domingo, 27 de julio de 2014

Flores yaciendo en el suelo








"Los Viveros", Valencia




La sodomía no es un vicio al viejo uso moral del judaísmo y el cristianismo;  fue, y lo es con creces, una forma de vivir. Todo comenzó, siguiendo los pasos de Atenas,  en la antigua Roma con sus desenfrenos y su virtudes, es decir, la vida saliendo al paso sobre las sábanas del lecho del rey Nicomedes y con un César florido vestido de guindas y rosas entre vapores de seda y las palabras poéticas de la  filosofía platónica.

Ignoro si el árbol erguido en el parque “Los Viveros” que rezuma al viento frente al apartamento  en que vivo en Valencia, sabe de eso, no obstante en su esbeltez, movimiento de ramas y hasta caída de hojas – no de ojos – tiene un aire de retoño meloso, un vaho de “paloma helada”  en palabras de Federico  García Lorca.

 En lo particular,  no me adjudico memoria erótica, sino pasión, que puede ser lo mismo, pero no llega más allá de los juegos fantasiosos.

 Natural; ya en las postrimerías de la baja edad media, Juan Ruiz, más conocido como el Arcipreste de Hita, en su “Libro del Buen Amor”, decía con sapiente donaire en castellano meloso y  arcaico:

“El mundo por dos cosas trabaja: la primera, por aver mantenencia; la otra era por aver juntamiento con fenbra plazentera”.

La llegada de Internet y su envoltura libertaria ha sido como descubrir de un sopetón el Mare Nostrum, ese lago interior hervidero de las mejores civilizaciones que diera el mundo antiguo.   Hace unos  usamos el navegador Google con el intento de buscar datos sobre el  amor libre en la época romana y, como si de una desbandada catarata de agua se tratara, el ordenador se inundó  de cientos de páginas.  Nada se pudo hacer para frenar la avalancha. Borrar era imposible: todo se multiplicaba como hongos a finales del otoño.

Recordé  el “Diario” de André Gide cuando hablaba de estética y moralidad coníferas. Es decir, hasta para ser mariposón,  hay que tener estilo, estirpe y clase. No ser un esperpento.

Con el descanso obligado en estos días calurosos del sofocante verano mediterráneo, leer a la sombra de un cobijo que mueva aire, es agradable. Acompañado de alguna cerveza- ese elixir que ya conocían los egipcios – y una jarra de horchata, leer algún libro no revisado  y recordar otros, es desparramar las tardes mientras cruzan muchachas en flor con risas y poses provocativas.

De Manuel Vicent no conocíamos aún “Tranvía de Malvarrosa”. Estando años en Venezuela el libro publicado por primera vez en 1994, no había llegado a las librerías. Con la entrada  del chavismo aparecieron menos, habiendo momentos en  que casi ninguno.  Sus páginas son un  pedazo de adolescencia saliendo a nuestro encuentro.  En sus cuartillas recuerdos, travesuras de un tiempo inolvidable a través de ese camino que va  de la adolescencia a la juventud.

A la par de los relatos de del autor de “Balada de Caín”, Premio Nadal, versos de Alexander Pushkin del que admiro sobremanera  el relato “La hija del Capitán”.

E intentado ser consecuente con la croniquilla veraniega de hoy, el tantas veces manoseado “La musa de los muchachos”, antología de poesía pederástica   de Estratón de Sardes, unas cortas composiciones efébicas del siglo II de nuestra era, y en cuyas fuentes bebió con placer inusitado Constantino Kavafis en las tabernas de Alejandría, al mismo tiempo que   Lawrence Durrel nos legó “El cuartero de Alejandría” con nombres propios: Balthazar, Mountolive, Clea y la incomparablemente bella  Justine.

