La cosecha del tiempo comienza a hacer suturas sobre la tierra bruma y los sueños, antaño sueltos, concluyen. No es cierto que uno tenga anhelos frescos siempre. La vida desgasta, seca, hiere de tal manera que todo en nuestro interior se vuelve un amasijo de magulladuras, un camino serpenteado de recónditos malestares donde antes existía un pozo de anhelos.
Y es así, a perseverancia de cada una de las cruzadas
existenciales, cuando el tiempo infalible nos alcanza y nos enfrentamos, a modo
del emperador Adriano, con los espectros y alientos que han poblado nuestra
azarosa vida. A partir de ahí las noches se hacen largas, la luz parece
esconderse de nosotros, los ojos están más débiles, y sentimos como el
frío de la tierra se va acomodando entre los huesos.
Iba rumiando estas cuitas interiores en uno de esos paseos
partiendo de la vereda en la cual moraba, más que vivía, hacia la esquina
del Gran Café en Sabana Grande, ahora tan cambiado y despersonalizado,
después de haberse evaporado, a recuento de la barbarie, el encanto
bohemio que envolvía antaño esa esquina, hoy tumulto áspero donde impera el
despecho y los buhoneros maltratan y afrentan.
Hablo en estas letras de Caracas, la urbe que he abandonado,
casi huyendo de ella, no por falta de apego, sino ante la amargura que
significa morar en ella, al verla tan abatida y doliente en su agonía.
El bulevar, en mi postrero recorrido – casi al alba – se
encontraba desierto. En unos cortos instantes llovió; posiblemente eran
unas ráfagas perdidas de alguna lejana tormenta sobre la cordillera del
Ávila. Ver caer el agua me reviste de evocaciones, hasta aquellas que creía
perdidas.
En eso siempre he sido así: uno termina seduciendo. Puede ser el vaho
de una ciudad o el rostro de una hermosa mujer de la noche.
Hace años, cuando me hallaba lejos de estos vapores del trópico,
en campos de la barbacana Soria que tanto yermo han significado para mi
vida, más de una vez, a la orilla del río Duero, en el camino que conduce a la
ermita de San Saturio entre olmos grises con iniciales de enamorados en versos
del poeta de la “curva de la ballesta”, me quedaba horas bajo los arcos de la
concatedral, contemplando una torrencial lluvia como nunca he vuelto a
ver en ningún tiempo pasado.
En el Caribe no llueve así, acaso porque el cielo no tiene tantos
ramalazos de dolor. Es más, se cuenta que el Duero, nacido en las
profundidades de la “Laguna Negra”, no es un río, y sí un
sollozo de su cielo plomizo.
El día que Eurípides escribió “no derrames lágrimas
nuevas sobre penas antiguas”, destapó la misma sensación que yo siento
ahora; no obstante supo recubrirla con unas gotas de agua de rosas, ese bálsamo
que los pueblos árabes dan a los que padecen enfermedades del alma.
Intentaré regresar a la vereda alguna vez, si tercia, al
encuentro de las sombras de los instantes gozados. Debo ser justo: no todo ha
sido pena honda. Palpé mucha alegría, amé y fui amado.
En estos intervalos los años me obligan a ir taciturno, con la mirada
entornada, conjeturando jaboncillos, frondosos mangos, camorucos, mangle rojo,
cuji, palmera de los llanos, morichales, chaguaramos, cocoteros y
apamates, donde yo sé que sólo existe un lugar monótono y opaco, el pedazo
ineludible en que está clavado un inmenso pedazo de nuestra existencia
venezolana.
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