Los refugiados que por miles cruzan barrancos y mares de Europa, siguen formando la desidia primaria de la humanidad con sus crueldades, miedos y horizontes brumos, al ser esa imagen la perenne postal que refleja la indiferencia y todo desprecio hacia el otro ser, el mismo que siendo igual a cada uno de nosotros, lo miramos con animadversión.
A partir de los albores de la vida nada ha
cambiado. Los hombres y mujeres de hoy nos cuesta mirar a los que padecen
guerras, hambres y exilios, temiendo nos
quieten el pan de cada día.
¿Y
uno mismo que hace? Poco o muy poco, creyendo que con escribir unas líneas a
favor de los oprimidos hemos calmado nuestra conciencia. Esa es la razón – lo
confieso – de que nuestras cuartillas terminen siendo un mal manual de
literario. Hoy será, y disculpe si puede lector, lo mismo.
Esta
primera semana de un octubre hemos
realizado una revisión de nuestros escritores de cabecera más cercamos y también
más afines a los sentimientos que nos envuelven, llevando al sofá de nuestras
duermevelas al admirado egipcio Naguib Mahfuz.
El
ilustre amigo de lecturas orientales, el Charles Dickens de los cafés de El
Cairo, nos invitó a dar un paseo apenas levantadas las bruma del Nilo.
Pasar
de una calle a otra, entre una suave brisa en desbandada, es cruzar la historia. Mahfuz lo dijo en sus relatos al ser la urbe polvorienta
que él describió la de los viejos barrios de El Ghuriya, El Gamaliyya, o el del
mercado de Khan el Khalili.
“El
Cairo que yo amo – decía -, es el mismo de “Palacio del Deseo” o “Entre dos
Palacios”, - títulos de sus obras - que siguen existiendo hoy con distinto
nombre. Son calles populares, repletas de vida y sus habitantes parecidos a los
que están en mis páginas con sus grandezas y miserias humanas reducidas a las calles de
esa ciudad”.
Uno
de los encantos para recordar de “Al Qahira” (El Cairo árabe), es en primavera cuando se
percibe, al cruzar por sus caminitos, los perfumes de los
naranjos, sicomoros, palmeras, limoneros, guayabos o flores de jazmín,
los mismos olores cuyas esencias se pueden comprar en los bazares y mercados,
con nombres sugestivos como “Noches del Desierto” o “Sueños de Cleopatra”.
En
la ciudad, mientras se saborea un “karkadé” - bebida extraída de una planta servida en invierno
caliente y en verano fría - uno se
percata que los cairotas llegan a las cafeterías con el deseo de fumar
en la particular pipa de agua (shisha).
Antes
de llegar al Valle de Giza comienzan a emerger los espejismos enigmáticos: las
pirámides. Bajo la luz tornasolada, un guía recordó el proverbio: “Todo el
mundo teme al tiempo, pero éste únicamente a las pirámides”.
Uno
se percata allí como un pueblo llegó a vencer el sentido de la muerte por encima de las tumbas y el siroco del desierto.
¿Y
los refugiados? Continúan arrastrando sus pies entre los caminos de una Europa apática,
o haciendo como uno: escribir unas
líneas para calmar la cortedad de
nuestra conciencia.