Leo a Estratón – bien traducido por Luis Antonio de Villena - :

“Recuerda,  recuerda el verso sagrado, que te dije un día: / La adolescencia es lo más hermoso y lo más fugaz. /  El pájaro más ligero en el aire no gana a la juventud. / Mira ya todas las flores yaciendo en el suelo”

 En la playa de Malvarrosa el cielo está nacarado, y un mundo de alegrías sueltas, risas, saltos, abrazos y zambullidos en al agua, alegran la mirada del escribidor. Los años se han ido y aún  así queda ago de pasión en la comisura del deseo. Me siento recompensado viendo a una joven  mujer repujando su cuero cobrizo delante del chiringuito en que descanso entre la horchata y el lúpulo.

Por algunos momentos me siento más juvenil que cuando era un soñador sin fronteras.

 

 

Brisa del verano










Playa de Malvarrosa, Valencia



Las terrazas de los edificios, en estos días de verano,  son igual a promontorios en los  que, en noches revestidas  de insomnio, asomamos el cansancio interior al hálito taciturno del parque que se alza delante del edificio de viviendas, lugar en que encallamos hace dos años,  viniendo del Caribe, en cuyos márgenes ha quedado más de la mitad  del barco de la existencia. De aquí, partiremos en la barcaza de Caronte hacia la eternidad  de la estrellas. Tenemos un sostén, somos cristianos viejos y seguimos creyendo en el Dios de nuestra infancia. Tal vez sea poca cosa en estos tiempos que corren, pero la fe es una de las pocas cualidades humanas que no necesita asidero racional.

Esta última noche, el mirador que nos permite ver los jardines “Los Viveros” en la Valencia mediterránea  se hallaba en brumas y el  ruido de las calles se había disipado. Pocas veces sucede, sin embargo en esta ocasión se estaba bien allí. Media luna colgaba en lo alto. Ninguna nube. Quieta soledad.  Los alegres alborotadores veraniegos de la esquina se fueron dispersando y  había en el ambiente de   la hora de maitines acariciando laudes,  el sosiego de la suave calma interior.

Era el intervalo de soltar la  entelequia delirante de la mente. Durante el día repasé algunas páginas de “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar, uno de los pocos libros de cabecera, junto  con “El camino de los griegos”,  un ensayo ya clásico de la alemana Edith Hamilton, “La idea de Europa”, una conferencia de George Steiner y un  tomo de los poetas españoles de la generación del 27.

Frente a nosotros, tomando forma, levantándose entre la luz opaca, una lobreguez imprecisa marcaba los contornos severos del  emperador Adriano acompañado de su médico Hermógenes.  La fiebre regresaba al cuerpo del emperador, descansando sus últimos días en su residencia de Tivoli, cercana ladera de Roma.  Esa misma mañana  nos habíamos encontrado con la frase de Flaubert  en  que la autora belga de “Archivos del Norte” se basó en parte en las inolvidables:

“Cuando los dioses no existían  y Cristo no había aparecido aún, hubo un tiempo único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre”.

Al  César, en las páginas tantas veces leídas,  lo contemplo absorto en el espejo de mis lámparas de noche; más que eso: encanecido. Su abatimiento interior es templado. Enterró hace poco el cuerpo hermoso de su joven amante Antínoo, y él, un dios, dueño del mundo conocido, llora cual un niño abandonado en medio de la oscuridad. Su dolor se desnuda como un bosque en el otoño, y siento piedad al contemplarlo tan afligido.

Es apasionante y doliente  lo que puede revelar una terraza frente a un frondoso parque en medio de la noche esclarecida por la luna llena. Por él van desfilando, entre las trochas de la existencia, vivencias cotidianas, espíritus que nos inquietan y van a nuestro  lado en una interminable procesión,  arrastrando  aprensiones, esperanzas furtivas, un largo cortejo de aleluyas y fingimientos,  donde al  final uno es el espectador  único   en la comedia  evocadora de su propia vida.

 Antes de volver a reposar la cabeza  vuelvo a las páginas  memoriosas del divino  Adriano Augusto que la autora de “Opus nigrum”, tras dejar a Zenón  partir de Brujas hasta volver a ella para practicar con la muerte, fue hilando en las propias agujas de Penélope la despedida del conquistador de los Partos:

“Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo… todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos”.

