino; ver aguadores de coloridos atuendos y añejas adivinadoras con cartas de Beirut, mientras doradas turistas nórdicas idealizan  con ser raptadas por  un mercader de esclavos y  llevadas a disfrutar una luna  de lujuria en los aposentos del hotel  La Mamounia,  en donde cada una de ellas será una nueva   Sherezade del serrallo.

Ají con ron venezolano




Resultado de imagen de el ron venezolano


A razón de cambio climático que es real y amenazante en las costas mediterráneas -   mar de civilizaciones, cántaros de miel, almendros, vino macerado, chumberas, limoneros, alcornoques, madroños, olivas en salmuera, filósofos y poetas - ,  la piel se empapa  de sudores y requiere, traído del Caribe venezolano,  ron blanco con ajíes  cortados en cuadritos  para amainar el sofocón.

 En los pueblos erráticos de la España de secano, las bicicletas, sin  dejar de ser sociales y realistas, han sido el vínculo de esos amores de temporada entre las alamedas y las riberas de las charcas o riachuelos  en  los pequeños burgos,  solitarios  el resto del año.

A tal causa,  la cuartilla reblandecida de hoy se humedecerá de ternura veraniega, lejana y mustia en las comisuras hendidas de la propia esencia interior.

Al haber sido jóvenes alguna vez, entrevemos ansiadas locuras de ardor  vividas, ahora convertidas en briznas de brisa sobre un pliegue del alma.

 Se ama, y uno a fe cierta ignora la razón; es un tumulto  crecido al ritmo de una enredadera. Aún así, es hermoso. Solamente el amor nos hace libres y por él existimos.

Al cronista le es fácil escribir de atrevimientos ardorosos. Desde  siempre, cuando del duendecillo travieso, ciego y lanzador de dardos se trata, nos sustentamos  sobre lo que han dicho los poetas de esa esencia sempiterna. Hay una larga lista:

Arcipreste de Hita, Petrarca, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Góngora, Pessoa, Kavafis, Gustavo Adolfo Bécquer,  Gabriela Mistral, Neruda, Juan Ramón Jiménez, Roberto Graves, Ángel González, Olga Orozco, Vicente Huidobro, Pedro Salinas, Jaime Gil de Biedma, Rafael Cadenas y tantos otros  abiertos al viento acariciador de las querencias afectivas.

Sabemos,  por experiencia,  que el amor jamás decrece; a lo más, llega a arrinconarse un tiempo en las suturas de nuestros anhelos interiores y espera allí, como los segadores,  el tiempo de la sementera, para recoger el fruto de la tierra empapada en sudores, convertido  tras la fermentación en el pan nuestro de cada día.

Un clérigo mundano, Lope de Vega y Carpio, escribió con ufano acento que la razón de todas las pasiones es el amor. De él nacen la tristeza, el gozo, la alegría y la desesperación. ¡Cuánto sabía!

 Los diálogos de ese “miramelindo” – decía Rafael Alberti -  son cual una alegría entre el fuego y el hielo, una irisación de luz penetrando por la claraboya entreabierta de la piel.

Al trasluz de la ventana escuchamos bajo el balconcillo de la vereda de Chacaíto:

- Niña, ¿a quién buscas tan de mañana?

- Al amor.

- ¿Se habrá perdido?

- No, se lo llevó la brisa taciturna, pero volverá.

 Y es cierto. Esa pasión suele regresar maltrecha, herida, con gran sed interior, aunque lo haga acompañada de su perpetuo lazarillo: la fogosidad taladrada de cicatrices.

Y es que amar, ahora y siempre, es vivir por encima de las tumbas.

Cuando todo desaparezca y el cielo garzo se vuelva imperecedero, en el espacio existirán pequeñísimas partículas recubiertas de la esencia primogénita con la que Dios hizo el mundo: motas de  ternura.

 Es creencia firme  que  la esencia del amado y la amada  se unirán un día más allá de las constelaciones, para seguir caminando  sobre los senderos, allá  donde la eterna grandeza  se hace poesía y trigo. 

