viernes, 27 de enero de 2017

Una caduca postal















Los refugiados que por miles cruzan barrancos y mares de Europa, siguen formando la desidia primaria de la humanidad con sus crueldades, miedos y horizontes brumos, al ser esa imagen la perenne postal que refleja la indiferencia y  todo desprecio hacia el otro ser, el mismo que siendo igual a cada uno de  nosotros, lo  miramos con animadversión.

 A partir de los albores de la vida nada ha cambiado. Los hombres y mujeres de hoy nos cuesta mirar a los que padecen guerras, hambres  y exilios, temiendo nos quieten el pan de cada día.

¿Y uno mismo que hace? Poco o muy poco, creyendo que con escribir unas líneas a favor de los oprimidos hemos calmado nuestra conciencia. Esa es la razón – lo confieso – de que nuestras cuartillas terminen siendo un mal manual de literario. Hoy será, y disculpe si puede lector,  lo mismo.

Esta  primera semana de un octubre hemos realizado  una revisión de nuestros  escritores de cabecera más cercamos y también más afines a los sentimientos que nos envuelven, llevando al sofá de nuestras duermevelas al admirado egipcio Naguib Mahfuz.

El ilustre amigo de lecturas orientales, el Charles Dickens de los cafés de El Cairo, nos invitó a dar un paseo apenas levantadas las bruma del Nilo.

Pasar de una calle a otra, entre una suave brisa en desbandada,  es cruzar la historia. Mahfuz lo  dijo en sus relatos al ser la urbe polvorienta que él describió la de los viejos barrios de El Ghuriya, El Gamaliyya, o el del mercado de Khan el Khalili.

“El Cairo que yo amo – decía -, es el mismo de “Palacio del Deseo” o “Entre dos Palacios”, - títulos de sus obras - que siguen existiendo hoy con distinto nombre. Son calles populares, repletas de vida y sus habitantes parecidos a los que están en mis páginas con sus grandezas  y miserias humanas reducidas a las calles de esa ciudad”.

Uno de los encantos para recordar de “Al Qahira” (El  Cairo árabe), es en primavera cuando se percibe, al cruzar por sus caminitos, los perfumes  de los  naranjos, sicomoros, palmeras, limoneros, guayabos o flores de jazmín, los mismos olores cuyas esencias se pueden comprar en los bazares y mercados, con nombres sugestivos como “Noches del Desierto” o “Sueños de Cleopatra”.

En la ciudad, mientras se saborea un “karkadé” - bebida  extraída de una planta servida en invierno caliente y en verano fría - uno se  percata que los cairotas llegan a las cafeterías con el deseo de fumar en la particular pipa de agua (shisha).

Antes de llegar al Valle de Giza comienzan a emerger los espejismos enigmáticos: las pirámides. Bajo la luz tornasolada, un guía recordó el proverbio: “Todo el mundo teme al tiempo, pero éste únicamente a las pirámides”.

Uno se percata allí como un pueblo llegó a vencer el sentido de la muerte por  encima de las tumbas y el siroco del desierto.

¿Y los refugiados? Continúan arrastrando sus pies entre los caminos de una Europa apática, o  haciendo como uno: escribir unas líneas para calmar  la cortedad de nuestra conciencia.

 

Castaños y rastrojos














 
 

 

 
 
 
 
Escribo de lo que vivo, es decir de mis cuitas, y eso lo conoce el lector de estas crónicas sueltas, mundanas, algunas veces cursis, otras jocosas, pues jamás he creído que estas letras fueran transcendentes o pudieran cambiar el destino de una sola persona, pues uno al final es simplemente polvo de olvido o un filósofo, que eso, según Luciano De Crescenzo,  jamás se sabe.

He   venido a la tierra de los recuerdos furtivos, los castaños, el pino solitario, el gorrión de casero vuelo y los pueblos apretujados entre los acantilados o asidos a las laderas de las montañas.

Y cada vez que sucede eso,  regreso al niño de entonces y me veo correteando por la inclinada necrópolis de la villa provinciana, donde jugábamos al escondite entre las tumbas y los rastrojos.

La existencia por ese entonces era serena. Las tumbas, lugar para jugar al escondite y comenzar en solitario las primeras escaramuzas del amor. Aquellos cipreses erguidos, cimarrones duros contra el aire, nos asombraron siempre y aún hoy lo hacen, pues seguimos sintiendo por ellos, cuando volvemos a contemplarlos, el mismo respeto soberbio del monje trapense.

