martes, 29 de noviembre de 2016

Paseo por Roma






Cardenal Baltazar Porras

 Un largo tiempo ha trascurrido hasta poder conjeturar el arcano de la república imperial de los césares,  siendo  Francisco de Quevedo el garante de  abrir el rosetón con su soneto “A Roma sepultada”, versos adheridos al musgo de sus  piedras milenarias:

“Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!, / y en Roma misma a Roma no hallas: / cadáver son las que ostentó murallas, / y tumba de sí propio el Aventino.”

Nos hallamos en la metrópoli  de la Siete Colinas con  motivo de  los actos sacros  que impondrán la birreta y el anillo cardenalicio   a monseñor  Baltazar Porras, Arzobispo de Mérida,  de manos del Papa Francisco.

El peregrinaje renace al cobijo de una renovada amistad de quien será  a partir de ahora uno de los consejeros más cercanos del Vicario de Cristo, y  se hace emotiva al retornar a la urbe que subyuga siempre al viajero.

 El nuevo delfín de la Iglesia le acongoja la situación de Venezuela.  El mismo día del honroso nombramiento fue desairado y vejado en Mérida. La  envoltura que somete  a la nación de Bolívar está roída.  Posee fusiles e inquisidores, no pueblo: si lo poseyera, no necesitaría usar la fuerza, profanar leyes y ampararse en grupos jacobinos.

Nuestro flamante cardenal es consciente de lo que sucede  y lo  asume con certidumbre moral. Ante las embestidas el pueblo  merideño ha demostrado a su pastor espiritual  un afecto imponente. Lo apoya, lo venera y  lo refuerza. 

Baltasar Porras no estará desguarecido hoy sábado en la Basílica de San Pedro. Una amplia representación de los habitantes del páramo lo acompaña. Y en medio, una certeza de fe: quien asuma   la creencia en el Dios de Abraham no  temerá al desasosiego. Y no existe lugar mejor para evidenciarlo que las catacumbas de Roma, su Coliseo y esa sempiterna Vía Appia cuya calzada empedrada llevaron a los últimos rincones del mundo entonces conocido,  las palabras de Simón Pedro, el primer pontífice mártir enterrado bajo los cimientos que levantaron Miguel Ángel y  Gian Lorenzo Bernini.

Los libros, compañeros de viaje, serán pocos; vamos ligeros de equipaje en clara insinuación a las sinecuras de Machado (don Antonio), al haber sabido el poeta de la Castilla barbacana despojar el alma de la pesada carga.  Uno no hará tanto, nuestros  desvelos aún no permiten rumiar los deslices envueltos en trashumantes pesares. Debemos esperar el postrero manotazo de la existencia.

 “Paseos por Roma” de Stendhal,   es todo el peso de nuestra alforja.

Al despertar el alba, con la intención de ocupar un sitial cómodo en la Plaza de San Pedro siempre plena de peregrinos, nos sentamos unos minutos  – igual a otras ocasiones -  en una repisa del parquecito al cobijo del “Castel  Sant Angelo” a orillas del Tíber. Miraremos la cúpula  de la mayor basílica del mundo como espacio telúrico de la condición espiritual, y así cada resarcimiento, gestas heroicas, santos mártires, papas -portentosos unos, mundanales otros-, volveremos a turbarnos   con el relato que el escritor de Grenoble hizo de la trágica familia de los Cenci. Se habrán narrado infinidad de veces historias similares, y nunca, ni de lejos, análogas a  esas letras en que el agudo análisis sicológico  de la brutalidad de un padre  se impone sobre una agraciada e  inocente hija  de apenas 16 años.

Al describir unas piedras antiguas, unos frescos o un paisaje, Stendhal se convierte en el primer precursor del turismo tal como lo conocemos hoy, aunque ya no se miren las obras de arte con igual celo. Viajamos más, observamos menos, lo que se traduce en aburrimiento y cansancio.

 “Paseos por Roma” es producto de tres viajes a Italia, el primero en 1800 cuando va con las tropas de Napoleón y se  instala, siendo subteniente de caballería, en Milán. Once años después y  soñando con dejar los laureles de la guerra,  regresa para comenzar su “Historia de la pintura en Italia” y caer en los brazos de Angéline Bereyter, el  comienzo de un interminable remolino de amores en las tierras de Petrarca.

 “Supongo – dice – que alguna vez alguien llevará uno de estos volúmenes en su bolsillo al recorrer Roma por la mañana...” Cierto, aquí está entre mis manos uno de ellos.

 Continuará con nosotros al acudir temprano hoy a la Basílica de San Pedro cuando el Santo Padre Francisco, en una solemne ceremonia, realice la consagración de los nuevos cardenales que ayudarán al gobierno de la Iglesia y tendrán el honor de elegir en su momento, al sucesor del actual Pontífice.

 Allí estará monseñor Baltasar Porras, de rodillas, con esa humildad tan constante en él. Será  elevado a Príncipe de la Iglesia. Honor a quien honor merece.

Una vez terminado el acto y sus tumultos emocionales,  retornamos nuevamente al encuentro de  Stendhal cuya sombra, alargada al socaire de un pino mediterráneo,  nos afirma lo sabido: “La verdad sobre Roma no se encuentra en ninguna parte… En Roma, hasta una simple cochera suele ser monumental”.