Yourcenar ya nos lo había dicho pensando en su héroe literario, el japonés Mishima, tras asombrarse ante el espectáculo del kabuki… “El día y la noche son los viajeros de la eternidad…”

Las croniquillas del verano suelen ayudarnos a que las noches sean más suaves, menos duras y largas.

 

 

 

Una cuartilla










 

 

 

Uno entiende poco de pintura, nada de música. Tampoco sabe mover las piezas de ajedrez ni es afín a las matemáticas. Solamente  realiza algunas acciones con algo de ardor necesario: escribir y practica en lo posible el sortilegio de la querencia.

Lo de rasguear palabras es un decir. Se llenan cuartillas, de ahí,  a la sutileza de expresar un sentimiento o hilvanar las palabras y formar con ella un conjunto de matices, hay un abismo. Si de las miles de palabras escritas se salvan un manojo, viablemente sea mucho, con todo, se materializó a lo largo de la existencia  un anhelo incomprensible interior.

Lo demás olvido, dudas  y sombras.

En  uno de los ensayos de George Steiner, “Muerte de reyes”,  se lee “Existen tres campos intelectuales; y por lo que sé, solamente tres donde los hombres realizaron importante hazañas antes de la pubertad. Estos son: música, matemáticas y  ajedrez”.

 Y recuenta  al “Premio Príncipe de Asturias en Comunicación y Humanidades”, cómo Mozart compuso música de calidad antes de los ocho años; Kart Friedrich Gauss hacía cálculos complejos y apenas tenía diez años, mientras a los 12, allá en Nueva Orleáns, Paul Morphy vencía a los mejores contrincantes en ajedrez.

 Ninguno de esos  niños dotados sabía con claridad lo que hacía, era simple energía mental unida con fines determinados. Algunos la siguen conservando en la pubertad, otros,  con el paso del tiempo, la técnica, el estudio y la sensibilidad, los van envolviendo de creatividad pura; con todo, la música, las matemáticas y el ajedrez, son trances dinámicos y localizables. Ordenadores con sangre propia.

 La pintura  es otro talante,  un arrebato donde la creación humana converge en un mismo punto, igual al “Aleph” de Jorge Luis Borges, o los castillos enrumbados y metamorfosicos  de Kafka.

 Sombrear es un ramalazo del espíritu, un rayo que no cesa y en él, nace, emerge o explota la luz más cegadora vuelta pinceladas.

  Fernando Botero – y lo tomamos como ejemplo - es una irisación de luz caída sobre el planeta azul, cuya bacteria creadora, genial, la va repartiendo en galerías, plazas públicas y aislados museos, en  el que  la Naturaleza se hace oficio y ésta regresa cada cierto tiempo más embellecida.

 Sentir a Degas, Lautrec, Moore, Bacon, Picasso, Miró, Tamayo, Chagall y a otros seres sublimes, es palpar la fibra sensitiva del alma humana. Dice  Mario Vargas Llosa en la obra  el “El paraíso en la otra esquina”, que ciertas facetas humanas son utopías arrebatadoras, hincándose con ello en las vidas de Flora Tristán y Paul Gauguin.

Es viable: toda quimera, fantasía o ensoñación es ir haciendo ronda hacia el Edén añorado.

 No se puede en cuartilla y media hacer un ensayo de vida y arte, pero se ha pretendido. Eso demuestra que la escritura es una imaginación sorprendente.

Es la subsistencia humana pegada al esternón del espíritu humano, un ventarrón apasionante desconocido y extraordinario.

 

miércoles, 2 de julio de 2014

Hojas escritas



Isla de Ítaca, islas Jónicas (Grecia)

                                         
Isla de Ítaca, islas Jónicas (Grecia)









Nos va sucediendo cada vez  con más inquietud interior y sus ecos colisionan con  la membrana de  la piel, ahora ya menos sensible a los vaivenes de la  existencia.

Llenar cuartillas con palabras cuenta, sentimos turbación al saber que tras más medio siglo  forjándolo interrumpidamente todos los días en la vivienda o en docenas de redacciones asfixiantes por el humo de tabaco, no hemos cimentado nada válido, solamente  hojas escritas  convertidas en  motas de olvido tras la primera luz de alba en el periódico provinciano.

