domingo, 29 de diciembre de 2013

Volver a empezar







Caracas de noche




Escribo de  expatriados a consecuencia de haber sido durante 40 años emigrante. He regresado al refugio del tiempo disipado  y las cosas no han ido mejor.

Ir en España a un organismo público, significa, parafraseando a Mariano José de  Larra, morir en el intento. Llevo 10 meses, se dice pronto, pretendido que un convenio social internacional se cumpla. No dicen  “vuelva mañana”, sino que verán la  solicitud dentro de tres meses.  Intento que el funcionario escuche mis planteamientos, y la respuesta ha sido – menos una vez - lacónica y desabrida: hay que esperar. Tal vez llegue el llamado de la Parca y nos encontrará  esperando.

Con todo, puedo decir agradecido  que ya no hay en  nuestro espíritu animadversiones ni quimeras vanas. La vida es como viene.

Siento, eso sí, desbordado de congojas, el drama cotidiano de los emigrantes intentado llegar al país.  Ya no son noticia, representan un periódico de ayer en la canción de Héctor Lavoe. 

Salen de las costas de Siria, Mauritania, Camerún,  Senegal y  todo el profundo continente de la negritud, en destartalados barcos o pateras, cauchos de camiones o simples manojos de tablas anudadas. 

La razón de tanta desesperación, jugando a la ruleta rusa con la vida,  es tocar los promontorios anhelados. 

 Macilentos, exhaustos, rotos, cuando llegan a la playa y consiguen burlar los controles, empieza otro calvario: huir permanentemente, esconderse  igual a ratas, ser esclavos de empresarios inescrupulosos que les pagan una miseria y los amedrentan con entregarlos a las autoridades si no aceptan el vil vasallaje.

Los versos del poeta alejandrino nos recuerdan: “Iré a otra tierra, iré a otro mar. / Otra ciudad encontraré mejor que ésta. / Cada esfuerzo mío es una condena escrita, / y mi corazón, como un muerto, está enterrado.”

Lo garrapateé una y más veces, al saber bien de que hablo, en cartas rasgueadas: La emigración crea una ruptura difícil de explicar, es un ahogo que los años no ayudan a amainar, y va alejando  de la esencia materna, del recodo  de la niñez,  la emociones que hablan de países repletos de leche y miel.

 Y al final del camino, cansados ellos, quejumbroso uno, digamos las palabras del emigrante judío que durante siglos tuvo que vagar  sin rumbo: “Si ya no te quedan más  lágrimas, no llores. Ríe”. 

Hecho esto, y con el  mejor mohín del aliento,  volvamos  a empezar  de nuevo.



jueves, 12 de diciembre de 2013

Dudas y aprensiones



El pequeño planeta azul nunca pudo conocer la historia de la humanidad completa, y debido a ese fundamento nuestra  existencia  se halla  colmada de vacíos.

Hace días,  en la Sima de los Huesos, yacimiento  burgalés  de Atapuerca, los antropólogos han descubierto el ADN del, tal vez, homínido más antiguo: 400.000 años. ¿Es ese fémur fósil  un antepasado nuestro?  Se ignora.  En aquel tiempo o mucho antes  existían dinosovanos  en Siberia y neandertales caminando  Eurasia, y aún así no aparece nada concreto del “homo sapiens”,  llamado  igualmente de Cro-Magnon.

Debido a una indescifrable causa,  la humanidad ha nacido con mala levadura.  Trascurrieron millones de décadas de evolución y nuestros errores y miedos perpetúan los mismos senderos surgidos el día en que nació la primera ameba en una sopa de aminoácidos.   

 Desde entonces, nadie puede contar íntegramente la verdad de sus dudas y aprensiones.

Issac Bashevis Singer escribe que los hechos cotidianos superan el poder de la literatura, mientras George Steiner sigue buscando la causa lógica de la calamidad, los miedos, la razón, el ateismo, la ciencia y la religión.

Una tribu del desierto de Mesopotamia, tutelada por un mortal  de nombre Abraham, partió de Sumer con su familia, sirvientes y rebaños, cambiando, en menos de dos generaciones, la forma de pensar de todos nosotros al concebir un Dios único.

Basados en esa tradición, ilógica la mayoría de las veces, si  alguien deseara trazar la realidad del hombre debería  ir al encuentro de  esos resecos surcos.

 Toda piedra, retorcida viña, guijarro pulido por los vientos, capitel, ánfora, mosaico o unas simples sandalias de cuero dicen siempre más  que cualquier tratado, epístola o rollos de Qumrán.

Jamás millones de almas en el Universo – si el cielo protector está poblado -  han padecido tanto, y  lo siguen haciendo iracundamente. Dios o el suspiro del aliento que mora en el Cosmos, no jugará a  los dados con nosotros, pero sus reglas son engañosas y traicioneras. De una forma u otra hay trampa.

Nadie le gana al destino. Este  concibió la Cábala y sus enredos esoteristas y azuzó a zarpazos  cada brizna de nuestra desgarrada angustia. 