A  lo lejos alguien canta:

“Tengo un  libro en donde escribo / cuando me olvido de ti. / Es un librito de pastas negras /  en donde aún nada escribí”.

Pidamos, mientras se dulcifica la espera,  otro ron venezolano con  ají.





 
 
 
 
 

Carmen, amorosa y lasciva




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Relatan crónicas medievales que los grandes señores de la guerra solían llevar una idea de la batalla arrancada a los  ensueño alucinados, un submundo de personajes en el que nunca faltaban rameras, titiriteros, magos, monjes, bufones, escribas, músicos y mercachifles de  baja calaña.

  Y esto a recuento de  una razón: cada conflicto pendenciero era una puesta en escena, con la salvedad de algunos muertos dispersos  sobre el campo.

  Ya en el siglo XVII,  los italianos crearon una especie de “beligerancia” musical y alguien  lo llamó “Opus” (obra) cuyo plural latino es ópera, una representación dramática cantada. Y así, tomando un poco del teatro griego clásico, llegamos a los textos y partituras actuales cuando  el “Bel canto”, con las nuevas técnicas vocales y las diversas escuelas, se terminó convirtiendo en un  arte sorprendente.

 Dicho divertimiento cortesano ha servido para llegar entre el romanticismo centroeuropeo de Wagner y Berlioz a las partituras de Georges Bizet, cuya obra musical  más conocida es “Carmen”.

 Bizet tejió una música arrebatadora, trágica y romántica. De no ser así, el argumento surgido de la novela de Prosper Mérímée sería el panfleto  de una España  pavonada de panderetas. También de un olé patético tras una verónica de celos a la orilla del Guadalquivir.

El parisino salvó a “Carmen”, la hizo inmortal, y hoy sus amantes la reverencian  con exaltación.

 La cigarrera sevillana  se volvió  mito, y cualquier galantería que se haga con ella no la hará perder ni un ápice de su grandeza.

Y al ser considerada como una genialidad escénica,  fue en alguna ocasión representada  de forma bufa, y eso, si cabe,  le hizo más perdurable; y lo dice  uno que contempla las grandes óperas igual a los amores idos: de tarde en tarde y  en  el recuerdo.

  Hace  un tiempo Nápoles,  en una pausa camino a la isla de Capri,  conseguí contemplar  a ese genio de la escena llamado Jérôme Savary representando la música  de Bizet con un montaje trasgresor y polémico, llenando la pieza de enanos, toreros y personajes  arrancados de los ensueños  Federico Fellini en la cinta “Amarcord”.

 No faltaron travestís, tricornios, amores sáficos, rumba, cuernos y manzanilla.  Allí, en el Teatro San Carlos, adosado al Palacio Real, obra del arquitecto Domenico Fontana y frente a la Galería Humberto, Savary resucitaba el mito de la cigarrera con un proceder escandaloso y general a su vez.

El experimento  se asentó en una parodia que reinterpreta mordazmente el libreto y la partitura originales. De hecho, Carmen sobrevive a la muerte gracias a un trasplante de corazón y termina enamorándose de Micaela en un garito sevillano de la España franquista. Esos  amores lésbicos  desesperaban a Ernest Hemingway, cuya aparición en la obra sirve de pretexto para socavar otros símbolos que aún pudieran quedar de los tiempos del concilio de  Trento, cuya  permutación musical hico decir  a Erasmo de Rotterdam:

“Hemos introducido una música artificial y teatral en la iglesia, una vociferación y una conmoción de voces como jamás se oyese en los teatro de los griegos y los romanos. Trompas, trompetas y flautas compiten y resuenan constantemente junto a las voces. Se escuchan melodías amorosas y lascivas como las que por doquier acompañan únicamente a las danzas de los cortesanos y los bufones. La gente corre a la iglesia como si ésta fuera un teatro, en busca del encanto sensual del oído.”

En la actualidad Carmen, la del clavel reventón, ya no lleva la navaja en uno de sus muslos: pervive en el humo de un cigarrillo de marihuana  y en el sonido de un fuerte ventarrón de música  Pop.