Haciendo justicia a la llamada “Memoria Histórica”, y tras finalizar esta semana la ley que permitía a los nietos de emigrantes nacidos en otras tierras el derecho de obtener la nacionalidad de sus abuelos desplazados, en Venezuela hoy 15.000 personas son, con todos los derechos constitucionales, españoles.
El hecho merece unas líneas de vetustas reminiscencias al socaire de un justo homenaje hacia aquellos desplazados del “éxodo y el llanto”, que ahora reciben igualdad en la sangre y saliva de sus nietos.
Hombres y mujeres venidos hace muchos años a esta tierra desde los confines del mundo haciendo así de Venezuela el malecón de la ilusión, se hallan legítimamente, muchos años después, recompensados.
Días pasados, un grupo de ellos se reunieron intentando sostener la tan esperada utopía vuelta realidad. Algunos llevaban en las manos hojas secas de albahaca, tomillo, laurel. También ramalazos de sus lejanos promontorios, lugar del que partieron un día con deseo de resistir los vaivenes del alma.
Uno mismo acudió a reencontrar su pasado, los días brumosos en que apenas había un lugar donde doblar la cabeza y esperar la llegada del alba.
En cierta forma sobreviví, tras la posguerra, escribiendo febrilmente en las cuatro páginas del pequeño periódico provinciano. En ese tiempo aciago venció la furia y el terror. Estábamos desnudos, derrotados. Ya no teníamos ni siquiera las palabras
Media Europa intentando sobrevivir –españoles, italianos, rusos, portugueses, polacos, rumanos, griegos, magiares - remontando los años cuarenta, tuvo que enviar a cientos de personas a los países latinoamericanos y así hacer frente a la ardua crisis económica de la posguerra. Si alguien mató el hambre ha sido esta heredad, y con el dinero enviado, se ayudó a la reconstrucción de docenas de pueblos en la cuna de la civilización occidental.
A cambio, Venezuela y otras naciones iberoamericanas recibieron un crisol humanístico de una solidez incalculable. El país de Simón Bolívar, Francisco de Miranda, Andrés Bello… se hizo abierto, unió sus valores intrínsecos con los forjados a lo largo de los siglos en los conventos, universidades y cortes del continente de la cruz y la espada.
Nueva casta mezclada con muchas otras, siempre ahí, imperecedera madre de raíces insondables.
Es irrefutable: se emigra por incontables razones, no obstante casi siempre en pos de libertad.
Las personas, cuando sienten tronchado su libre albedrío, parten con lo puesto igual a gaviotas sin destino. No les importa el terruño, solamente desean comenzar a vivir y respirar de nuevo.
La mayoría de expatriados, ya en la edad cansina, no podrán irse nunca, se quedarán varados, convertidos en sombras y olvidos quejumbrosos.
La existencia es un drama. Alguna vez se cristaliza en sainete o tragedia, y en esa puesta en escena, la emigración sigue siendo el libreto duro de aprender. Posee un sabor a salitre y se cobija bajo noches cuajadas de aspavientos.
El esfuerzo colmado de obstáculos no se ha perdido, y a sabiendas de que la mayoría de la diáspora están bajo tierra caliente a orillas del Caribe, sus nietos seguirán matizando cada una de sus historias asombrosas, narrando anhelos idealizados y sintiendo el sonido de un corazón español hasta el mismo tuétano.
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