Creo sólidamente  en la existencia  de un Dios o viento misericordioso, y a su  vez amaceno dudas y aprensiones. Tal vez  esos ramalazos sean  un accidente cósmico y  tanto desconsuelo del “homo sapiens” no tenga raciocinio. Aún  así  sentimos que nos cobija el sonido  de la música, las matemáticas, la literatura, el ajedrez,  los poemas, el amor, la lluvia y océanos, las sonrisas de los niños, el deporte y la bondad intrínseca morando en cada uno de nosotros.

Al final nada está perdido.

Cada vida adeuda  la equivocación de un gran absurdo, y esa subyugante realidad,  el sufrimiento, es  causa de  una brutal  bofetada del destino.

El ginebrino Amiel escribe en su diario: “El destino tiene dos maneras de herirnos: negándose a nuestros deseos o cumpliéndolos”.




martes, 3 de diciembre de 2013

Peroratas y tangos



 
 

El  actual presidente venezolano, Nicolás Maduro, el heredero, habla idéntico al difunto Hugo Chávez de todo lo que le cruza por el magín.

El Comandante “Eterno”  poseía un rasgueo populachero: solfeaba, recitaba, amenazaba a sus enemigos - los que no  clavaran pie en tierra - , invocaba una rogativa cristiana o un sortilegio  santero a  la diosa María Lionza;  besaba niños, muchachas en flor,  viejas y loros. Era un parlanchín sin mesura, gracioso a veces, despreciativo muchas.

A Nicolás el meollo del intelecto le cruza los cables y  cada perorata se le convierte en un zaperoco lingüístico.

La pasada tarde – una de tantas - el becario del Líder Máximo embalsamado en el Museo Militar,  habló en cadena nacional, es decir: televisión y radio del país tienen la obligación de conectarse para emitir sus palabras.

Comenzó al estilo  fanfarrón: “Todo aquel comerciante que cierre un establecimiento económico para sabotear al pueblo, bueno, llegaremos nosotros con la Ley en la mano y lo tomaremos con la fuerza de los trabajadores y del pueblo".

Seguidamente acusó a la oposición – “vil, rastrera y vende patria” -  del apagón de luz que padecía en ese momento la mitad de Venezuela.

Un día   sí y otro también la oposición es culpable de intentar asesinarlo, subir los precios de los productos,  dejar los estantes de los supermercados vacíos  y estar pareja  con el Pentágono norteamericano para sacarlo del palacio de Miraflores, sede del ejecutivo, a patadas.

Nada más lejos: la salida son los votos, no las botas.

A uno, a esa hora de la noche, ya cansado y empijamado delante del ordenador,  se le alborotaron las ideas y, con la intención de sosegar el espíritu soliviantado por una Venezuela hundida hasta el tuétano en lo económico y social, se puso a escuchar viejos tangos, siempre a mano  cuando  Nicolás, el heredero, siguiendo  el palabrero de Chávez, nos aprieta la yugular del entendimiento.

 Esa es la razón, y no otra, de hacer esta crónica de hoy con aire de tango, “un pensamiento triste que se baila”, en expresión de Enrique Santos Discépolo.

 Al trasluz de un bodegón acorralado de mate y humo, alguien gime. ¿Una sombra? Tal vez, ya que el hombre se inclina  atosigado en un orillero sin amanecer seguro:

 “¡Milonguita...! los hombres te han hecho mal / y hoy darías toda tu alma / por vestirte de percal...”

 A la vuelta de la esquina rosada, Jorge Luis Borges, venido del Cementerio de los Reyes en Ginebra,  se encuentra con Adolfo Bioy Casares, que dejó la necrópolis de La Recoleta, y sentados en una de las terrazas al aire libre de La Costanera, continúan un diálogo interrumpido hace muchos años.

Casares mira a Borges. Han sido amigos, y juntos, al alimón, escribieron en seudónimo compartido sus primeras obras, tal así que las dicciones  del compadre le saben  a bandoneón viejo, fuelle del alma, amargura de un tiempo congelado y a la  vez  hermoso.

- Mira, Adolfo, si tuviera que vivir mi vida de nuevo, comenzaría a andar descalzo en la primavera hasta un poco más entrado el otoño. Me acostaría tarde. Coleccionaría amoríos. Iría a pescar con frecuencia. Me montaría en más montañas rusas. Iría al circo. ¿Y tú, che?

 - Yo, dice Bioy,  recogería flores y escucharía en las tardes el tango “Sur”. ¿Lo recordáis?: “Sur, paredón y después... Sur, una luz de almacén...”

 Uno, despabilado a razón de esa ensoñación, le consulta a la armonía tanguera en  la vereda caraqueña: ¿Terminó el monólogo de Maduro? “No, pibe”, responde la tortuga en su guarida de cartón. “Entonces - le digo-,  duerme, que también mi cuerpo  va hacia el tálamo”.

 A lo lejos Carlos Gardel canta: “Silencio en la noche, ya todo está en calma…”