Estamos recogiendo amarras, y aunque el espíritu intenta no rendirse, tal vez debido a la rutina de los años, él sabe una  evidencia inconmensurable: si de las miles de cuartillas escritas y publicadas, se salvan una veintena, serían demasiadas. Lo mismo acontece con la docena y media de libros. De ellos un puñado de páginas de los cuatro tomos de “Cartas a Patricia”, pudieran mantenerse acaso en el afecto de un lector. Fuera de ahí, nada. Polvo y arena que lleva el aire.

Y aún así, en medio de esta doliente realidad, y aunque la obra literaria no ha servido de nada, he gozado de uno de los dones más extraordinarios producidos en el Cosmos tras millones de años luz: la vida.

Es hermoso saber, y ayuda al instante de la partida definitiva, que estoy formado de polvo de estrellas y hacia esas partículas radiantes regresaré en el momento preciso. Soy eterno. Todos los humanos lo somos.

Esto permite hacer la columna de hoy con más serenidad interior y menos desasosiego.

En este penúltimo viaje, igual  a otros ya escondidos en la memoria furtiva, íbamos  de la mano de Stendhal, cicerón de lujo,  cuya compañía implícita, al saber tasar  la obra humana,  fue de una ayuda inapreciable. El sendero lo marcaba “La Cartuja de Palma”.

Al describir unas ánforas añosas o simplemente un paisaje bucólico, se convierte en el primer precursor del turismo tal como lo conocemos hoy, aunque ya no se miren las obras bellas  con igual celo. Viajamos  más y observamos menos. Las agencias de viaje poseen un lema económico: apurar la mirada y no reposar los pies.

 "Paseos por Roma" es fruto de tres viajes a Italia, el primero en 1800
cuando acompaña a las tropas de Napoleón y se  instala, siendo subteniente de caballería, en Milán.  En ese tiempo, tras haber seguido con pasión y celo desmedido al corso, descubrió que el poder supremo envilece y, cuando llega al límite máximo, es un frenesí que arruina la propia autoridad, la embriaga  y le causa  delirio.

Once años después regresa y comienza “Historia de la pintura en Italia”, cae en los brazos de Angélin Bereyter, y es el  comienzo de un turbión  amoroso en las tierras   de Francesco Petrarca, cuyos versos a Laura acrecentaron las alboradas de su alma.

En julio de 1827, en compañía de un grupo de amigos, entre los que hay varias damas, viaja a Nápoles,  Ischia, Roma y Florencia. Llega a Milán de regreso a París, pero es expulsado por la policía austriaca, entonces dueña de la ciudad. A la búsqueda de un empleo en las orillas del Sena, trabaja en el vademécum que en estos momentos, mientras hilvano la crónica, se adormece sobre mi mesita de noche: “Paseos por Roma”. 

En sus hojas manuscritas  Stendhal – seudónimo de Henri Beyle - advierte que  son el resultado de una  caminata, y fueron escritas  sobre los senderos caminando  o en la tarde al regresar, ya cansado,  al hotel.

 "Supongo – dice mirando al Tiber  - que alguna vez alguien llevará uno de estos volúmenes en su bolsillo al recorrer Roma”.

La eterna Roma, al reflejo de los pinos azuzados sabe, en la lejanía,  a incienso y mirra. Las costas napolitanas, a pescado salobre, pizza, vino macerado   hurgado en las laderas del  Vesubio, callejuelas tarambanas donde todo es posible a la clara luz de sus  días incandescentes; farallones despellejados hacia Marina Grande en Capri, gaviotas casi reidoras y paseos brumosos sin rumbo por los torreones de las atalayas de Tiberio.

¿Y la política?  Un zumbido que hiere.  Sin ella seríamos parias, la libertad se congelaría y ya no seríamos viajeros, sino desterrados. Nos veríamos en la obligación de cambiar a Stendhal por Kavafis y buscar   con ahínco la anhelada  Ítaca.