A razón de estar
leyendo - he tardo años en comenzarlo, al ir de Fernando Pessoa a José María
Eça de Queiroz, y de éste a José Saramago - “Canto libre del Orfeo
rebelde” del lusitano Migue Torga, me han venido pasados recuerdos de la ciudad
que besa con pasión desmedida y se apretuja por última vez al río Tajo,
un caudal de agua con una ciudad al
fondo, inundada de azules, ocres y verdes.
Miguel
Ferreira usa mejores pinceladas: “Blanca azul roja verde castaña verde blanca
muy blanca irresistiblemente alegre y acogedora flotando por el Tajo. Tierra a
la vista. Era Lisboa”.
De ese promontorio, sobre el castillo de San Jorge,
tengo una cicatriz en un costado del alma. Posiblemente ya no se vea, pero de
aquella muchacha del añejo barrio de Alfama, donde los planos resultan inútiles
para orientarse, me queda su sabor a salitre, sus ojos grandes, brunos - dos
ascuas encendidas -, inundados de agua cuando me esperaba un pequeño paquebote
para llevarme al norte, a Viana de Castelo, donde nos aguardaban, a ella el
olvido, y a mí un seguir haciendo caminos.
Ya se sabe, los enamorados quieren a toda costa que
su apego se vea, pero que su pasión no se comparta. ¿Dónde estará ahora Ana de
Aveiro? En sueños la recuerdo y me sigue sabiendo su piel a ese licor de
guindas llamado “grihinga” que solíamos tomar, en el último grito de la noche
lisboeta, por la Rua
Cascais.
Yo he escuchado decir que Lisboa se asemeja a un
laberinto, pero eso suele suceder con frecuencia cuando uno es vencido por ese
elixir prodigioso llamado Ribeiro, Carbalho, Ferreira, el rey de los
aguardientes. Entonces sí, la ciudad, desde la Rua Alecrim arriba
hasta llegar a Santa Catarina, se envuelve en un tejido de deseos imposibles.
Para muchos viajeros, la verdadera Lisboa de
Camoens está en las tascas y los restaurantes con azulejos enmarcados, aún hoy,
en las técnicas del siglo XVII, donde comer, beber, jugar a las cartas,
discutir de fútbol y hablar mal del gobierno de turno, forman parte de la
esencia de esa raza de marinos y emigrantes.
Pero para mí la ciudad ya no es la urbe
aristocrática y bohemia de “Los Maías” o la de “El primo Basilio”, grandes
novelas de Eça de Queiroz aparecidas a finales del siglo XIX, sino una ciudad de
trabajadores que transitan incansablemente las avenidas, ruas y muelles en
busca de sus sueños cotidianos.
Luego de disfrutar de los atractivos de la urbe en
la habitación del hotel con vista sobre huertas y jardines, nos dimos cuenta de
lo cerca que en la ciudad están los extremos opuestos.
En esta Lisboa - nadie sabe con certeza si es
Atlántica o Mediterránea - leímos hace tiempo en una guía de turismo: “La
opulencia se codea con la pobreza; los viejo con lo nuevo; lo alto con lo
bajo; lo oculto, con lo sublime y profano”.
Y así, de forma mágica, todo viajero debe abandonar
su voluntad a la belleza para buscarla más allá de las remembranzas que
la mirada asombrada halla en el doblar
de una esquina o ante la suave candidez de un geranio en una maceta de barro
cocido al sol.
Acaso igual que estas letras de hoy maceradas de tierra, licor de cerezas y salitre.
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