Cada pedazo de esta mi tierra  es un escarmiento,  una extraña relación donde yo pongo el cariño suelto y ella su casquivana indiferencia. Yo soy el despechado y ella, cual la muchacha risueña en flor, alegre, desenvuelta,  va por mi vida como mota de algodón o niebla cuajada en desbandada. Posiblemente no sepa de mi ternura, pues hay querencias, y ésta debe ser una de ellas, cubiertas de rumiantes doloras.

Un día, si tercia y  aún queda en mí un gesto de sublime locura, quizá vaya al encuentro de la razón de esta  enfermedad que me consume, y cara al mar bravo de mis esperanzas, en las laderas del monte  donde bebí todos los vientos, lance a su cauce la ansiedad de esa profunda herida para que se haga ella también polvo de estrellas.

 Más de una vez en estas líneas recordé esas raíces recubiertas de  nostalgia. Cuando eso sucede, el corazón se llena de melancolía y los ojos muchas noches se tachonan de lágrimas. A ese desasosiego interior, a ese vaho de dulce amargura lo llamamos “morriña”, lo que para los gallegos  es “saudade”, palabra con la que santificaron toda la nostalgia del emigrante.

En el pueblo marino de mástiles sin sombras ya nada es igual. El pequeño de entonces mira las fachadas de las viviendas,  buscará algo que le recuerde juegos, travesuras, los primeros resquicios de algo convertido más tarde en una especie de amor primerizo.

Posiblemente entre del fulgor del tiempo ido, habrá rasgos, congeladas sonrisas, y será como ir al encuentro de los madrigales en flor.

 

70 años del Holocausto




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Cada 27 de enero se conmemora el “Día Internacional en memoria de las victimas del Holocausto”, uno de los mayores crímenes de la historia humana. La fecha  es una resolución de las Naciones Unidas tratando de mantener viva antorcha  de una atrocidad sin igual que no se puede relegar al pasado. Lo ha dicho el filósofo Jorge Santayana: “Quien olvida la historia está condenado a repetirla”.

Ese día del año 1945, un grupo de soldados aliados (rusos) entraban en el campo de concentración de Auschwitz, símbolo del horror y la barbarie del III Reich.

 Igualmente en fecha hace más de una década,  la ciudad de  Berlín colocaba la primera piedra de un monumento  polémico cerca de la Puerta de Brandenburgo,  para recordar un genocidio que acabó con la vida de miles de inocentes, seis millones de judíos asesinados por el simple hecho de serlo, aunque el antisemitismo existió en Alemania y en otros países de Europa durante  décadas y… aún continúa.

  Evoco en estos instantes, ya que  vivir es sencillamente hacerlo,  mientras en aquella  misma hora en Estocolmo líderes políticos de 47 países se reunían en una ceremonia sacra para conmemorar la liberación de los campos de exterminio de Auschwitz y Birkenau tras la Segunda Guerra Mundial,  y demostrar con ello su repulsa a los regímenes que a lo largo de la historia han acabado por la fuerza con la vida de incontables personas por el simple hecho de ser hebraicos, gitanos o tener características  distintas a la “raza aria”.

  Esa mañana gélida, estábamos  allí, habíamos  acudido a la  Europa de nuestra sangre como tantas otras veces para arroparme de mis dudas, miedos y mantener vivo en lo posible el cordón umbilical con la heredad de mis mayores. Soy medroso por naturaleza, lloro o gimo con frecuencia, y necesito, cada cierto tiempo, como la cabritilla,  cobijarme bajo el manto de la membrana materna convertida en bruma sobre aquel cementerio levantado en  un  recodo del mar Cantábrico, rodeado por espadañas, dos castaños y un olmo viejo abatido por el viento furioso del norte.

 En medio de un silencio sobrenatural, Ehud Barak, entonces primer ministro de Israel, señalaba “que nunca más se tolere el régimen del odio, el asesinato y la discriminación debidas a la religión, la raza o el color de la piel”.

 Pero aún ahora mismo, a 70 años de ese aterrador hecho, ciertos sectores europeos niegan los sucesos y se oponen al recuerdo, pues para ellos es un montaje repleto de propaganda contra Adolfo Hitler.

Es decir, se siguen clavando púas, hierros candentes, escupitajos, orines, palabras despiadadas, sobre la inmolación  más terrible que viera la humanidad.

