El actual presidente venezolano, Nicolás Maduro,
el heredero, habla idéntico al difunto Hugo Chávez de todo lo que le cruza por
el magín.
El Comandante
“Eterno” poseía un rasgueo populachero:
solfeaba, recitaba, amenazaba a sus enemigos - los que no clavaran pie en tierra - , invocaba una
rogativa cristiana o un sortilegio
santero a la diosa María Lionza; besaba niños, muchachas en flor, viejas y loros. Era un parlanchín sin mesura,
gracioso a veces, despreciativo muchas.
A Nicolás el
meollo del intelecto le cruza los cables y
cada perorata se le convierte en un zaperoco lingüístico.
La pasada
tarde – una de tantas - el becario del Líder Máximo embalsamado en el Museo
Militar, habló en cadena nacional, es decir:
televisión y radio del país tienen la obligación de conectarse para emitir sus
palabras.
Comenzó
al estilo fanfarrón: “Todo aquel
comerciante que cierre un establecimiento
económico para sabotear al pueblo, bueno, llegaremos nosotros con la Ley en la mano y lo tomaremos
con la fuerza de los trabajadores y del pueblo".
Seguidamente
acusó a la oposición – “vil, rastrera y vende patria” - del apagón de luz que padecía en ese momento
la mitad de Venezuela.
Un
día sí y otro también la oposición es
culpable de intentar asesinarlo, subir los precios de los productos, dejar los estantes de los supermercados
vacíos y estar pareja con el Pentágono norteamericano para sacarlo
del palacio de Miraflores, sede del ejecutivo, a patadas.
Nada
más lejos: la salida son los votos, no las botas.
A uno, a esa hora de la noche, ya cansado y
empijamado delante del ordenador, se le
alborotaron las ideas y, con la intención de sosegar el espíritu soliviantado
por una Venezuela hundida hasta el tuétano en lo económico y social, se puso a
escuchar viejos tangos, siempre a mano
cuando Nicolás, el heredero,
siguiendo el palabrero de Chávez, nos
aprieta la yugular del entendimiento.
Esa es la razón, y no otra, de hacer esta
crónica de hoy con aire de tango, “un pensamiento triste que se baila”, en
expresión de Enrique Santos Discépolo.
Al
trasluz de un bodegón acorralado de mate y humo, alguien gime. ¿Una sombra? Tal
vez, ya que el hombre se inclina atosigado en un orillero sin amanecer
seguro:
“¡Milonguita...! los hombres te han hecho mal
/ y hoy darías toda tu alma / por vestirte de percal...”
A la
vuelta de la esquina rosada, Jorge Luis Borges, venido del Cementerio de los
Reyes en Ginebra, se encuentra con
Adolfo Bioy Casares, que dejó la necrópolis de La Recoleta , y sentados en
una de las terrazas al aire libre de La Costanera , continúan un diálogo interrumpido hace
muchos años.
Casares mira a
Borges. Han sido amigos, y juntos, al alimón, escribieron en seudónimo
compartido sus primeras obras, tal así que las dicciones del compadre le
saben a bandoneón viejo, fuelle del alma, amargura de un tiempo congelado
y a la vez hermoso.
- Mira,
Adolfo, si tuviera que vivir mi vida de nuevo, comenzaría a andar descalzo en
la primavera hasta un poco más entrado el otoño. Me acostaría tarde.
Coleccionaría amoríos. Iría a pescar con frecuencia. Me montaría en más
montañas rusas. Iría al circo. ¿Y tú, che?
- Yo, dice Bioy, recogería flores y escucharía en las tardes
el tango “Sur”. ¿Lo recordáis?: “Sur, paredón y después... Sur, una luz de
almacén...”
Uno, despabilado a razón de esa ensoñación, le
consulta a la armonía tanguera en la
vereda caraqueña: ¿Terminó el monólogo de Maduro? “No, pibe”, responde la
tortuga en su guarida de cartón. “Entonces - le digo-, duerme, que también mi cuerpo va hacia el tálamo”.
A lo lejos Carlos Gardel canta: “Silencio en
la noche, ya todo está en calma…”
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