 


 

Estación Termini

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Leer  puede ser un bálsamo o una destemplanza dependiendo del ánimo y la propia lectura. Hay libros que nos llevan a tardes quitas entre setos, crepúsculos o alientos bulliciosos.
Estos últimos días en Roma, con motivo de asistir al consistorio en que el Papa Francisco impuso el birrete color púrpura al arzobispo de Mérida Baltasar Porras como nuevo cardenal, en un pequeño hotel paralelo a la estación Termini, volvimos a  releer las conversaciones que el fotógrafo  Brassaï mantuvo con Picasso en  una ciudad de París con desgarradas irisaciones de niebla arrancadas al Sena,  fulgor sensual hasta la saciedad  en el Barrio Latino, entonces  ardiente y bohemio como jamás volvería a serlo nunca más.

Aquellas páginas del húngaro,  amigo igualmente de Matisse, Dalí o Giacometti, son las que mejor nos han ayudado a deslumbrar la savia reverdecida del genio nacido en las empalizadas del Perchel, arrabal extramuros de Málaga, barriada donde pintor comenzó a saber que colorear  la diaria existencia  era moldear los  legatarios atributos de la naturaleza emergiendo ahí abajo,  en los subterráneos del aliento uncidos a las  persuasiones creadoras.

Acompañando ese paseo congelado en el tiempo, nos escolta en esta tarde otoñal y mediterránea “El desfile de la vida”, producto de la imaginación del geólogo  John Hodgdon, páginas en que la evolución de la supervivencia sale a nuestro encuentro;  y,  en tercer término, leemos – sobre cuerpos calcinados convertidos en yeso debido a la erupción del Vesubio - “Pompeya”, una incidencia narrativa desarrollada en 48 horas, el lapso trágico y cortante de  ver fenecer la ciudad conocida en su época como la perla de la bahía de Nápoles, ciudad amada y odiada a su vez  en los escritos del hoy olvidado  Curzio Malaparte.

Hay otros textos hoscos, ásperos,  cuyos renglones, púas o flechas de ballesta, desgarran, abren cicatrices y escarban en abatidos recuerdos.

De estos últimos nos adjudicamos,  inclinados al tálamo  en el que intentamos conciliar los desvaríos del sueño, la antología poética “No vendrá el diluvio tras nosotros”, versos que  Joseph Brodsky comenzó en Leningrado (San Petersburgo) y concluyó, ya exilado, en los Estados Unidos, cuando las fibras de su corazón comenzaba  a deshacerse.

En esos poemas se presiente la mano del campesino de la  heredad de abedules que el poeta jamás pudo moldear o sembrar.

Brodsky bebió (y fumó) la vida a grandes sorbos, y  la misma, igual a la bruñida madrecita Rusia, se lo llevó de un zarpazo hacia  la “orilla  de miel congelada”, y  así pudo estar  cerca de la matrona que con  su pueblo - siempre en las desgracias - , amara en  sentido literario. Era la sublime Anna Ajmátova.

 Todos alguna vez, al compás de salmodias, hemos abrazado agazapados a hojaranzos, arces y noches blancas, la elegía a John Donne.

 Dormido el poeta del afecto  metafísico con la alucinación sagaz y las divagaciones envueltas en un caftán,  rapta a Brodsky.  Así lo señala Jan Sjacel:

“Los poetas no inventan los poemas / El poema está en alguna parte ahí detrás / Desde hace mucho tiempo está ahí / El poeta no hace sino descubrirlo”.

En otra vertiente, existen escritores enseñando esquinas y bifurcaciones en las trochas del resuello. Ejemplo: Adolfo Bioy Casares. Su obra es célebre, apreciada y,  aún así,  no leída. Los libros, igual a  la piel, se arrugan, pierden tesura y se vuelven cartón piedra.  Al pibe argentino le sucede eso, aunque no se lo merecía. El personaje más suyo, Morel, aún sigue en busca de una isla en algún lugar del Río de la Plata. Hay señales de que indaga la figura en el arrecife de su admirado  Edgar Allan Poe.

 Lo manifiesto, lector: leo y releo de manera durable sus “Historias de Amor”. En uno de sus aforismos señala: “El amor entre personas honestas raramente es inocente”. La frase es cercana al murmullo de un aleteo de cisnes amancebados y quizás uno de ellos herido. 

Con Casares – amigo duradero de Jorge Luis Borges - hay algo siempre al encuentro de un vientecillo libertino en cualquier mañana de un mes porteño: “La vida, sin sus jardines ajenos, tendría  otro aislamiento”, señalaba el ciego del barrio de Palermo. 

Son pequeños fragmentos breves en una caja de resonancia bajo la envoltura  de su fina ironía.

Iniciamos   estos párrafos con  Gyula Halász – Brassaï - , y finalizamos,  hasta que nos llamó el sueño romano,  con los versos de Rafael Alberti en “Lo que canté y dije de Picasso”.

“Pablo me dice: Estás mejor que nunca.

 Te pareces al Carlos  IV de Goya.

 El mismo  perfil, el pelo, algo rizado sobre el cuello y las orejas.

Una moneda pelucona… Un día te haré un retrato…

¿Cuándo?”.

Sin duda Alberti poseía rasgos  cristalinos  manados de un cuadro velazqueño untado con aceite de oliva andaluz.

Y es innegable: hay tantas Romas como queramos. Esta de ahora nos envolvió, al cobijo de la sorprendente  Estación Termini, en ternura  literaria.