 Elie Wiesel, premio Nobel de la Paz a razón de su decidida defensa de la dignidad de hombre, prisionero en el campo de concentración de Auschwitz y testigo de las muertes de sus padres y una hermana, nos recuerda en su obra “El olvido” la oración de Elhanan (personaje central de la novela). En ella el anciano profesor exclama:

 “Dios de Auschwitz, comprende que debo acordarme de Auschwitz. Y que debo recordártelo. Dios de Treblinka, haz que la evocación de ese nombre continúe haciéndome temblar. Dios de Belzec, déjame llorar  sobre las víctimas de Belzec.”

No olvidar es una vacuna contra el resentimiento,  y el Holocausto, esa tierra de los sepulcros, debe estar presente ante nuestra mirada perennemente  para que el sufrimiento que nos produce impida el regreso del racismo y antisemitismo feroz. No será fácil dada la fragilidad humana y su predisposición al odio, pero habrá que intentarlo una y millones de veces. Siempre,  hasta el fin de los tiempos.

La masacre no germinó simplemente partiendo de la idea malsana de un maniático, ya que para que eso haya sido posible, el rencor estuvo incubándose y creciendo  ante la ceguera de los europeos  durante muchísimos años.

 

Sándalo, laurel, comino













 
Aún siendo un correcaminos – años antes más que ahora – confieso que  jamás he estado en Grecia, esto me parezco casi a Constantino  Kavafis, el mayor poeta neogriego, que nació, vivió y murió en la Alejandría de Egipto y solamente una vez, casi ya al borde de la muerte, pudo visitar la Ítaca de sus sueños y  sentir en su rostro los vientos de la isla de Homero y Ulises.

 Yo no he tenido ni ese honor. Cuando te leía poemas de los poetas griegos del presente siglo que, además de Kavafis, para mí son Seferis, Elitis y Kazantzakis. Hace años, cuando los caminos estaban en la palma de mi mano, en un viaje a Chipre por el Mediterráneo contemplé de lejos las costas de Creta. Era un día claro, azul, y el aire tan transparente que casi podía tocar las montañas blancas que se contemplaban a lo lejos, sobre  la raya del horizonte. Sobre aquel barco pude observar algo muy cierto: según cambia la luz las montañas se acercan o se alejan. Algunas veces con un tono blanco traslucido y otras llenas de sombras.

También, pequeña, penetré en la tierra de Grecia por la Historia, recorrí de la mano de Alejandro Magno la fecha del destino más allá de su cenit, hasta la frontera de su última conquista en el mar de Omán. Aquellas costas ondulantes repletas de pueblecitos blancos vieron, como yo en las páginas de los libros, llegar las tribus dorias y más tarde a los sarracenos y los eslavos penetrar a través de Epiro hasta cubrir con sus sombras todo el Peloponeso. Grecia toda es un eterno movimiento de pueblos, invasiones, emigraciones, regresos, antigüedad, poesía y ramos de albahaca en cada entrada de cualquier vivienda como símbolo de hospitalidad. La tierra de Pericles sabe a sándalo, laurel, comino, hinojo y anís

Siempre he dicho, Patricia mía, que uno ama los surcos y las enredaderas del alma que conoce, pero con Grecia ha sido distinto, penetré en ella por los vericuetos de la mitología, caminando por las huellas de aquellos dioses tan humanos ellos cuyos ojos siempre han estado cubiertos de aguas saladas, brisas de mitos. Después de Zeus, tomados de la mano, vinieron entre la bruma de la ensoñación, la dulce Afrodita, el duro Apolo y el sensitivo Dionisos. Detrás, en un comitiva sin fin, los poetas/dioses: Yorgos Seferis, Constantino P. Kavafis, Odiseo Elytis y Kostis Palamas cuyos madrigales populares han llenado muchos momentos de mi azarosa existencia. Entre todas aquellas cancioncillas creo recordar una...

“Mal me ha tratado este año el invierno,

que me halló sin fuego

 y me encontró sin juventud”.

Ahora, inclinado la mirada al alba de la mañana  en esta  orilla del Mediterráneo  valenciano en la que espero la luz de cada día, Grecia me sabe a sargazos; casas encaladas en cal e iglesias rodeadas de una sencillez deslumbradora, mientras el mar, su cielo, incluso las puertas y las ventanas enmarcadas en una gama de irisaciones de un azul casi eléctrico, parece saludarme. Mientras en todas  partes, inmenso olor a menta, esa tisana tan favorita nuestra a debida  su virtud afrodisíaca. Siendo así   que Minta, hija de un río día y noche, era la concubina más apasionada  de Hades, el dios de las tinieblas.

Y es que nada en Grecia se puede entender sin sus  divinidades y la bravura de su gente.